martes, 18 de diciembre de 2012

La multitud no tiene quien le escriba.

Media una diferencia importante entre Onganía, Videla, Pinochet o Franco, de un lado, y Mussolini, Hitler o Perón, del otro: los primeros fueron dictadores militares, los segundos fueron fascistas. Hay un punto en el cual es menester renombrar la realidad para despojarla de ciertas confusiones semánticas, para depurarla de todas las costras y tatuajes y volver a dotarla de una nueva piel más parecida a la real. Los primeros accedieron al poder por las armas; los segundos, por el voto. No es que estos últimos no utilizaran armas, de hecho Perón era militar e inauguró su carrera con golpes, pero el instrumento central de su política fue la persuasión populista.  Las dictaduras aplastan al pueblo; los fascismos lo narcotizan. Hitler llegó a obtener el 89% de los votos en elecciones libres. Onganía o Videla desmovilizaban a las masas, rompían todos los puentes con la sociedad; los fascistas en cambio las movilizan, las azuzan y las usan. Los primeros despolitizaban; los segundos, auspiciaron la politización total, a punto tal que llevaban las discusiones incluso a las mesas familiares, como puede verse en Amarcord, el film de Fellini. Ambos, dictadura militar y fascismos, tienen en común un rasgo: el autoritarismo.
El fascismo presenta al menos cinco notas distintivas: la presencia de un caudillo, la movilización de las masas, la división tajante de la sociedad, las estigmatizaciones y persecuciones de ciertos grupos de opositores y, por fin, el autoritarismo. ¿Están ausentes en el kirchnerismo estos matices que definen el fascismo? Es verdad que el kirchnerismo no tenía un caudillo, lo que llevó a Juan José Sebreli a caracterizarlo como populismo frío, pero la muerte súbita de Néstor Kirchner le dio un líder póstumo: el féretro cerrado, la mención como El, o del viento que viene del sur, el gran mausoleo, las plazas y calles con su nombre o la película alusiva apuntan a la construcción retrospectiva del necesario mito.
La movilización de masas está asegurada con La Cámpora, el Movimiento Evita, Unidos y Organizados, Kolina, el MTV y las huestes de Milagro Sala. Ni hablar de la tarea ortopédica en las escuelas, de la pedagogía amable del Vatayón Militante en las cárceles o de los fastos del Bicentenario. La división de la sociedad argentina llegó de la mano de las enseñanzas de Ernesto Laclau. La articulación de demandas insatisfechas se condensan en un significante vacío que las hegemoniza y, a la vez, establece una frontera simbólica: los que quedan afuera son los culpables de todos los males. También las familias argentinas, como en el film de Fellini, han sido atravesadas por la delimitación rabiosa de la política. Respecto de las persecuciones, basta ver las causas judiciales urdidas contra Ernestina Herrera de Noble y sus hijos, Mauricio Macri o Hugo Moyano, para no hablar de la abusada campaña “Clarín miente” o de la descalificación de los opositores en el Fútbol para Todos.
En cuanto al autoritarismo, está claro que no es lo mismo Hitler con campos de concentración, millones de muertos y exilios forzosos que el fascismo light de los populismos latinoamericanos. Pero la falta de independencia de los poderes Legislativo y Judicial, de lo que dan cuenta innumerables ejemplos en la Argentina, y la creciente limitación de los derechos individuales de prensa, de circulación o de comercio son rasgos que denotan un avance indiscutible del autoritarismo.
Cuando estos cinco elementos se ensamblan sinfónicamente en una sociedad el voto pierde su espesor, se desvanece en algo así como la voluntad viciada de un drogadicto. Por eso Hitler pudo obtener el 89% y convencer a todo un pueblo de llevar a cabo una guerra atroz y masacres descabelladas. Es el punto en el cual la democracia deviene en un cesarismo plebiscitario: todos los partidos políticos de oposición pasan a ser gramáticas aparentes, cuya misma existencia residual es engañosa, pues funcionan como meros partenaires que ayudan a legitimar candorosamente la trampa.  Por eso, resulta particularmente grotesco que quien ha contribuido de modo deliberado y decisivo a liquidar todas las representaciones ahora acuse a la multitud del 8N de no tener quién la represente. Al rozar este punto culminante de perversión, al mismo tiempo y sin advertirlo, el oficialismo brinda una colaboración a los amigos de la libertad: la indignación suele ser el cemento de todo nuevo régimen. Aún le quedan algunos módicos estertores a la prosopopeya kirchnerista: no serán sino triunfos pírricos.
Marcelo Gioffre, escritor y periodista para Perfil.

jueves, 25 de octubre de 2012

Peronismo para todos y todas.

A lo largo de los 30 años de la restauración democrática hemos asistido a un fenómeno político de gran relevancia, el fin de la ley de hierro de la competencia electoral en la Argentina según la cual, en elecciones libres, el ganador natural del premio mayor, la presidencia, debía ser el peronismo. En 1983 primero y, después en 1999, a la hora de contar los votos el peronismo debió admitir su derrota. Estos dos episodios mostraron que el polo político no peronista podía imponerse en las urnas y acceder al gobierno. Ésta fue una constatación auspiciosa para la salud de la convivencia democrática. Ahora bien, si extendemos la mirada constatamos también otro fenómeno político: los presidentes electos por obra de la derrota del peronismo no lograron concluir sus mandatos. Para decirlo de otro modo: el polo no peronista pudo reunir los votos necesarios para acceder a la presidencia, pero no pudo reunir, en las circunstancias en que debió actuar, la capacidad de gobierno para mantenerse en ella y eventualmente para aspirar a un nuevo mandato.
A fin de colocar en contexto las vicisitudes del polo no peronista quiero evocar, siguiendo una referencia hecha por Javier Zelaznik, el patrón de funcionamiento que caracteriza al sistema político de Suecia. Allí tenemos que un partido -la socialdemocracia- gana y gobierna durante varios períodos consecutivos gracias a la fragmentación de la oposición, hasta que arriba a una contienda electoral en la que es derrotado por una coalición de partidos rivales; ocurre, sin embargo, que esta coalición sólo consigue gobernar un período, al cabo del cual el partido predominante revalida sus credenciales y retoma el poder. En esta dinámica política la coalición opositora sólo está en condiciones de ofrecer un gobierno de transición entre uno y otro ciclo del partido predominante en el poder. Esto es, no logra ofrecer un gobierno de alternativa capaz de establecer una nueva trayectoria o, para decirlo con la fórmula que ya utilizamos, consigue llegar al gobierno, pero no consigue ser re-elegida y de este modo quebrar la duradera vigencia del partido predominante.
Esta clave de lectura captura a mi juicio bastante bien los avatares de la vida política argentina. Las victorias electorales del polo no peronista se han parecido mucho, como ha señalado Andrés Malamud, a los años sabáticos que se toma de tanto en tanto el polo peronista para reordenar su tropa y reemerger cohesionado bajo la conducción de nuevos liderazgos y con nuevas ofertas políticas en sintonía con los nuevos tiempos.
A partir de estas premisas, quisiera ahora abordar la coyuntura política más reciente. El punto de partida lo brinda el resultado de las elecciones presidenciales de 2011 . Ese resultado fue portador de una importante información. Me refiero a los 37 puntos de diferencia que distanciaron la victoria de la presidenta Cristina Fernández de la candidatura más votada entre las agrupaciones del polo no peronista. Esa formidable brecha puso de manifiesto el rasgo distintivo del panorama político actual, más concretamente, la pérdida de competitividad del sistema de partidos. Esta pérdida de competitividad, ha destacado Ana María Mustapic, tiene un gran impacto sobre el ejercicio del poder gubernamental. Un sistema de partidos competitivo presupone la expectativa de una alternancia en el timón del gobierno, y esa expectativa tiende a operar como un factor de moderación entre los ocupantes del poder. Hoy en día esos 37 puntos de diferencia a que aludimos hablan bien a las claras de que no hay rivales a la vista, es decir, no hay una oposición en condiciones de desafiar el actual predominio del polo peronista sobre el mercado político-electoral. Por lo tanto, no existen o son muy débiles las barreras de contención política a la gestión del poder por el partido gobernante.
Circunstancias como éstas contribuyen a recrear un fenómeno conocido en la historia política del país: el peronismo en el gobierno tiende a comportarse como un sistema político en sí mismo, es decir, a actuar simultáneamente como el oficialismo y la principal oposición. Dos son los factores que suelen promover esta dialéctica política. El primero de ellos es la amplitud y, por lo tanto, la diversidad de los apoyos que reúne como coalición de gobierno. La gravitación de este factor fue ostensible durante la administración del presidente Menem. Una vez en el gobierno, Menem supo hacer un viraje hacia el mundo de los negocios y las políticas de mercado sin perder por ello el respaldo de las bases tradicionales del peronismo. El costo de ese virtuosismo político es conocido: las principales tribulaciones por las que pasaron sus iniciativas le fueron ocasionadas por sus partidarios en el Congreso, en las provincias, en el sindicalismo, que se comportaron efectivamente como la principal oposición. En términos comparativos, la incidencia de este primer factor ha sido claramente menos importante durante la gestión del matrimonio Kirchner. Su coalición de gobierno no ha sido tan amplia como la que montó Menem; en consecuencia, no se caracteriza por tanta heterogeneidad de intereses ni tanto contraste de visiones. Además, el giro antinoventista emprendido a partir de 2003 ha estado más sintonizado con intereses y visiones típicamente peronistas, como el estatismo, el proteccionismo, la beneficencia social. De allí que las políticas públicas no hayan sido, como en los años de Menem, un terreno de conflictos.
El segundo factor que activa el contrapunto oficialismo/oposición cuando el polo peronista gobierna en su condición de partido predominante es la falta de reglas consensuadas para dirimir los problemas de sucesión en el liderazgo y, por ende, en el control del poder. La repercusión de esta ausencia fue visible en el trámite traumático del conflicto que opuso las aspiraciones rivales del presidente Menem y de Eduardo Duhalde, que se postulaba como su sucesor. Conocemos el desenlace: Duhalde frustró las ambiciones re-eleccionistas de Menem, pero no pudo evitar terminar siendo arrastrado él también por las secuelas de la disputa. Al final de cuentas, el polo peronista experimentó en las urnas una derrota autoinfligida por la división de sus partidarios. ¿Qué decir de los años kirchneristas cuando los observamos desde esta perspectiva? Que esta fuente de la dialéctica oficialismo/oposición está de nuevo productiva, como lo están mostrando las reacciones encontradas que suscita en las filas del peronismo la pretensión apenas encubierta de Cristina Kirchner de extender su mandato presidencial.
Si bien es tributario de su débil institucionalización como organización partidaria, el conflicto en ciernes que conmueve al polo peronista tiene en las presentes circunstancias un perfil novedoso porque se está procesando sobre el telón de fondo de un proyecto ambicioso, la construcción de un posperonismo. En 2005 Néstor Kirchner declaró que a su juicio el ciclo histórico del peronismo tal como lo conocíamos estaba agotado. Ese veredicto recogía su inspiración del cuestionamiento de la izquierda peronista de corte setentista a "las formas tradicionales de hacer política" encarnadas en los jefes territoriales del partido y en los cuadros de la burocracia sindical. La cruzada regeneracionista de Kirchner, que alumbró la operación de la transversalidad y suscitó grandes expectativas entre los sobrevivientes de la experiencia del Frepaso, tropezó con un costo de oportunidad: no se puede gobernar y transformar al mismo tiempo la herramienta principal de gobierno como es el partido gobernante. De allí que a poco de andar fuera sustituida por una salida pragmática: la tregua con los apoyos partidarios alojados en los gobiernos de provincia, en la Legislatura, en los aparatos sindicales.
Luego de la rotunda victoria de 2011, el proyecto original ha retornado con fuerza, como lo muestra la búsqueda por parte de la Presidenta de respaldos menos dependientes de la estigmatizada máquina política del "pejotismo". Rodeada de movimientos piqueteros afines, de los jóvenes de La Cámpora, del séquito de la izquierda peronista, Cristina está apretando el paso tras la continuidad de su gestión. En su marcha está haciendo surgir a la luz grietas crecientes dentro del polo peronista. Para las jerarquías tradicionales del movimiento la reelección de la Presidenta o, en su defecto, el encumbramiento de quienes la acompañan, sólo promete cuatro años más de asedio a sus bastiones territoriales y, con ellos, la perspectiva aciaga de ser marginados de la vida política. Éste es el escenario en que se está reponiendo la dialéctica oficialismo/oposición dentro del movimiento creado por Perón, recubierta ahora por los pliegues de la pugna entre peronismo y posperonismo. Es posible que un observador externo a esa pugna encuentre difícil explicar la aspereza de unos enfrentamientos que se despliegan sin freno por la ausencia de una oposición competitiva. Quienes están involucrados en ellos no padecen esa miopía, tan propia del sentido común no peronista, porque saben que disputan por un trofeo mayor: la hegemonía sobre el principal partido nacional del país y, en ese carácter, un recurso estratégico para definir el derrotero del futuro político de la Argentina.

Por Juan Carlos Torre, para La Nación

miércoles, 3 de octubre de 2012

La dramática encrucijada de la oposición.

El problema de la creación de un nuevo sentido para la acción política está en el centro de los desafíos que enfrenta la oposición. Por creación de un nuevo sentido entiendo la aptitud que puedan demostrar las dirigencias partidarias para persuadir a su electorado eventual de que han comprendido qué valores privilegiar y cómo proceder para restaurar y asegurar la vigencia de la democracia republicana.
La cuestión de fondo , en consecuencia, no tiene que ver con la economía. Tiene que ver con la justicia. Se trata de verificar si se sabe ganar credibilidad social mediante el compromiso de reconstruir la supremacía de la ley sobre el poder. Si tal cosa no ocurriera, si no se lograra despertar la confianza pública en la palabra de esas dirigencias opositoras, la frustración colectiva sellará con su rechazo la ineptitud para generar un frente alternativo al oficialista.
En estos nueve años de gobierno, el Frente para la Victoria ha llevado a cabo una labor incomparable en lo que hace a la manipulación de la ley. La ha subordinado una y otra vez a sus necesidades. Ha hecho de lo textual algo pretextual. Se ha burlado de lo que la ley exige y ha velado con un manto de impunidad hasta ahora invulnerable a quienes se han beneficiado con semejante caudal de transgresiones.
En buena medida, la pronunciada pérdida de relieve que tanto desdibuja a las dirigencias opositoras proviene de su sostenida ineficacia para desbaratar ese procedimiento perverso. Más aún: de su incapacidad probada para negar su apoyo a iniciativas mediante las cuales el Frente para la Victoria enmascara su incansable voluntad transgresora presentándose en lo formal como un gendarme de la Constitución. No hubo pues, en quienes deberían haberla tenido, la intransigencia indispensable. Hubo complicidad.
Hay que reconocer, sin embargo, que, a medida que el oficialismo se consolidaba en ese ejercicio tan osado como nefasto del poder, fueron apareciendo algunas figuras, surgidas del colapso opositor que siguió al derrumbe de principios de siglo. Ellas fueron capaces de pronunciarse frontal y valientemente acerca de lo que ocurría. Elisa Carrió supo ser la voz cautivante de esa intransigencia. Pero tras recorrer un camino de vertiginoso ascenso en la aceptación social, Carrió fue perdiendo, días tras día, su ascendiente. Finalmente, la intranscendencia en la predilección de los votantes remató, en 2011, su caída.
Para explicar esa dramática parábola no bastan los argumentos económicos. Hay otras causas. No es menor ni mucho menos la que señala que la propia Carrió alentó su pérdida de protagonismo. ¿Cómo? Dando muestras de una autosuficiencia de intención visionaria que dañó irreparablemente la potencia combativa de su ética ejemplar. La admiración inicial que logró despertar y que la llevó a conquistar un liderazgo tan descollante como esperanzador fue cediendo ante una desconfianza creciente, promoviendo distanciamientos y fracturas, convirtiéndose en desencanto. Sembrando, en suma, una decepción equivalente a la que, en las clases medias y no sólo en ellas, hoy empaña la figura de la Presidenta allí donde, hasta ayer, la jactancia que la distingue y la intolerancia autocrática con que ejerce sus funciones no parecían afectar su popularidad; una popularidad más relevante que el caudal de problemas y conflictos acarreados al país por el cúmulo de desaciertos que han ido sumiendo a la Argentina, progresivamente, en una crisis institucional, financiera, económica y política. Nadie puede saber qué ocurrirá a partir de aquí. Pero es evidente que ya no ocurre lo que hasta ahora sucedía.
Cuando Elisa Carrió perdió abrumadoramente las elecciones presidenciales del año pasado, se enojó con quienes, a su entender, deberían haberla votado y no lo hicieron. Los acusó de optar por una oposición débil en lugar de una fuerte. No pudo reflexionar, autocríticamente, sobre su propia debilidad. Sobre la forma en que ella misma vulneró la fortaleza de su imagen en el sentimiento y en el entendimiento de aquellos que la seguían. De haberlo hecho y, sobre todo, de haberlo hecho a tiempo cuando tantos, entre quienes la rodeaban, se lo pedían, tal vez, hubiera logrado torcer el curso de los acontecimientos.
También la Presidenta está enojada. Su indignación no para de crecer ante la resistencia que le ofrece un amplísimo sector social harto de sus arbitrariedades, de la violencia verbal de varios de sus voceros, de su tergiversación de los hechos y de sus graves errores no reconocidos. Ese enojo no retrocede, sino que redobla su embestida ante los efectos que provoca un discurso que ofende, por su tono y su forma, y no sólo por su fondo, la inteligencia y la sensibilidad de sus oyentes. Ese enojo irrefrenable la ciega y la impulsa a abroquelarse en una obstinación que ya no disimula la impaciencia y el desprecio que le inspiran quienes no coinciden con ella.
Pero el hartazgo social que provoca su incontenible necesidad de avasallar todo límite, toda barrera que afecte el despliegue de su omnipotencia, no ha encontrado hasta el momento una voz opositora más poderosa que la del estruendo callejero. Un estruendo tan auténtico como insuficiente para hacer de la protesta cívica un proyecto político. Es en este punto donde esa orfandad de liderazgos invita a preguntarse por el porvenir de las fuerzas opositoras. Por su posibilidad de aprender de la experiencia. Por la vitalidad de su imaginación. Por la profundidad de su lectura de los hechos sociales. Por su capacidad para encauzar hacia un escenario democráticamente representativo lo que hasta ese momento sólo es, más allá de su estridente elocuencia, un terreno donde no prospera sino la democracia directa.
Nos equivocaríamos si creyéramos que los cacerolazos están dirigidos únicamente contra el Gobierno. Son, igualmente, un contundente reclamo a la oposición. Se le exige idoneidad para representar a quienes las hacen sonar. Al pronunciarse ante todo por la defensa de la Constitución, la gente que protesta pide, implícitamente, la reconstrucción de los partidos políticos. En ellos ve una condición necesaria de la supervivencia democrática. Pero reconstrucción no quiere decir resucitar a los muertos ni dar vida a un golem. Significa algo más esencial, algo infinitamente más profundo. La reconstrucción de los partidos políticos implica saber mostrarse como quienes han aprendido del propio despedazamiento y de la propia derrota. Haber aprendido de la irrelevancia en la que los propios desaciertos, la propia miopía, la propia incultura política hicieron zozobrar, en un mar de senilidad, propuestas que de no haber tenido efectos sociales dramáticos hubieran sido risibles.
En las elecciones de 2011, no hubo segundos ni terceros significativos. No hubo nadie, quiero decir, que se situara, en sentido estricto, detrás de la ganadora. Sí hubo varios millones de ciudadanos que, no coincidiendo con ella, no supieron coincidir entre sí para forjar una alternativa fuerte y no un sinnúmero de fragmentos sin potencia electoral. Esto es, justamente, lo que no debería volver a ocurrir.
Ese aprendizaje, si pudiera producirse, generaría, ante las elecciones legislativas del año 13, una oportunidad innovadora. Daría forma a una convergencia de voluntades nacida de la conciencia de una necesidad primordial; la necesidad de poner un límite contundente al desenfreno oficialista. La necesidad de que la ley vuelva a perfilarse como capaz de acotar el poder. Y junto a esa necesidad, sustentándola, la posibilidad de que los representantes de la oposición muestren y se muestren como dirigentes capaces de deponer el narcisismo de las pequeñas diferencias en favor de un frente dispuesto a rescatar la república.
Los liderazgos imprescindibles para 2015 nacerán consistentes si provienen de ese primer gesto cívico superior que reclaman las elecciones legislativas venideras. De no ser así, volverán a oírse las cacerolas, pero ya no habrá quien las escuche. El Gobierno no lo hará porque se sabrá sin opositores que lo comprometan. Los opositores, porque una vez más habrán caído en la ciénaga de su pequeñez.

Por Santiago Kovadloff, para La Nación

martes, 4 de septiembre de 2012

El kirchnerismo como dogma de fe.

Tenue sombra primero, raya más tarde, ranura, surco, zanja, foso. Lo que no era más que una suave línea divisoria se convirtió, durante los últimos años, en una frontera crecientemente insalvable. Los pronombres se volvieron adjetivos: "nosotros" y "ellos" pasaron a designar a los "buenos" y los "malos", los "decentes" y los "indecentes", los "justos" y los "réprobos". La frontera atraviesa los lazos de familia, la memoria de la amistad, las relaciones profesionales, las mesas de café, la calle misma. Los años kirchneristas se han convertido en los años de la gran separación: ellos y nosotros.
Si uno se atiene a lo que el kirchnerismo dice de sí mismo, resulta difícil comprender con qué palas se cavó ese foso. Quienes hablan por el oficialismo lo describen como un movimiento que ha recuperado la política, profundizado la soberanía, implicado a la juventud en la acción colectiva con fines altruistas, mejorado la distribución del ingreso, combatido la pobreza extrema y la desigualdad, enriquecido la matriz productiva de la economía y la calidad de los puestos de trabajo, y sancionado -¡por fin!- a los torturadores. Los kirchneristas no comprenden que no resulten claros para todos los grandes logros de su gobierno, los innegables avances realizados a pesar de "los errores" y de "lo que falta". Tan obvios les resultan a los oficialistas estos méritos, que quienes los niegan sólo pueden hacerlo por mala fe, por mezquindad o por subordinación a espurios intereses innombrables y poderes oscuros.
Los otros, quienes observan con mirada crítica, no encuentran nada verdadero en un gobierno que falsea la realidad del mismo modo en que falsea las estadísticas. Tampoco ven un cambio sustantivo en las condiciones de vida de los sectores más débiles. Ni en los índices de pobreza, ni en los servicios de salud, ni en la calidad de la educación, ni en el modo en el que se trasladan a sus sitios de trabajo, ni en el acceso a la justicia.
Y para colmo, observan un proceso de creciente concentración de riqueza y de poder, de limitación de las libertades y de corrupción e ineficiencia, a costa del consumo de activos públicos y privados con los que se financian políticas clientelares y se transfieren patrimonios a las camarillas cómplices.
Cada uno asume que el otro es víctima de un sesgo cognitivo que sólo le permite ver de la realidad aquello que lo confirma en sus puntos de vista, ignorando las numerosas evidencias que podrían desmentirlos. Tan encontradas son las visiones de la realidad y tan imposible se ha vuelto la conversación que lo que comenzó como una discusión de ideas se convirtió en la descalificación de las personas. Pero los críticos del Gobierno no están mayoritariamente en contra de la Asignación Universal por Hijo ni en contra del matrimonio igualitario ni en contra de la prosecución de los juicios a los torturadores. De hecho, ninguna de esas medidas -como muchas otras- fue pensada por el kirchnerismo. ¿Por qué, entonces, la crítica provoca el escarnio público, el agravio, la injuria y, en ocasiones, hasta la violencia física?
Porque los kirchneristas no se aglutinan en torno de las ideas que su gobierno enuncia. Se aglutinan en torno de creencias. Por ello la crítica no pone en cuestión las ideas ni los procedimientos, sino la fe. El kirchnerismo no es un movimiento político: es un movimiento radicalmente antipolítico, cuya principal fuerza es haber hecho renacer el sentimiento de una causa. Sus seguidores no están allí por la ideología, sino porque han vuelto a encontrar un motivo por el cual luchar. El tema es la causa, que muchos de los militantes de los setenta, viejos y derrotados, no se resignaron a enterrar, y que los jóvenes surgidos de la crisis de principios de siglo necesitaban para reconvertir tanta frustración en deseo de futuro. Ese tema es el único fundamento de una fuerza que propició que el ideal romántico de compromiso volviera a alentar en aquellos que ya lo creían extinguido. Acodados en un desvencijado muelle, quienes miraban fluir las aguas de un pasado ideal con ojos melancólicos sucumbieron a la promesa del líder que les hizo creer que timoneaba el gran barco de la Historia y que ésta era la última ocasión en que podrían abordarlo.
Hay un instante emblemático de esa promesa: el momento en el que alguien, para reescribir su propia biografía, ordena que se retire el retrato del Gran Dictador. Fue ésa una orden sin riesgo, que condensa la muerte de la política; a partir de ese momento la política es reemplazada por el rito, y desde entonces lo dicho -y el modo de decirlo- es mucho más importante que lo hecho -y que el modo de hacerlo-: el juego de las imágenes se torna más real que la dureza de la realidad. Desde entonces, la mezcla literalmente letal de descuido por la vida humana, negación de los problemas, desorganización e incapacidad en la gestión del Estado, se expande con normalidad. Ya no importan los muertos en los trenes, como no importará el dolor de sus deudos. Sólo importa cuidar del gran vacío designado como "modelo", "proyecto" y "proceso de transformación": puertas giratorias de una cantina de pueblo por las que entran y salen, sin solución de continuidad, valores y conceptos, aliados y enemigos, principios y negocios. Hombres de fe, creyentes, nostálgicos del Edén, los kirchneristas se cuentan una historia y recurren a la liturgia, al culto y a la iconografía para volver el mundo legible y seguro. Para que la necesidad de creer se convierta en creencia es necesario construir un relato, que es antes teológico que político: la unidad religiosa entre Dios, el hombre y el mundo se metamorfosea en la unidad entre el Estado, el gobierno y el pueblo, que forman así un nexo indisoluble. Un nexo que se funda, como observa Mark Lilla, en la renacida idolatría de la tierra y la sangre, en la histérica obsesión por el pueblo, en la glorificación de la violencia revolucionaria, en el culto de la personalidad. Un nexo que explica el radicalismo ferozmente antipolítico de un movimiento mesiánico que carece de programa, puesto que el objeto de su gesta no consiste en ocuparse de las condiciones de vida material de la sociedad sino del Destino del Pueblo, y que hace del kirchnerismo un fenómeno reaccionario para el cual el futuro se piensa con las categorías del pasado: como un tiempo de redención que marcará el fin de la época oscura nacida con el surgimiento de la democracia liberal, y, peor aún, de las ideas republicanas. De allí la aspiración a una nueva Edad Dorada en la cual el individuo será por fin sustituido por el grupo y la sociedad por el Estado, en el marco de un excepcionalismo argentino que debe ser protegido de la historia por medio del aislamiento y la autopurificación.
Como en toda teología, la promesa fundada en la fe es más importante que la evidencia. Si la vida política gira en torno de la disputa por la autoridad, la vida del movimiento lo hace en torno de la comprensión de los propósitos del líder. Interpretar sus gestos -no sólo sus palabras-, sus estados de ánimo, sus fatigas y sus entusiasmos es el modo de obtener argumentos para dar validez a sus actos, sin interrogar de ningún modo sus intenciones. Al líder, enseñan, no se le habla: se lo escucha.
Que un sistema de creencias religiosas se convierta en una doctrina de la vida política no es nuevo en la historia de Occidente. Que los kirchneristas actúen movidos por la fe no debería, por tanto, sorprendernos. De hecho, una parte de la historia argentina del siglo XX ha estado dominada por movimientos mesiánicos. Con algunos de ellos el kirchnerismo comparte un rasgo que entristece un panorama triste: si los kirchneristas actúan movidos por la fe, sus dirigentes están guiados por el interés. Por el interés más elemental y más terrible: el del poder y el de la riqueza. Si de por sí nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía inflamen las mentes de los hombres provocando pasiones mesiánicas, que esos hombres de fe sean conducidos por los cínicos no provocará otra cosa que ruinas.
Por Alejandro Katz, para La Nación

miércoles, 15 de agosto de 2012

La hora de la simulación.

Es notable, por no decir dramático, el contraste entre el protagonismo creciente de la figura presidencial y la intrascendencia, cada día más acentuada, del ciudadano común. El primero proviene del monopolio insaciable de la palabra. La segunda, de la impotencia que se adueña de quien busca hacerse oír por aquellos que se niegan a escucharlo. Uno responde a la necesidad de acaparar la atención constante y exclusivamente. La otra, a la imposibilidad lisa y llana de ser tomado en consideración.
Como una ola gigantesca que todo lo barre a su paso, la inseguridad golpea con siniestra equidad a los distintos estratos sociales. El crimen ejerce su intendencia en todas las calles del país. Asociado al robo de lo que fuere, goza de un auge sostenido. No conoce el freno de la ley. Su magnitud está hipócritamente subestimada. Quienes tienen la responsabilidad de tomarlo en serio y combatirlo con eficacia acusan del mal a sus adversarios o niegan su relieve. Ese perverso Indec de la delincuencia asegura que no pasa lo que sucede. Los promotores de esa distorsión escalofriante no vacilan en afirmar que tres muertos a tiros no suman más que un contuso ni en rematar su ejercicio de la indignidad argumentando, sin que les tiemble la voz, que hogares y comercios asaltados no conforman una tragedia, sino una sensación.
Esta intrascendencia de la propiedad y de la vida encuentra en la impermeabilidad y en la ineptitud con que el Gobierno la encara el estímulo político que mejor le cuadra para perpetuarse. Una misma bajeza hermana, mediante un enmascaramiento común, a quienes delinquen, roban y matan con aquellos que rapiñan desde el Estado. La deshonestidad y la violencia despliegan su inclemencia en cada contexto con los recursos que les garantizan un mayor rendimiento. Es así como las instituciones que deberían representar al ciudadano terminan respaldando las patrañas de quienes lo desprecian y no buscan más que instrumentarlo.
Es la hora triunfal de la simulación y de la estafa. De la siembra exitosa del miedo por parte de los verdugos. De la cosecha penosa de la desesperación por parte de sus víctimas. Se ha llegado más lejos que nunca en el ejercicio cínico de la burla y en la diseminación del odio y la desesperanza social, desde los días de la crisis desatada a principios de siglo. Hoy los grandes postergados son también los que reclaman que la ley despierte y proceda. Son los que agitan sin desmayo las pancartas que llevan estampados los rostros de sus familiares baleados, violados, saqueados y olvidados. Son los que golpean sin éxito a las puertas de los que tienen el deber de responder y no lo hacen. Son los que no tienen derecho a disponer de lo que es suyo, empezando por sus propias vidas. Son los que desconoce un Gobierno que se niega a pronunciar las palabras que designan los pesares de la hora: inflación, recesión, corrupción, inseguridad, paco, desempleo, ajuste, presión sobre los medios de información independientes, control extorsivo del reclamo federal, robo y muerte, y más robo y más muerte.
La decadencia argentina se ahonda con esta despiadada disociación entre la palabra oficial y los hechos sociales. Los hechos sociales desmienten, con su dolorosa intensidad y el aplazamiento de su comprensión, la suficiencia vergonzosa de esa palabra oficial. Una enfermiza obstinación en el error agrava los desaciertos que pesan sobre todos los argentinos. El Gobierno no puede aprender y sólo se muestra dispuesto a enseñar. Su ciencia es el saber de la intolerancia hacia todo lo que no coincide con su dogma. Ha descubierto hace mucho la rentabilidad política del maniqueísmo. Ha hecho del prejuicio el fundamento de sus razones y el motor de su acción cotidiana. Ha dividido el país entre réprobos y elegidos con la intención premeditada de desunir aún más lo que ya estaba escindido. En la orilla de los condenados, agolpó a los que sólo merecen su desprecio. Al identificar al Estado con los intereses de su gestión ha reducido sus obligaciones al cumplimiento de sus conveniencias. Una democracia sin auténtica sustancia institucional ha hecho del desempeño ministerial un ajetreo de espectros y obsecuentes, y de la oposición un gueto de apestados.
A todo esto hay que adicionarle un problema decisivo. Ese problema agrava la irrelevancia de los desoídos y no es otro que el de la ausencia de liderazgos políticos capaces de potenciar, en una propuesta convergente, la significación política de tanta disconformidad. Por lo menos, el 46% de los votantes manifestó su desacuerdo con este gobierno, en las elecciones presidenciales del año que pasó. Se lamenta muchas veces que ese total no integre un conjunto, un cuerpo homogéneo y no pase de un caleidoscopio de discontinuidades y segmentos. ¿Debería no ser así? No me parece que, por el momento, ello sea indispensable para lograr lo que de inmediato más importa. Y lo que más importa ahora es lograr la incorporación al Parlamento de la fuerza representativa de ese repertorio de voces igualmente persuadidas de la necesidad de poner un límite a la desmesura del oficialismo. De un oficialismo que no acepta acotación alguna; que requiere serlo todo, acaparar todo, agotar en su figura la representación de la nación.
Las elecciones legislativas del año 13 están ya demasiado cerca de nosotros como para que no resalten ante nuestros ojos dos verdades por lo menos. Una de ellas sugiere que el Gobierno no está seguro de volver a ganar. La otra, que las fuerzas opositoras empiezan a persuadirse de que algo en común deben llevar a cabo para afianzar, en el orden legislativo, las raíces populares de una exigencia básica: impedir la reforma constitucional con la que sueña el oficialismo.
Hay que poblar el Parlamento de sensibilidades capaces de coincidir en el intento de acotar la voracidad del partido gobernante. Hoy nada es más urgente que la convergencia inspirada por ese fin principal: desbaratar el proyecto de quienes buscan la extinción del Estado de Derecho. Debe hacerse oír en el Congreso un ¡no! rotundo a ese propósito de introducir en la Constitución las alteraciones que la convierten en un felpudo del poder. La finalidad de la reforma buscada es extender el magisterio del discurso único al campo de la ley fundamental de la nación. Se trata de poner esa ley, ya tantas veces vulnerada, a los pies de un Gobierno que se quiere perpetuar más allá de lo que ella establece. Se trata de hacer olvidar para siempre que son ese gobierno y todos los que lo sucedan los que deben estar al servicio de la ley. Se trata de borrar de la letra el principio obligatorio de la alternancia indispensable entre los que acceden y los que aspiran a acceder a la máxima magistratura. Se trata de poner la necesidad política de dialogar con quienes no se coincide al servicio de la presunta clarividencia de los devotos del monólogo. Se trata, en suma, de eternizar el presente mediante el recurso que permita inmovilizarlo: la subordinación de la Constitución nacional a una voluntad hegemónica que se quiere imperecedera.
Una agenda de prioridades republicanas elaborada en el escenario opositor debe invalidar cualquier intento de discutir hoy eventuales liderazgos partidarios. Hay que terminar con la costumbre de poner el carro delante de los caballos. El año 13 no sólo precede al 15 cronológicamente. Lo precede sustancialmente. Lo que en él ocurra determinará el porvenir del modelo jurídico que aún, si bien maltrecho, sobrevive y en el que aún, si bien a los tumbos, sobrevivimos.
Santiago Kovadloff, para La Nación.

martes, 12 de junio de 2012

Frenar la pasión por la desmesura.

El fracaso del aspirante Reposo a la Procuración General no fue otro que el de la estafa. No logró pasar por quien simulaba ser. Pero la derrota más honda provocada por este fracaso fue la de aquellos que, sabiendo quién era él, aun así lo apoyaron.
¿Por qué procedieron de ese modo? Lo hicieron porque, para el desempeño que se le requería, Reposo no debía contar más que con un único atributo. Ese atributo no demanda solvencia profesional, ni sólida trayectoria intelectual, ni mucho menos independencia de criterio. Ese atributo es el de la disposición a subordinarse sin condiciones a quien promovía su designación; a un poder, por lo tanto, que en incontables ocasiones ha sabido ofertar investiduras a cambio de obediencia irrestricta.
Se diría que la lógica aplicada para hacer de Reposo el candidato al cargo que finalmente no obtuvo manifiesta, una vez más, los atributos espectrales que debe reunir al menos buena parte de los funcionarios seleccionados por el Gobierno. Una vez que acceden a las investiduras que les han sido asignadas destruyen, mediante su insolvencia, el significado que ellas pudieran tener.
Al contrario de lo que William Shakespeare advertía en su momento acerca de la sed ilimitada de poder, hoy la ambición sin escrúpulos no esconde su naturaleza ni disimula su propósito. Estamos en un tiempo de siniestra franqueza en el despliegue de la perversión política. A diferencia de lo que sostiene el rey Duncan en Macbeth, poco antes de ser asesinado por aquel en quien más confía, los rostros ya no enmascaran las más secretas intenciones del alma. Por el contrario, las exhiben casi con ostentación. Es que abunda, también en la Argentina, un ejercicio del poder que deja ver sin pudor la índole siniestra de quienes lo cultivan o, para decirlo de otro modo, de quienes conciben como un derecho la burla de la idoneidad y la ley.
Postulado por Cristina Fernández como candidato para presidir la Procuración General de la Nación, Daniel Reposo es un ejemplo de esa convicción. Pero también lo es -hay que decirlo- de su inusual fracaso. En un brote de integridad invalorable, la mayoría parlamentaria se hizo oír para que la simulación y la estafa esta vez no prosperaran.
Pero, en estos días, el freno impuesto a la desmesura no sólo se hizo presente donde tanta falta hace, es decir en el Parlamento. La disconformidad con el Gobierno volvió a irrumpir en las calles, al son de las cacerolas. Quienes las hicieron retumbar le han dicho al oficialismo que no tiene allanado el camino que busca recorrer para postularse como expresión de la eternidad en la historia.
No se trata de sobrestimar el alcance de la protesta de la clase media ni la envergadura conceptual de su manifestación. Pero su legitimidad es indiscutible y su significado innegable. Las motivaciones que le dieron vida son tan valederas como las de cualquier otro sector social que decide denunciar la arbitrariedad de los que mandan cuando esa arbitrariedad tiene lugar.
La clase media encuentra en el manoseo de sus bolsillos el límite a su proverbial errancia política. Entre los escombros de tantos ideales que alguna vez fueron suyos, el del ahorro sigue en pie. Muchos querrían que fueran otras y más altas las motivaciones sustanciales de su rebelión: principios, digamos; reivindicaciones morales y cívicas de estatura republicana. Que sus manifestantes no esperaran a ver estrangulado su derecho al ahorro para que las calles los volvieran a contar entre los indignados con el autoritarismo oficial. Se supone, cuando tan elevadas razones se reclaman como fundamento de la protesta colectiva, que esa clase media tiene, todavía, un nivel de formación ciudadana como el que la caracterizó en un pasado ya distante. Y no es así. La clase media argentina no es hoy sino la sombra de lo que fue; saldo desvalido de un ayer en el que la educación, el trabajo y la cultura eran, junto con el ahorro, fuerzas promotoras de un perfil social inconfundible y singular incluso en América del Sur. Ese perfil, si no ha terminado de desdibujarse, está a merced de una crisis que lo ha transformado por completo. Por supuesto, nada de ello rebaja la validez de su protesta actual. Pero explica por qué esa protesta encuentra su eje vertebrador en la demanda económica. Otros valores políticamente decisivos, más sutiles y complejos quizá pero no más fundamentales ya no logran articular y desencadenar la protesta pública de la clase media. Los fervores cívicos de 1983 se han disuelto, arrasados ante todo por la catástrofe administrativa del radicalismo en el poder. Si se exceptúa el clamor constante que provoca la inseguridad, la rebelión ante la decadencia de la democracia argentina no despierta un espíritu de protesta colectiva que se haga oír en las calles. Se trata, en suma, de entender que, entre el vaciamiento doctrinario de los partidos opositores y la anémica sensibilidad republicana de la clase media, hay una relación de interdependencia cuyos signos son inocultables.
Lo ocurrido con la protesta campesina de 2008 parecería decir lo contrario. Sin embargo, de los pueblos del interior, laboralmente dependientes de la faena agrícola ganadera, provino muy buena parte del apoyo que en octubre de 2011 consagró como Presidenta a Cristina Fernández de Kirchner. Nadie ignora el porqué. Si el oficialismo no consiguió derrotar parlamentariamente al campo en 2008, sí lo hizo moralmente en las elecciones de la pasada primavera. La abundancia de dinero circulante se le agradeció al Gobierno con abundancia de votos. La memoria y los principios pudieron menos que el bienestar circunstancial.
Hoy el campo vuelve, con justa razón, a expresar su disconformidad con el tratamiento ofensivo que le dispensa la Casa Rosada. Pero no está demás preguntarse qué harían sus votantes de mañana si, hacia 2015, la situación de los productores, en una hipótesis fantasiosa, viera recuperada su lozanía de la mano del oficialismo. Insisto: no se trata de alzar las banderas del repudio al vil metal mientras se enarbolan las de presuntos bienes del espíritu. Se trata, en cambio, de abordar las cosas como son, en la medida de lo posible. Todo ello sin olvidar lo mucho que hace el Gobierno para minar la robustez de sus propios fundamentos.
Shakespeare creía haber aprendido algo esencial con Sófocles, Roma y la sangrienta historia de su país. Ese algo era que la desmesura termina por devorar a quienes la practican. Sus devotos, fatalmente, estallan por implosión. Se quiebran íntimamente a medida que multiplican sus abusos; a medida que se empecinan en confundir lo que febrilmente anhelan con lo viable; a medida que repudian a quienes les aconsejan obrar con prudencia y mejor discernimiento; a medida que desprecian como ficticias las consecuencias de esa peligrosa homologación entre la realidad y el deseo en la que incurren con tanta facilidad.
La Presidenta y quienes celebran como virtud mayor su estrechez de miras en órdenes decisivos para el país no parecen percatarse de la relación que guarda el transcurso del tiempo con la autosuficiencia empecinada. El desgaste, la erosión no afectan el paso de los días, sino esa autosuficiencia. Y más la afectan cuando ella se aferra al poder. Para contrarrestar ese desgaste, el Gobierno, absurda, locamente, embiste contra todos aquellos en los que su credibilidad pública y su estabilidad podrían encontrar respaldo. Al violentar las leyes del equilibrio mínimo indispensable, el oficialismo termina por no hacer otra cosa que emprenderla a palos contra su propia cabeza. "Ir por todo" bien puede terminar significando embestir contra uno mismo.
Volviendo a Shakespeare, vale la pena recordar que Macbeth creía estar avanzando cuando en verdad retrocedía. Enceguecido, acaso secretamente resignado a lo irremediable, le prometía a su turbulento corazón: "A mi propio interés todas las otras causas se someterán. Y si más no avanzase tanto daría volver como ganar la orilla opuesta. Ideas extrañas llenan mi cabeza. Las tomaré en mis manos y las ejecutaré sin detenerme a analizarlas".
Por Santiago Kovadloff, para La Nación

viernes, 8 de junio de 2012

Una teatral renuncia al dólar.

Hace unos días, Aníbal Fernández, interrogado respecto de qué pensaba hacer con sus dólares, contestó muy suelto de cuerpo: "Tampoco soy un tarado que tengo que salir a venderlos, golpeándome el pecho con un falso patrioterismo y perdiendo guita. Yo no tengo por qué perder dinero".
Puede que estas palabras hayan influido en Cristina Kirchner tanto o más que la campaña moralista de Víctor Hugo Morales contra la tentación verde para convencerla de la necesidad de dar el ejemplo y desprenderse de "unos dólares", tres millones para ser precisos (según ella, los únicos ahorros que tiene en esa moneda), e invitar a sus funcionarios a imitarla. Gobernar con el ejemplo ha sido un recurso que, con mayor o menor suerte y coherencia, han usado todo tipo de gobiernos, desde los más autoritarios y salvajes hasta los más democráticos y republicanos. Da el ejemplo, sin ir más lejos, el presidente uruguayo, Pepe Mujica, cuando se monta en su motoneta en vez de usar los autos oficiales, y también lo hacía Mao al conservar, en público al menos, el atuendo y los modos austeros de la vida campesina china. ¿Qué es lo peculiar de la ejemplaridad cristinista? ¿A cuál de esos modelos se parece más? Lo primero que advertimos es que, en sus discursos, ponerse a sí misma de ejemplo ha sido algo habitual, casi obsesivo: estamos ya acostumbrados a que la Presidenta haga referencias a su persona, su historia, sus experiencias y sus aprendizajes personales y familiares en los más diversos terrenos, para justificar las más variadas decisiones.
Se trata de un hábito que algunos podrán considerar molesto, pero que ofrece evidentes ventajas comunicacionales: infinidad de periodistas y personalidades del espectáculo lo utilizan con éxito para humanizarse y "estar cerca" de la audiencia. ¿Por qué reprocharle a Cristina que los imite?
Es más novedoso, en cambio, el recurso a dar ejemplos prácticos, con acciones de los gobernantes que los gobernados, en particular los pudientes, deberían imitar "por el bien de todos". Un primer experimento de este tipo fue la campaña de renuncia a los subsidios lanzada a comienzos de este año: igual que ahora con los activos dolarizados, se invitó a los "ricos" a no ser egoístas y a resignar voluntariamente un "beneficio inmerecido", para que el Estado pudiera seguir ofreciéndolo a quienes sí lo necesitaban, invitación que se reforzó con una lista de funcionarios altruistas encabezada, igual que ahora, por la Presidenta.
¿Cuál es el objetivo que se persigue con estos renunciamientos? Ante todo, al dar el ejemplo, igual que en sus discursos pero con más fuerza pues se trata ahora de la vida real y concreta, la Presidenta y su gente se desprenden de su rol de funcionarios y de los signos de su poder para presentarse como personas iguales al resto, o mejor aún, personas ejemplares, mejores porque se sacrifican y defienden a los débiles frente a los poderosos.
Además, ellos vienen a ser y ofrecer la solución a los problemas, por lo que no deberían ser considerados sus causantes, que deben estar en otro lado, seguramente entre quienes se niegan a seguir su ejemplo. Lo más interesante del caso es que incluso quienes se resistan a creer en la sinceridad de estos gestos, o a imitarlos, pueden ayudar a validarlos. La renuncia presidencial a los subsidios, recordemos, desató una intensa discusión respecto de si había o no que imitarla y sobre la mala espina de quienes no lo hacían, que volvió en alguna medida abstracto, arqueológico, el debate respecto de lo absurda e injusta que fuera su decisión de destinar durante años enormes partidas de presupuesto a esa finalidad. Lo mismo se podría lograr ahora: muchos se ocuparán de señalar que debió vender sus dólares antes, no debió comprarlos, o le pedirán que muestre los comprobantes de la venta, mientras que otros se identificarán más bien con el pobre Aníbal, y temiendo que también les toque ponerse un bonete y pasearse en público con él, callarán avergonzados.
El carácter manipulatorio de la ejemplaridad cristinista la coloca, en suma, bastante más cerca del modelo maoísta, no por nada afecto al uso de bonetes, señalamientos y otros instrumentos de humillación, que del republicano. Cristina no quiere por nada del mundo ser vista como la presidenta del 25-30% de inflación, una gobernante que no quiere, no puede o no sabe cómo defender el valor de su moneda, así que construye para sí una vía de escape. ¿Y qué mejor modo de escapar de un gran error que confesar uno mucho menor? A través de la expiación del pecado de haber acumulado dólares, podrá cargarse de la inocencia de todo buen argentino para volver a la carga desde ese púlpito moral contra los viciosos incorregibles que especulan y "nos perjudican a todos". Bajo el lente de semejante relato moral será imposible discutir técnica y razonablemente sus decisiones económicas, su eficacia y sustentabilidad: no hay algo así como una "política monetaria", sino "actitudes cambiarias", las de los buenos argentinos y las de los malos.
¿Logrará la Presidenta ser imitada? Seguramente, no. Pero, por lo que dijimos, no necesita de eso para que su gesto sea eficaz en lo que más le importa. Ni siquiera precisa para eso de un acompañamiento consistente de decisiones gubernamentales al respecto: ¿quién se acuerda del escasísimo resultado de los listados de renuncia voluntaria a los subsidios? ¿Quién, de la suspensión sin aviso ni explicación del recorte de esos subsidios a poco de iniciado? Lo que el Gobierno podrá decir cuando se lo reprochen es que Cristina quiso convencer a los ricos de comportarse solidariamente y no le hicieron caso. Con el dólar, las chances de lograr acompañamiento son aún más escasas, pero eso no es lo que realmente desvela al Gobierno: ya nadie duda de que nos internamos en una crisis grave, de seguro más prolongada que la de 2009, ante la cual el kirchnerismo hace lo de siempre: más que buscar soluciones busca culpables. Y, dado que la inflación afectará los ingresos en mayor medida que en 2009 y el oficialismo no podrá evitar alimentarla con más devaluación, más presión fiscal y otras joyitas, es razonable que busque esos culpables entre quienes se refugian en el dólar para escapar del impuesto inflacionario. En estas circunstancias, ¿qué mejor que mostrar que la Presidenta está dispuesta a "ir por todo" y sacrificarse, no sólo tirando por la borda a los ex socios y funcionarios de su marido, sino también dilapidando al menos una porción de la riqueza por él acumulada?
Aunque no sea imitada, ¿será perdonada? Es cierto que entre nosotros, salvo el fracaso, parece a veces que se perdona cualquier cosa. Pero hay que diferenciar la licencia pasajera de la evaluación más reposada y perdurable que hace la sociedad de sus gobiernos. Como ha explicado Eduardo Fidanza, el kirchnerismo nos ha ofrecido, a algunos a manos llenas, bienes privados, pero viene acumulando desde su origen déficits crecientes en los llamados bienes públicos: no logra producirlos ni administrarlos, y depreda y por tanto agota los que recibió en herencia. Este tipo de bienes, entre los que se cuenta la moneda (así como la seguridad, la justicia, la infraestructura) se producen gracias a la cooperación social, que en algunos casos puede resultar de la interacción más o menos espontánea en el mercado, pero siempre necesita en alguna medida de instituciones, y en particular de una fundamental, el Estado.
La especulación, cambiaria o de otro tipo, es aquí y en cualquier otro lado del mundo una respuesta racional al fracaso de la cooperación, no el fruto de una perversión o vicio moral. No tiene mayor sentido, por eso, combatirla con el ejemplo: se requiere de instituciones sólidas y mercados competitivos, los dos grandes perdedores del ciclo kirchnerista. Cristina podrá de todos modos tener su pequeña victoria moral y decir, como aquel ministro de Economía de Alfonsín en medio de la hiperinflación, "les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo". Aunque, al final de la partida, difícilmente eso le alcance para escapar de sus responsabilidades de ocho años de gobierno.

Por Marcos Novaro, para La Nación