jueves, 1 de febrero de 2007

De la excepcionalidad permanente a la democracia plebiscitaria.

Desde hace más de una década, la institucionalidad republicana argentina transita por un estado de “excepcionalidad permanente”, proceso que, lejos de revertirse, amenaza con asumir un carácter estructural a partir de la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia –DNU- y la reforma del Artículo 37 de la Ley 24.156 de Administración Financiera del Estado.
Ambas iniciativas avanzaron en el mismo sentido y retroalimentaron su objetivo: acentuar la concentración de poder en el Ejecutivo en detrimento del Congreso de la Nación, avanzando peligrosamente sobre los equilibrios y contrapesos que determinan la calidad republicana de nuestro sistema de gobierno democrático.
En lo que se refiere a los decretos de necesidad y urgencia, la reforma constitucional de 1994, en su artículo 99, incorporó esta herramienta, pero sólo "cuando circunstancias excepcionales hicieren imposible seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución" para el dictado de leyes. Sin embargo, pasaron 12 años sin que las mayorías legislativas de ambas cámaras se abocaran a su reglamentación, permitiendo así que los sucesivos gobiernos hicieran uso y abuso de los DNU.
El proyecto sancionado recientemente vino a cubrir este hueco institucional, pero, como no podía ser de otra manera viniendo desde el Gobierno, preservando y aumentando las facultades del Poder Ejecutivo. A partir de ahora, el Presidente en ejercicio podrá seguir abusando de los DNU, ya que los mismos tienen garantizada su vigencia indefinida en la medida que no sean rechazados por ambas cámaras.
En lo que a la reforma del Artículo 37 de la Ley de Administración Financiera respecta, a partir de la iniciativa oficial, el jefe de Gabinete adquirirá amplias atribuciones para modificar el presupuesto, para cambiar gastos corrientes y de capital, y para modificar la distribución de las partidas. De acuerdo al proyecto del Gobierno, al Congreso sólo le quedará definir el monto total del presupuesto y del endeudamiento; todo lo demás, quedará dentro de las facultades del Jefe de Gabinete, quien podrá favorecer o perjudicar a áreas, sectores o jurisdicciones con absoluta discrecionalidad.
Si bien desde 1997 en adelante los diferentes gobiernos requirieron las prerrogativas para reasignar partidas, éstas siempre fueron aprobadas por el Congreso con carácter excepcional y con fecha de vencimiento. El Artículo 29 de la Constitución Nacional es bien claro al respecto cuando señala que el Congreso no puede concederle al Poder Ejecutivo Nacional facultades extraordinarias ni la suma del poder público, porque esos actos serán portadores de una nulidad insalvable y convertirán a quienes los formulen en infames traidores a la patria. También es muy claro su Artículo 76 cuando prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo, salvo en materias determinadas de administración o de emergencia públicas pero con plazo fijado para su ejercicio.
Transformar facultades delegadas excepcionalmente y con plazo de vencimiento establecido en atribuciones permanentes, comporta una flagrante violación al espíritu de la reforma constitucional de 1994, cuyo objetivo fundamental fue precisamente limitar y controlar el presidencialismo. Sin embargo, a lo largo de estos años, los mecanismos diseñados a tal efecto por dicha reforma resultaron ignorados o tergiversados de manera que hoy el Presidente acumula aún más poderes, facultades y atribuciones que antes.
La sanción ficta de los DNU recientemente sancionada y los superpoderes permanentes al Jefe de Gabinete vienen a incrementar peligrosamente las facultades del Ejecutivo para legislar y modificar de forma unilateral las prioridades de gasto público que el Congreso define en la ley de presupuesto, acrecentando las ya de por sí enormes cuotas de poder político, institucional y material que la Constitución Nacional le otorga al Presidente. Esto comporta una grave vulneración del equilibrio entre los tres poderes del Estado, que constituye la esencia misma del sistema republicano de gobierno.
Enfrentamos una lógica de construcción política de origen democrático, pero de un claro, profundo y evidente antirrepublicanismo. En esa lógica se pone de manifiesto, de manera categórica, la pretensión de limitar las facultades del Congreso para administrar con menor transparencia y mayor discrecionalidad los recursos públicos.
Durante el 2005, entre la delegación de poderes y los DNU, el Gobierno modificó en más del 20% el gasto total del Presupuesto, por un total de 17.248 millones de pesos. Queda claro entonces que la ofensiva institucional no es inocente, porque con poder y monopolio absoluto para recaudar y administrar los recursos públicos, se facilita y fortalece la capacidad del Gobierno para la cooptación y extorsión de actores políticos y sociales, tarea que el propio Presidente lleva personalmente adelante con sádica obscenidad.
Por eso planteamos que este estado de “excepcionalidad permanente” está mutando institucionalmente en un modelo de “democracia plebiscitaria”, a una democracia de carácter meramente instrumental y restringida a la competencia por el liderazgo, en la cual las instituciones tienen escasa relevancia y los líderes constituyen el eje del proceso político.
De acuerdo a esta matriz de pensamiento –que algunos caracterizan como “decisionista”-, los liderazgos son elegidos precisamente para decidir, incluso sobre qué temas se tomarán decisiones, y como tales, deben estar libres de controles tanto verticales como horizontales. Sobre esta base, el Presidente entiende que al haber ganado una elección se encuentra autorizado a gobernar el país como le parezca más conveniente, ya que la misma constituyó un plebiscito a su gestión.
Para quienes abrevamos en una matriz de pensamiento republicana y democrática basada en la división de poderes, el Congreso de la Nación constituye el ámbito por excelencia para argumentar, deliberar y decidir acerca de los temas de interés público, y sobre todo en las cuestiones presupuestarias que tanto afectan a las provincias, y en esa tarea no puede ni debe ser reemplazado por ningún otro poder.
Con esta contrarreforma institucional estamos dando un paso más hacia el absolutismo presidencial, degradando la calidad institucional y eliminando restricciones, contrapesos y controles mutuos entre los poderes constituyentes de la república. Estamos en presencia de una concentración creciente de la soberanía popular en el Ejecutivo, lo que significa una regresión histórica imperdonable.
Los problemas argentinos no se solucionan a través de decretos de necesidad y urgencia ni con administración discrecional y poco transparente de los recursos. Por el contrario, requieren del funcionamiento pleno de la democracia y el estado de derecho, de una participación auténticamente plural de todos los sectores políticos y sociales del país, sin visiones hegemónicas, sin falsas antinomias, sin exclusiones. En definitiva, con mayor y mejor institucionalidad republicana en la definición de los consensos básicos que nos proyecten como país al futuro.
Damián Vaudagna