jueves, 25 de octubre de 2012

Peronismo para todos y todas.

A lo largo de los 30 años de la restauración democrática hemos asistido a un fenómeno político de gran relevancia, el fin de la ley de hierro de la competencia electoral en la Argentina según la cual, en elecciones libres, el ganador natural del premio mayor, la presidencia, debía ser el peronismo. En 1983 primero y, después en 1999, a la hora de contar los votos el peronismo debió admitir su derrota. Estos dos episodios mostraron que el polo político no peronista podía imponerse en las urnas y acceder al gobierno. Ésta fue una constatación auspiciosa para la salud de la convivencia democrática. Ahora bien, si extendemos la mirada constatamos también otro fenómeno político: los presidentes electos por obra de la derrota del peronismo no lograron concluir sus mandatos. Para decirlo de otro modo: el polo no peronista pudo reunir los votos necesarios para acceder a la presidencia, pero no pudo reunir, en las circunstancias en que debió actuar, la capacidad de gobierno para mantenerse en ella y eventualmente para aspirar a un nuevo mandato.
A fin de colocar en contexto las vicisitudes del polo no peronista quiero evocar, siguiendo una referencia hecha por Javier Zelaznik, el patrón de funcionamiento que caracteriza al sistema político de Suecia. Allí tenemos que un partido -la socialdemocracia- gana y gobierna durante varios períodos consecutivos gracias a la fragmentación de la oposición, hasta que arriba a una contienda electoral en la que es derrotado por una coalición de partidos rivales; ocurre, sin embargo, que esta coalición sólo consigue gobernar un período, al cabo del cual el partido predominante revalida sus credenciales y retoma el poder. En esta dinámica política la coalición opositora sólo está en condiciones de ofrecer un gobierno de transición entre uno y otro ciclo del partido predominante en el poder. Esto es, no logra ofrecer un gobierno de alternativa capaz de establecer una nueva trayectoria o, para decirlo con la fórmula que ya utilizamos, consigue llegar al gobierno, pero no consigue ser re-elegida y de este modo quebrar la duradera vigencia del partido predominante.
Esta clave de lectura captura a mi juicio bastante bien los avatares de la vida política argentina. Las victorias electorales del polo no peronista se han parecido mucho, como ha señalado Andrés Malamud, a los años sabáticos que se toma de tanto en tanto el polo peronista para reordenar su tropa y reemerger cohesionado bajo la conducción de nuevos liderazgos y con nuevas ofertas políticas en sintonía con los nuevos tiempos.
A partir de estas premisas, quisiera ahora abordar la coyuntura política más reciente. El punto de partida lo brinda el resultado de las elecciones presidenciales de 2011 . Ese resultado fue portador de una importante información. Me refiero a los 37 puntos de diferencia que distanciaron la victoria de la presidenta Cristina Fernández de la candidatura más votada entre las agrupaciones del polo no peronista. Esa formidable brecha puso de manifiesto el rasgo distintivo del panorama político actual, más concretamente, la pérdida de competitividad del sistema de partidos. Esta pérdida de competitividad, ha destacado Ana María Mustapic, tiene un gran impacto sobre el ejercicio del poder gubernamental. Un sistema de partidos competitivo presupone la expectativa de una alternancia en el timón del gobierno, y esa expectativa tiende a operar como un factor de moderación entre los ocupantes del poder. Hoy en día esos 37 puntos de diferencia a que aludimos hablan bien a las claras de que no hay rivales a la vista, es decir, no hay una oposición en condiciones de desafiar el actual predominio del polo peronista sobre el mercado político-electoral. Por lo tanto, no existen o son muy débiles las barreras de contención política a la gestión del poder por el partido gobernante.
Circunstancias como éstas contribuyen a recrear un fenómeno conocido en la historia política del país: el peronismo en el gobierno tiende a comportarse como un sistema político en sí mismo, es decir, a actuar simultáneamente como el oficialismo y la principal oposición. Dos son los factores que suelen promover esta dialéctica política. El primero de ellos es la amplitud y, por lo tanto, la diversidad de los apoyos que reúne como coalición de gobierno. La gravitación de este factor fue ostensible durante la administración del presidente Menem. Una vez en el gobierno, Menem supo hacer un viraje hacia el mundo de los negocios y las políticas de mercado sin perder por ello el respaldo de las bases tradicionales del peronismo. El costo de ese virtuosismo político es conocido: las principales tribulaciones por las que pasaron sus iniciativas le fueron ocasionadas por sus partidarios en el Congreso, en las provincias, en el sindicalismo, que se comportaron efectivamente como la principal oposición. En términos comparativos, la incidencia de este primer factor ha sido claramente menos importante durante la gestión del matrimonio Kirchner. Su coalición de gobierno no ha sido tan amplia como la que montó Menem; en consecuencia, no se caracteriza por tanta heterogeneidad de intereses ni tanto contraste de visiones. Además, el giro antinoventista emprendido a partir de 2003 ha estado más sintonizado con intereses y visiones típicamente peronistas, como el estatismo, el proteccionismo, la beneficencia social. De allí que las políticas públicas no hayan sido, como en los años de Menem, un terreno de conflictos.
El segundo factor que activa el contrapunto oficialismo/oposición cuando el polo peronista gobierna en su condición de partido predominante es la falta de reglas consensuadas para dirimir los problemas de sucesión en el liderazgo y, por ende, en el control del poder. La repercusión de esta ausencia fue visible en el trámite traumático del conflicto que opuso las aspiraciones rivales del presidente Menem y de Eduardo Duhalde, que se postulaba como su sucesor. Conocemos el desenlace: Duhalde frustró las ambiciones re-eleccionistas de Menem, pero no pudo evitar terminar siendo arrastrado él también por las secuelas de la disputa. Al final de cuentas, el polo peronista experimentó en las urnas una derrota autoinfligida por la división de sus partidarios. ¿Qué decir de los años kirchneristas cuando los observamos desde esta perspectiva? Que esta fuente de la dialéctica oficialismo/oposición está de nuevo productiva, como lo están mostrando las reacciones encontradas que suscita en las filas del peronismo la pretensión apenas encubierta de Cristina Kirchner de extender su mandato presidencial.
Si bien es tributario de su débil institucionalización como organización partidaria, el conflicto en ciernes que conmueve al polo peronista tiene en las presentes circunstancias un perfil novedoso porque se está procesando sobre el telón de fondo de un proyecto ambicioso, la construcción de un posperonismo. En 2005 Néstor Kirchner declaró que a su juicio el ciclo histórico del peronismo tal como lo conocíamos estaba agotado. Ese veredicto recogía su inspiración del cuestionamiento de la izquierda peronista de corte setentista a "las formas tradicionales de hacer política" encarnadas en los jefes territoriales del partido y en los cuadros de la burocracia sindical. La cruzada regeneracionista de Kirchner, que alumbró la operación de la transversalidad y suscitó grandes expectativas entre los sobrevivientes de la experiencia del Frepaso, tropezó con un costo de oportunidad: no se puede gobernar y transformar al mismo tiempo la herramienta principal de gobierno como es el partido gobernante. De allí que a poco de andar fuera sustituida por una salida pragmática: la tregua con los apoyos partidarios alojados en los gobiernos de provincia, en la Legislatura, en los aparatos sindicales.
Luego de la rotunda victoria de 2011, el proyecto original ha retornado con fuerza, como lo muestra la búsqueda por parte de la Presidenta de respaldos menos dependientes de la estigmatizada máquina política del "pejotismo". Rodeada de movimientos piqueteros afines, de los jóvenes de La Cámpora, del séquito de la izquierda peronista, Cristina está apretando el paso tras la continuidad de su gestión. En su marcha está haciendo surgir a la luz grietas crecientes dentro del polo peronista. Para las jerarquías tradicionales del movimiento la reelección de la Presidenta o, en su defecto, el encumbramiento de quienes la acompañan, sólo promete cuatro años más de asedio a sus bastiones territoriales y, con ellos, la perspectiva aciaga de ser marginados de la vida política. Éste es el escenario en que se está reponiendo la dialéctica oficialismo/oposición dentro del movimiento creado por Perón, recubierta ahora por los pliegues de la pugna entre peronismo y posperonismo. Es posible que un observador externo a esa pugna encuentre difícil explicar la aspereza de unos enfrentamientos que se despliegan sin freno por la ausencia de una oposición competitiva. Quienes están involucrados en ellos no padecen esa miopía, tan propia del sentido común no peronista, porque saben que disputan por un trofeo mayor: la hegemonía sobre el principal partido nacional del país y, en ese carácter, un recurso estratégico para definir el derrotero del futuro político de la Argentina.

Por Juan Carlos Torre, para La Nación

miércoles, 3 de octubre de 2012

La dramática encrucijada de la oposición.

El problema de la creación de un nuevo sentido para la acción política está en el centro de los desafíos que enfrenta la oposición. Por creación de un nuevo sentido entiendo la aptitud que puedan demostrar las dirigencias partidarias para persuadir a su electorado eventual de que han comprendido qué valores privilegiar y cómo proceder para restaurar y asegurar la vigencia de la democracia republicana.
La cuestión de fondo , en consecuencia, no tiene que ver con la economía. Tiene que ver con la justicia. Se trata de verificar si se sabe ganar credibilidad social mediante el compromiso de reconstruir la supremacía de la ley sobre el poder. Si tal cosa no ocurriera, si no se lograra despertar la confianza pública en la palabra de esas dirigencias opositoras, la frustración colectiva sellará con su rechazo la ineptitud para generar un frente alternativo al oficialista.
En estos nueve años de gobierno, el Frente para la Victoria ha llevado a cabo una labor incomparable en lo que hace a la manipulación de la ley. La ha subordinado una y otra vez a sus necesidades. Ha hecho de lo textual algo pretextual. Se ha burlado de lo que la ley exige y ha velado con un manto de impunidad hasta ahora invulnerable a quienes se han beneficiado con semejante caudal de transgresiones.
En buena medida, la pronunciada pérdida de relieve que tanto desdibuja a las dirigencias opositoras proviene de su sostenida ineficacia para desbaratar ese procedimiento perverso. Más aún: de su incapacidad probada para negar su apoyo a iniciativas mediante las cuales el Frente para la Victoria enmascara su incansable voluntad transgresora presentándose en lo formal como un gendarme de la Constitución. No hubo pues, en quienes deberían haberla tenido, la intransigencia indispensable. Hubo complicidad.
Hay que reconocer, sin embargo, que, a medida que el oficialismo se consolidaba en ese ejercicio tan osado como nefasto del poder, fueron apareciendo algunas figuras, surgidas del colapso opositor que siguió al derrumbe de principios de siglo. Ellas fueron capaces de pronunciarse frontal y valientemente acerca de lo que ocurría. Elisa Carrió supo ser la voz cautivante de esa intransigencia. Pero tras recorrer un camino de vertiginoso ascenso en la aceptación social, Carrió fue perdiendo, días tras día, su ascendiente. Finalmente, la intranscendencia en la predilección de los votantes remató, en 2011, su caída.
Para explicar esa dramática parábola no bastan los argumentos económicos. Hay otras causas. No es menor ni mucho menos la que señala que la propia Carrió alentó su pérdida de protagonismo. ¿Cómo? Dando muestras de una autosuficiencia de intención visionaria que dañó irreparablemente la potencia combativa de su ética ejemplar. La admiración inicial que logró despertar y que la llevó a conquistar un liderazgo tan descollante como esperanzador fue cediendo ante una desconfianza creciente, promoviendo distanciamientos y fracturas, convirtiéndose en desencanto. Sembrando, en suma, una decepción equivalente a la que, en las clases medias y no sólo en ellas, hoy empaña la figura de la Presidenta allí donde, hasta ayer, la jactancia que la distingue y la intolerancia autocrática con que ejerce sus funciones no parecían afectar su popularidad; una popularidad más relevante que el caudal de problemas y conflictos acarreados al país por el cúmulo de desaciertos que han ido sumiendo a la Argentina, progresivamente, en una crisis institucional, financiera, económica y política. Nadie puede saber qué ocurrirá a partir de aquí. Pero es evidente que ya no ocurre lo que hasta ahora sucedía.
Cuando Elisa Carrió perdió abrumadoramente las elecciones presidenciales del año pasado, se enojó con quienes, a su entender, deberían haberla votado y no lo hicieron. Los acusó de optar por una oposición débil en lugar de una fuerte. No pudo reflexionar, autocríticamente, sobre su propia debilidad. Sobre la forma en que ella misma vulneró la fortaleza de su imagen en el sentimiento y en el entendimiento de aquellos que la seguían. De haberlo hecho y, sobre todo, de haberlo hecho a tiempo cuando tantos, entre quienes la rodeaban, se lo pedían, tal vez, hubiera logrado torcer el curso de los acontecimientos.
También la Presidenta está enojada. Su indignación no para de crecer ante la resistencia que le ofrece un amplísimo sector social harto de sus arbitrariedades, de la violencia verbal de varios de sus voceros, de su tergiversación de los hechos y de sus graves errores no reconocidos. Ese enojo no retrocede, sino que redobla su embestida ante los efectos que provoca un discurso que ofende, por su tono y su forma, y no sólo por su fondo, la inteligencia y la sensibilidad de sus oyentes. Ese enojo irrefrenable la ciega y la impulsa a abroquelarse en una obstinación que ya no disimula la impaciencia y el desprecio que le inspiran quienes no coinciden con ella.
Pero el hartazgo social que provoca su incontenible necesidad de avasallar todo límite, toda barrera que afecte el despliegue de su omnipotencia, no ha encontrado hasta el momento una voz opositora más poderosa que la del estruendo callejero. Un estruendo tan auténtico como insuficiente para hacer de la protesta cívica un proyecto político. Es en este punto donde esa orfandad de liderazgos invita a preguntarse por el porvenir de las fuerzas opositoras. Por su posibilidad de aprender de la experiencia. Por la vitalidad de su imaginación. Por la profundidad de su lectura de los hechos sociales. Por su capacidad para encauzar hacia un escenario democráticamente representativo lo que hasta ese momento sólo es, más allá de su estridente elocuencia, un terreno donde no prospera sino la democracia directa.
Nos equivocaríamos si creyéramos que los cacerolazos están dirigidos únicamente contra el Gobierno. Son, igualmente, un contundente reclamo a la oposición. Se le exige idoneidad para representar a quienes las hacen sonar. Al pronunciarse ante todo por la defensa de la Constitución, la gente que protesta pide, implícitamente, la reconstrucción de los partidos políticos. En ellos ve una condición necesaria de la supervivencia democrática. Pero reconstrucción no quiere decir resucitar a los muertos ni dar vida a un golem. Significa algo más esencial, algo infinitamente más profundo. La reconstrucción de los partidos políticos implica saber mostrarse como quienes han aprendido del propio despedazamiento y de la propia derrota. Haber aprendido de la irrelevancia en la que los propios desaciertos, la propia miopía, la propia incultura política hicieron zozobrar, en un mar de senilidad, propuestas que de no haber tenido efectos sociales dramáticos hubieran sido risibles.
En las elecciones de 2011, no hubo segundos ni terceros significativos. No hubo nadie, quiero decir, que se situara, en sentido estricto, detrás de la ganadora. Sí hubo varios millones de ciudadanos que, no coincidiendo con ella, no supieron coincidir entre sí para forjar una alternativa fuerte y no un sinnúmero de fragmentos sin potencia electoral. Esto es, justamente, lo que no debería volver a ocurrir.
Ese aprendizaje, si pudiera producirse, generaría, ante las elecciones legislativas del año 13, una oportunidad innovadora. Daría forma a una convergencia de voluntades nacida de la conciencia de una necesidad primordial; la necesidad de poner un límite contundente al desenfreno oficialista. La necesidad de que la ley vuelva a perfilarse como capaz de acotar el poder. Y junto a esa necesidad, sustentándola, la posibilidad de que los representantes de la oposición muestren y se muestren como dirigentes capaces de deponer el narcisismo de las pequeñas diferencias en favor de un frente dispuesto a rescatar la república.
Los liderazgos imprescindibles para 2015 nacerán consistentes si provienen de ese primer gesto cívico superior que reclaman las elecciones legislativas venideras. De no ser así, volverán a oírse las cacerolas, pero ya no habrá quien las escuche. El Gobierno no lo hará porque se sabrá sin opositores que lo comprometan. Los opositores, porque una vez más habrán caído en la ciénaga de su pequeñez.

Por Santiago Kovadloff, para La Nación