martes, 18 de agosto de 2009

Cómo se puede garantizar la salida de la pobreza.

Así como en los períodos de crecimiento económico se suele olvidar que hay muchos pobres en el recibidor, los tiempos recesivos como los actuales los reponen en la vidriera y generan debates que giran principalmente alrededor de la magnitud de la pobreza, discusión que se hace más álgida en nuestro caso dada la ausencia de estadísticas oficiales confiables.
A este problema de medición se suman otros de conceptualización ya que existen diversas definiciones de pobreza; las hay simples, para las que es pobre aquel individuo o familia que gana menos de cierta cantidad de dinero o complejas, que incluyen hasta la incapacidad de participación política y social. Dentro de esta variedad conceptual existe una noción que me parece adecuada al propósito de esta nota y que sostiene que la pobreza es privación de ciertos consumos que se consideran básicos para una vida propiamente humana. Estos son básicamente: una alimentación que reúna los requisitos calóricos y proteicos necesarios para la vida; un lugar no precario para habitar que constituya el ámbito íntimo y el refugio frente a las inclemencias del tiempo; educación y atención a la salud; acceso a agua potable y saneamiento básico; enseres y mobiliarios; fuentes de energía que permitan preparar los alimentos y dotar de calefacción e iluminación al hogar; vestimenta y calzado; transporte; acceso a canales de información y comunicación; recreación.
Para erradicar la pobreza entonces, el consumo de individuos y familias no podría ser menor al indicado y constituyen el núcleo duro de necesidades cuya satisfacción debería constituir el objetivo central de la política pública. ¿Cómo garantizar este consumo básico? A través de políticas económicas que dinamicen la inserción de los adultos en el mercado de trabajo en condiciones dignas y de políticas sociales que provean ingresos por un lado y brinden servicios, por el otro.
Respecto de este último instrumento, las políticas sociales, deben existir transferencias de ingresos sin condiciones para aquellos que no pueden ni deben insertarse en el mercado de trabajo: los ancianos, por haber ya participado en él y los niños, por estar preparándose para ello. Y para la población adulta desocupada, en cambio, debe existir un ingreso condicionado a desarrollar actividades que promuevan sus capacidades (adquirir mayores conocimientos), signifiquen un aporte productivo o sean actividades útiles y relevantes para el individuo que la realiza y la comunidad donde se realiza.
Esta política social de transferencia de ingresos debe estar complementada con servicios públicamente financiados. En primer lugar me refiero a la educación, que debe alcanzar el nivel medio completo no sólo para los niños sino también para los adultos, especialmente si son jóvenes. En segundo lugar los servicios de atención a la salud con fuerte énfasis preventivo; la provisión de agua potable y redes de saneamiento básico son un componente importantísimo de una política sanitaria adecuada. En tercer lugar, el desarrollo de una política habitacional que erradique la vivienda precaria. Por último, es necesario poner en práctica una tarifa social, esto es, el subsidio para los sectores socialmente más vulnerables de un nivel básico de energía, acceso a la comunicación y transporte. Las políticas sociales de ingresos y servicios que propongo destinadas a garantizar un consumo básico constituyen un todo que no admite tratamiento parcial.
No se trata de actos de caridad destinados a dar respuesta a tal o cual carencia, por más que estos actos sean legítimos. Ello quiere decir que programas que provean alimentación pero no abrigo, vestimentas pero no iluminación, vivienda pero sin acceso a la educación o la salud no contribuyen a asegurar aquel consumo básico que está en la base de una sociedad civilizada. En consecuencia las políticas deben estar integradas. No sostengo que lo propuesto resuelva los problemas de desigualdad que exhibe nuestra sociedad. Pero sí afirmo que puede asegurar un nivel básico de bienestar para todos nuestros ciudadanos.
Una sociedad como la nuestra, cuyo sector público gasta 60.000 millones de dólares anuales (20% del PBI) en políticas sociales, no debería tener mayores problemas en abordar una estrategia de consumo básico. Más que recursos adicionales para este fin, se precisa de una importante reformulación de los actuales destinos de los recursos públicos, esto es, repensar la política social.
El problema no está en los recursos y sí en el grado de compromiso de las elites argentinas para lograrlo. Para empezar, en estos últimos meses ha avanzado la aceptación de la idea de extender la asignación familiar a los hijos de los trabajadores informales. Sin duda sería un avance parcial, pero muy importante en la dirección que apuntamos. Y como este beneficio tendría el mismo carácter que la actual asignación familiar que le corresponde al trabajador por propio derecho y no por la voluntad de alguien que puede otorgarla y quitarla, al mismo tiempo que ayudar en el combate a la pobreza lo haría también con el clientelismo político.
Sería muy importante que el Gobierno nacional lleve a cabo una iniciativa como la señalada y evite en un futuro cercano confesar que quedó preso de la "vieja política social".
Aunque frente a una eventual sordera oficial, el Congreso de la Nación siempre tiene la palabra.
Aldo Isuani
Sociólogo, Investigador del CONICET