jueves, 1 de diciembre de 2011

Los mitos de Kirchner y Alfonsín.

La enumeración de los mitos de la historia argentina, aún antes de haber definido con cierta precisión el objeto nombrado, surge casi como un acto reflejo: están los mitos contrapuestos, en los que la simpatía por uno existe en la medida de la negación de su contrario, como unitarios/federales o Sarmiento/los caudillos; por otra parte, podría hablarse de un mito positivo, el de la saga de los inmigrantes llegados al país que, con austeridad y trabajo, contribuyeron a levantar una nación que se situó "entre las más prometedoras" del orbe. Después, hay otros mitos estrictamente personales, como los de Carlos Gardel, Juan Domingo Perón y Evita. También hay mitos vivientes que es innecesario citar.
Se sabe que los mitos se construyen para permanecer a lo largo del tiempo, que crean su propia necesidad social, que son tranquilizadores o revulsivos, aunque no tengan por finalidad reflejar la rigurosa verdad de los acontecimientos. A esto último procura acercarse la historia misma, con otros instrumentos: la investigación, el uso atinado de documentos y testimonios, la búsqueda de la objetividad, por más que le siga costando responder a la pregunta central: ¿los hechos son los hechos o la interpretación de los hechos?
Si buscamos la definición tradicional de mito, nos encontraremos con "narraciones maravillosas", pobladas de personajes "divinos o heroicos" que poseen capacidades fundacionales. La remisión a la antigüedad grecolatina es inmediata. El concepto tiene vinculación metafórica con la idea de "grandes relatos", muy utilizada para hablar del final de éstos a partir de la segunda mitad del siglo XX, por ejemplo, por Jean-François Lyotard, al referirse a la crisis de la ortodoxia marxista. Pero la acepción de mito que no puede desecharse aquí es la de "persona o cosa" a la que se atribuyen "cualidades o excelencias" que en general no tienen, o no en la cantidad atribuida. Roland Barthes, en las Mythologies strip-tease y el arte vocal burgués. (1957), un libro de breves ensayos y notas que ejerció mucha influencia en su momento, afirma que "el mito es un lenguaje" y que es usado por la ideología "pequeñoburguesa" para convertir en "natural" lo que es meramente cultural. Para ello somete a análisis desde el rostro de la Garbo y el cerebro de Einstein hasta el
Jamás una sociedad deja de elaborar sus mitos: los necesita para confirmarse. En ese sentido, estamos asistiendo a la construcción de dos mitos personales, para el caso de las dos figuras políticas más destacadas de la Argentina desde 1983, en que se implantó la democracia: Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner.
Los dos han presidido el país, si bien a partir de tradiciones políticas e históricas diferentes, casi siempre confrontadas. Los dos son producto del caldero multiétnico nacional: uno, bonaerense, con sangre gallega e inglesa; el otro, santacruceño, con sangre suizoalemana y croata. No hace falta decirlo: uno, claramente radical; el otro, definidamente peronista. También la muerte alcanza a los dos en fechas cercanas, con sólo un año y medio de diferencia. Ambos, incluso desaparecidos, han estado (no tan) fantasmalmente presentes en las últimas elecciones presidenciales: uno, en apoyo activo de su reelegida esposa; el otro, a través de la imagen calcada de su hijo, esta vez derrotado. En la guerra de delegados y en la campaña con sello fúnebre triunfó la que tenía más poder y gestión para hacerlo.
El mito de Néstor Kirchner se construye desde el Estado, pero con el beneplácito de amplios sectores sociales. El apoyo oficial implica un sobreénfasis y un monumentalismo que se aproxima, aunque sin alcanzarlos, a los ritos masivos del fascismo y el estalinismo. Se rebautizan escuelas, hospitales, calles y avenidas. Se erigen imponentes mausoleos para detener la mirada y superar la fugacidad del tiempo. Su esposa y sucesora utiliza, para mencionarlo y mencionar sus obras y milagros, el pronombre de tercera persona, de forma tal que resuenen las mayúsculas y se produzca un eco casi religioso. Los oficiantes agradecen y santifican el sacrificio de vida que hizo el homenajeado, verosímilmente golpeado por el torbellino de trabajos y responsabilidades que lo rodeaban. En el discurso mitologizante siempre se lo presenta como un refundador, como alguien que dio su vida por una Argentina distinta, más justa y soberana. Hasta se ha creado un Instituto Nacional de Historia Revisionista, cercano a la operación santificadora.
La densidad y prepotencia del contenido mítico sofocan el libre razonamiento y dejan de lado los matices del debate político, pero no tienen por qué obligarnos a un aplauso o a un rechazo total. Es imposible construir un mito durable y socialmente resistente sin una base de verdad. En el caso de Kirchner, sería mezquino no reconocerle virtudes, aunque desproporcionadas -como siempre ocurre- en relación con la consagración del mito.
Sorprendió al acrecentar el menguado capital político con el que había sido elegido; devolvió capacidad decisoria al Estado y a la investidura presidencial; designó una Corte Suprema más independiente que la anterior; aprovechó un crecimiento económico que, a su vez, dio comienzo a un proceso de redistribución, todavía vacilante. Como el mito toma poco o nada en cuenta los rasgos negativos, no sabemos cómo influirán en su implantación la demostrada poca afinidad con la calidad institucional o la dificultad que tuvo para insertarse en el mundo global, o el arreglo con los barones del conurbano o la tendencia a generar más enemigos que adversarios, con la consiguiente puerta cerrada para la oposición.
En cambio, la construcción del mito de Raúl Alfonsín es, podría decirse, más sigilosa. No hay mausoleos ni grandes monumentos. Su partido no está en el poder desde hace años, y la última vez que estuvo, en 2001, derivó en una situación traumática para el país (admítase que no sólo por culpas propias). Se le sigue reprochando a su gobierno el impulso a las leyes de Punto final y Obediencia debida. No está bien considerada su ambivalente decisión de transferir el poder antes de tiempo. También ha sido criticada su posterior firma del Pacto de Olivos con el entonces presidente, Carlos Menem. Su hijo, de parecida contextura física e ideológica, apenas alcanzó un modesto y lejano tercer lugar en las recientes elecciones presidenciales. ¿De dónde salen, entonces, los materiales para edificar el mito?
La construcción mítica se afirma silenciosamente. Lenta pero consistente, la revaloración de Alfonsín se va instalando en muchas conciencias. Por un lado, están los logros unánimemente reconocidos. Está el haber restablecido -o establecido- la democracia, después de mucho tiempo de dictadura, autoritarismo y proscripciones. Está el juicio a las juntas militares, hazaña inédita para situaciones parecidas a la nuestra. Está la abolición de todas las formas de censura.
Y hay algo más, en medio de todos los errores y defecciones. Para muchos argentinos, consciente o inconscientemente, Alfonsín representa (representó) la posibilidad de una lucha victoriosa contra nuestra deuda histórica: el poco respeto por las instituciones y la ley, el cínico balance del "roba, pero hace", las conductas ilícitas y mafiosas como norma dominante. Por eso solo, por haber encarnado esa esperanza, aunque todo lo demás haya sido imperfecto, Alfonsín se merece, tanto como Kirchner, y quizá más en el futuro, una arquitectura mítica.
Hay maneras de construcción de un mito ostentosas y espectaculares, como las que suelen protagonizar gobiernos y Estados, y otras más serenas y poco visibles, que tienden a consolidarse cuando las primeras flaquean. Tal como lo ha hecho Barthes con sus referencias al arte vocal francés, podríamos ejemplificar con el modo de cantar el tango otro mito argentino. Hay cantantes, famosos o no, que sobreactúan, dramatizan, estiran cada palabra, entre sollozos y desafinaciones. Otros, en cambio, eligen un modo de interpretación "natural", íntimo, en que el fraseo cuidado despliega la verdad poética de la letra. No vale la pena mencionar a los primeros. Entre los segundos están Angel Vargas, en los 40 (cantando "Mano blanca"), y Luis Cardei, 50 años después (en la interpretación de "Como dos extraños").
Más allá del bronce y de las opciones individuales, ya Alfonsín y Kirchner ocupan un lugar en nuestra historia reciente. Ahora habrá que ver si el cruce de sus mitos, el encuentro en la diferencia, gravita en la reconciliación y el progreso de nuestra sociedad.

Luis Gregorich, para La Nación.

viernes, 28 de octubre de 2011

El futuro radical.

En la Argentina hay dos grandes bloques socioculturales, aunque con impregnaciones recíprocas y bordes difusos. Uno organicista, que en ocasiones desborda hacia actitudes autoritarias, y otro más institucional, visceralmente convencido que el respeto a la ley es el mejor camino para construir igualdad, ciudadanía y dignidad. Ambos tienen “izquierdas” y “derechas”, pero mientras en el primero las visiones ideológicas no le han imposibilitado conformar proyectos de poder, en el segundo sus matices se lo han impedido.
Un arco que se extiende desde Carta Abierta a Carlos Menem y desde Daniel Scioli a Hebe de Bonafini es abarcado por el relato y la construcción política del kirchnerismo con el liderazgo de Cristina, tras el objetivo mayor: el poder.
Enfrente, luego de la fragmentación del liderazgo alfonsinista, las diversas opiniones compiten por marcar diferencias y detectar con lupa los temas de disenso. Sólo la breve gestión de la Alianza, condenada por la herencia maldita de la deuda que no había generado y por una situación política y económicamente endemoniada, esbozó un fallido intento de construcción alternativa.
Un gobierno no se logra marcando las diferencias. Es necesario mostrar capacidad de articularlas en un relato coherente, contenedor, confiable.
Para ello es imprescindible contar con un proyecto de poder y con una estructura que les genere a los ciudadanos la confianza en su capacidad de gestión. Ese proyecto de poder es la gran falencia opositora.
La Argentina cuenta –hoy– sólo con dos estructuras que pueden articular ese proyecto: el peronismo y el radicalismo. Son las únicas con alcance nacional, que asombran aun en momentos de aparentes derrumbes por su capacidad de resurgimiento apenas se asientan en ellas un proyecto entusiasmante, una práctica comprometida y una oferta electoral confiable.
El peronismo está cumpliendo su función. El radicalismo debe hacerlo.
Su tarea es reconstruir la capilaridad que le permita captar los intereses actuales de su electorado natural, las grandes clases medias argentinas, modernizando su práctica y su agenda.
Así como el torrente alfonsinista se apoyó en la inserción juvenil en los “frentes de masas” de entonces, los militantes del radicalismo deben participar de las causas que motorizan el interés y las demandas de ese electorado potencial hoy, escuchando y sumándose a la infinidad de iniciativas de la sociedad civil que buscan mejorar la vida de las personas.
Su agenda debe incluir las demandas más fuertes: recuperar la capacidad de crecimiento sobre bases irreversibles y diseñar los mecanismos de inclusión para construir una sociedad integrada.
Las personas han abandonado las adscripciones permanentes y buscan ampliar sus posibilidades personales. Quieren construir sus vidas y ser responsables de su destino. Hay que asegurarles el piso de dignidad para que puedan hacerlo libremente y con autonomía. A la creación de clientelismo, debe oponerse la construcción de ciudadanía.
Debe recuperar la mirada cosmopolita de sus orígenes con una profunda y continua reflexión sobre las nuevas herramientas de políticas públicas, incluyendo el trabajo con fuerzas de todo el mundo, que coincidan en crear instituciones para la globalización en condiciones de disciplinar el capital financiero y emparejar la cancha del comercio, la tecnología y las inversiones.
Y debe cambiar de raíz su ethos, recuperando su capacidad de contención a los diferentes. Su historia es proficua en ejemplos virtuosos que no han implicado renunciar a posturas finalistas, pero han sabido incorporar la idea de progresividad de los procesos de cambio desechando el sectarismo ideológico o la exigencia de compromisos maximalistas.
Yrigoyen murió diciendo: “Hay que seguirlo a Marcelo”. Alfonsín supo conformar una alianza social apoyada por el pensamiento progresista de entonces, pero también por los partidos provinciales de raíz conservadora. Y su gobierno incluyó a rivales internos importantes en funciones altamente sensibles.
Por 1978, Arturo Illia era consultado por jóvenes radicales sobre si no veía conveniente organizar otro partido, ante lo que consideraban la esclerosis del radicalismo de entonces. “Puede ser, muchachos. Pero es muy difícil hacer un partido nuevo y mucho más, desde el llano. Hacer este partido costó casi un siglo”. Un lustro después, Alfonsín era presidente.
Es muy difícil hacer un partido nuevo. Aún hoy sorprende la proliferación de comités, subcomités y agrupaciones, por centenares, en los sitios más inverosímiles. La vitalidad es notable. La confianza del electorado en ciudades como Mendoza, Santa Fe, Córdoba, Resistencia, sugiere que la recuperación vendrá desde abajo.
Un nuevo ethos, una nueva agenda y una nueva práctica pueden reconstruir una alternativa en condiciones de volver a darle carnadura a la democracia argentina.

Ricardo Laferriere.

Los peligros y dilemas de la presidencia imperial.

La Presidenta ha sido reelegida por una extraordinaria mayoría tras una campaña que no distinguió la retórica de las realizaciones, y la mostró infatigable, multiplicada en inauguraciones y anuncios de obras por venir, en franco contraste con la oposición resignada a pelear entre sí por un lejano segundo puesto. Haber subestimado la fórmula política de Cristina Kirchner ha sido el principal error de la oposición.
El Gobierno supo transmitir un mensaje claro: estamos bien, los problemas son consecuencia del descalabro del mundo. La oposición no pudo convencer de que sus propuestas para los problemas irresueltos mantendrían las políticas sociales y los niveles de empleo y de consumo alcanzados. Tampoco pudo sostener las coaliciones enhebradas en 2009.
La refundación de la Argentina post crisis 2001, como fruto exclusivo de la labor desplegada por la pareja presidencial, es un discurso en el que no hay otro lugar para la oposición que no sea el de espectador de esa gesta. No venimos con promesas sino con el testimonio de lo ya hecho, dijo la Presidenta al cerrar la campaña en 2008. En ésta, proclamó que el crecimiento del producto bruto desde 2003 fue el más importante de los últimos 200 años, lo que es falso. Con un capital electoral acrecentado de manera vertiginosa, su liderazgo sobre un movimiento político que se define nacional y popular y se concibe depositario de una misión histórica que no cabe en los estrechos límites de la política partidaria, es indiscutido. Fortalecida por la invocación de su esposo y sostenida en una heterogénea coalición de apoyos tradicionales y recién llegados al peronismo, alcanza el apogeo de su poder cuando la bonanza iniciada en 2003 comienza a mostrar problemas para sostenerse. Nada dice su “modelo” sobre las políticas para desactivarlos.
Con una mezcla de emociones no exentas de componentes místicos y promesas de un futuro de unión y solidaridad, la Presidenta ejercitó la fórmula peronista para retener el poder: carisma, lealtad y pragmatismo. En un sistema político en el que cuentan los nombres propios y no los partidos, comienza este tercer mandato del ciclo kirchnerista. La Presidenta puede ufanarse de que “…les sacamos los clientes a los partidos políticos y los pusimos en los supermercados, que es donde deben estar.” Empero, la debilidad de los partidos deja sin respuesta a quiénes consumir hoy no les alcanza para resignarse a que la política sea un intercambio de intereses y favores. La dirigencia de la oposición tendrá que replantear sus estrategias con generosidad. El Frente Amplio Progresista logró un segundo lugar y enfrenta el desafío de construirse en el marco de instituciones federales y electorales que dificultan el camino a las nuevas fuerzas. El radicalismo, tendrá que encontrar un liderazgo capaz de dotarlo de identidad y de futuro. Si fracasan en su empeño, una vez más el destino del país quedará en manos del peronismo, sin visiones alternativas ni contrapuntos valorativos y sin contrapesos institucionales. Cuando no se avizora la posibilidad de alternancia ni se ejercen los controles al ejercicio del poder que impidan la corrupción en el seno del Estado, la democracia degenera en autoritarismo.
Por demasiado tiempo la defensa de la democracia republicana y federal se disoció de la lucha por la igualdad. La expresión de ese divorcio en la política es el populismo de ayer y de hoy. Habrá que resistir los embates si el Gobierno quiere continuar ejerciendo el monopolio de la política e imponiendo una versión de la realidad plagada de falsedades.
Cristina Kirchner se beneficia de una presidencial imperial. Depende de ella que utilice su formidable capital electoral sólo para retener el poder o para hacer los cambios hacia una sociedad más justa y más libre para todos y cada uno de sus ciudadanos.

Liliana de Riz. Politóloga.

miércoles, 26 de octubre de 2011

¿Sistema de partido predominante?

El mapa de poder que se abre con los resultados electorales del 23 de octubre no está disociado de la crisis de 2001. El orden político que nació en 1983, caracterizado como un “bipartidismo imperfecto”, con identidades políticas estables, con un sistema de partidos más o menos estructurado, ha sido reconfigurado por una realidad política muy volátil y vertiginosa.
El colapso institucional de 2001 puso fin a la “democracia de partidos” en la Argentina, dando origen a la disgregación del sistema partidario y a su reemplazo por un sistema de coaliciones “atrapa todo”, frágil e inestable.
No hay partidos, hay fragmentos de partidos.
La crisis de 2001 se devoró al FREPASO, hizo entrar en diáspora al radicalismo; y el peronismo, un poco más entero -aunque disperso- recuperó el poder, primero, con Eduardo Duhalde y, más tarde, con Néstor Kirchner.
La actividad política se ha personalizado como nunca en la figura del Ejecutivo y se ha concentrado en el ámbito estatal.
En la era kirchnerista, que ahora se extiende a doce años (el período más largo de una fuerza política en el ejercicio legítimo del poder), se ha edificado una especie de “yo” gubernamental (expresión de Bertrand de Jouvenel), con una vida real que no se distingue del cuerpo del Estado.
Más allá del rol histórico del Estado argentino en la vida pública, nuestra hipótesis es que en el período kirchnerista se ha acentuado el papel del Estado como “actor político” , en vinculación estrecha y ambigua con el movimiento peronista. El Estado es el centro de decisión política por excelencia. El decisionismo democrático, en cuanto práctica de gobierno, es una combinación del gobierno de los hombres, del gobierno atenuado del Estado de derecho y de la ausencia de poder de contralor.
Cristina Kirchner se ha convertido en la líder de un movimiento fragmentado, cargado de contradicciones y de perfiles políticos diferentes, de derecha a izquierda, que recibió el apoyo del 54% del electorado. Su incuestionable legitimidad proviene de las urnas, como ha quedado demostrado en estas elecciones. Desde la cumbre del Estado, lidera el sector más “radicalizado” del peronismo, que forma parte de un movimiento político complejo y heterogéneo, poseedor de una gran cultura de poder.
El sistema político se ha transformado, y desconocemos los contornos de su reconfiguración.
Si pensamos con una vieja categoría de la democracia de partidos, diríamos que estamos delante de un partido predominante, que profundizará la concentración y verticalidad del poder, con el control absoluto del Congreso . El riesgo institucional es la conformación de un sistema mayoritario, poco respetuoso de las minorías, en el cual la fuerza del número se combine con las medidas de emergencia. La democracia no flota en el aire y la regla de la mayoría se debe enmarcar en el Estado de derecho, con su sistema de contrapesos y controles. Sin el respeto a las minorías no hay democracia.
En el nuevo escenario político, sólo parece quedar en pie el proyecto de un sector del peronismo que maneja las riendas del Estado y ha logrado construir un sólido grupo de poder político, económico y cultural . Con habilidad, ha cimentado simbólicamente ese poder con las nuevas tecnologías de la comunicación, la televisión digital, el fútbol para todos, junto a nuevas y diferentes señales audiovisuales.
No se trata de un simple asunto tecnológico, sino de una propuesta de comunicación de masas que extiende el espacio público , pero de una manera sesgada desde un punto de vista político-ideológico , que responde a un proyecto que ambiciona ser culturalmente hegemónico. Parece ser el triunfo, en definitiva, de la tradición nacional y popular (alimentada también por elementos de izquierda) frente a otra, minoritaria, de corte socialdemócrata. Son dos matrices políticas muy diferentes, que muy esquemáticamente se pueden referenciar en las nociones de “pueblo” y “ciudadanía”.
Las oposiciones pasan hoy por su peor momento. No pudieron echar raíces en la sociedad a partir del conflicto del gobierno con el agro ni sacar provecho del triunfo electoral de 2009, ni del déficit del oficialismo.
Su debilidad y fragmentación afectan a la vida pública, le restan dinamismo y vitalidad a la democracia . La primera de sus tareas es extraer las enseñanzas de esta contundente, y preanunciada, derrota.
La excelente performance electoral del Frente Amplio Progresista, liderado por Hermes Binner, no resuelve un ramillete de interrogantes y desafíos para una coalición electoral que debe aún demostrar su capacidad de institucionalización de fuerzas políticas disímiles como estructura nacional. Le cabe a este Frente, junto a otros aliados, la responsabilidad de cumplir con su encargo electoral: controlar al gobierno y presentar opciones coyunturales y estratégicas en la búsqueda del buen gobierno.

Hugo Quiroga. Politólogo.

viernes, 5 de agosto de 2011

Hay cosas que no tienen retorno.

El país cambió radicalmente en estos últimos ocho años. Quienes están disconformes con la conducción actual deben estar preparados para saber que si se diera el caso de la asunción de otro gobierno, no hay retorno posible sobre cuestiones de peso en lo concerniente a la organización de la República.
El país ya no es de aquellos hombres de una supuesta buena voluntad que sueñan con el orden y el progreso. Ese orden ya no existe. El modelo sueco no existe. El modelo coreano tampoco. Ni el chileno. Ese sueño principesco de una sociedad integrada en la que sus agentes aceptan su lugar y se disponen a mejorar sus condiciones de existencia en marco de la ley, del respeto por la propiedad privada y del derecho del prójimo, no existe. El país de la igualdad y de la redistribución de la riqueza es un emblema vacío de campañas políticas a pura retórica. Ni hablar del contrato moral.
La Argentina no es un desierto a la espera de ser colonizado por pioneros del bienestar ciudadano según reglas de una civilización madura y equilibrada. La pobreza en la Argentina no es silenciosa ni resignada. Todos quieren más. Los que nada tienen quieren más, los que tienen todo también quieren más. Y los que están en el medio de ninguna manera quieren menos.
Todos los sistemas son inestables. Ninguno asegura una consistencia a prueba de crisis. Ni siquiera podemos apostar a la mentada destrucción creadora para consolarnos con una ley histórica progresiva. Sin corrupción seguirá habiendo pobreza, y hasta miseria.
Los de arriba creen que si se sentaran a conversar con mesura y generosidad, el clima de la República variará sustancialmente. Esta idea del diálogo y el consenso entre sectores y dirigentes en pos de la paz social rezuma un idealismo acrítico. La Argentina está levantada. Desde Jujuy hasta la avenida 9 de Julio. Pueblos originarios de Formosa, habitantes sin techo de la Puna, chacareros del Litoral, camioneros de todo el país, obreros de Sueños Compartidos, docentes de la escuela pública, una lista interminable que se moviliza todos los días, no lo dejará de hacer porque un par de dirigentes del radicalismo, del peronismo federal, del Pro, del Frente Amplio Progresista, o del sciolismo, se saquen sonrientes una foto.
Para muchos una situación como ésta resulta de una política que nos ha llevado al desastre. En realidad venimos de un desastre que se llamó 2001, y que fue el fruto de una política que muchos escandalizados de hoy aprobaban con entusiasmo. Acostumbrados que estamos de ser una comunidad ligera de culpas ya que siempre se las arrojamos a otros, tampoco podemos decir que la algarabía de la convertibilidad haya sido una insensatez urdida por mentes enfermas o codiciosas. Por el contrario, país de los alivios, el nuestro venía de otro desastre, uno más de una larga lista, que hizo explosión en el fatídico año 1989.
Se le echó la culpa de la década a Carlos Menem cuando se sabía que ya iba a abandonar el poder, y se votó a De la Rúa y Chacho Alvarez con la garantía de que no iban a modificar un ápice el sistema económico imperante.
Podemos hacer uso de la memoria histórica y distribuir postales argentinas por doquier. Se sabe que el pasado es una configuración voluntarista. No es que se pueda hacer con ella cualquier relato, pero como la realidad es un hojaldre que requiere un acercamiento por aproximaciones y ángulos de mira, la perspectiva es variable. Ningún monumento a la memoria hará del tiempo humano una efigie de mármol. Pero hablemos del futuro.
La Argentina tiene una tasa de inflación muy alta. No se sabe si puede ser controlada en el 25% de promedio actual. Las carnes y trigo suben y atacan los bolsillos del pueblo. El famoso "modelo" puso toda la carne el asador. No sólo la vacuna sino la de toda la economía.
Las unidades productivas ociosas colmaron su capacidad y llegaron a un límite. Se habla de crear un clima de confianza para las inversiones cuando las mismas superan el veinte por ciento del PBI. No es mucho, pero no es poco. Se habla de falta de seguridad jurídica para inversores a la vez que la UIA elogia el Gobierno. Se dice que nuestro país no es normal sin que se pueda recordar en qué momento lo fue. La evocación de 1910 ya es risueña.
La crisis social de 2001 fue la más grande que se conozca. La desocupación, el hambre que mataba niños, los gatos que se comían en Rosario, y la salida del trueque para una clase media destruida plantearon una situación de extrema necesidad. Ni hablar del default, de la deuda externa y de las multinacionales de servicios que pedían su seguro de cambio contra la devaluación.
Veo que seguimos en el pasado. Pero para pensar el futuro hay que tomar en cuenta que nuestro país, a pesar de una economía acelerada y con un consumo estimulado con una serie de incentivos de todo tipo, padece una situación social de una extrema fragilidad. Hay millones que viven con el mínimo. Los subsidios que pueden recortarse para algunos sectores deben mantenerse no por demagogia sino por supervivencia. Por supuesto que hay riesgos que de seguir con este ritmo de crecimiento e inflación, el día en que la máquina se pare por cualquier motivo, se puede llegar a escenas de extremo dolor y violencia.
Sin embargo, el enfriamiento paulatino de la economía con disminución del gasto público, incremento de las tasas de interés, tope para incrementos salariales que no tomen en cuenta los últimos aumentos del costo de vida y, como consecuencia, ajusten los bolsillos, requieren de un acuerdo político. No se lo logrará sin una política más equitativa que prósperos y pudientes rechazan de plano. Nadie que puede hacerlo quiere entregarle un centavo más al Estado. A pesar de la rebelión fiscal el gasto social no puede disminuir si se quiere evitar que se vacíen todos los supermercados sin pasar por la caja.
Hay demasiada gente que vive el borde de la subsistencia. No se podrá ignorar que hay decenas sino centenas de movimientos sociales que tienen su dirigencia, su liderazgo. Es fatuo pensar en una ciudadanía compuesta por individuos aislados en relación directa con el Estado. El clientelismo existe pero no se borra ni con prédicas ni maldiciendo a sus organizadores.
En materia de juicios a represores no hay vuelta atrás. En el futuro las organizaciones de derechos humanos deberán no sólo tener la protección del Estado para que continúen con su tarea de buscar hijos y nietos de familiares desaparecidos por los crímenes del terrorismo de Estado, sino que habrá que proteger a sus dirigentes de la cooptación perversa del actual gobierno. Hay que asegurarse de que tengan independencia del Estado y que lleven a cabo su misión secular de vigilancia contra-estatal para garantizar los derechos humanos del presente.
Será necesario reflexionar con profundidad sobre el tema de la seguridad. Decir que hay que atacar el narcotráfico es carecer de la más elemental seriedad. Se supone que ningún político con una mínima cordura pedirá estimular ni la venta de drogas, ni el tráfico de órganos, ni la trata de blancas. Sin embargo, la seguridad no es un problema en sí mismo. Es parte de una red política. No se puede enfrentar el crimen organizado si no es con grandes recursos, programas y herramientas económicas, sociales, culturales, además de fuerzas especiales que las combatan en la zona de fuego. Los países que encaran este problema instalan en los territorios ocupados por las mafias, clínicas, centros culturales, bancos, comisarías, asistentes sociales, planes de trabajo, ferias comunitarias, etc.
No se trata de mano dura ni de poses de moralina progresista. Tampoco se trata de repetir en un próximo futuro el sermón de la educación ni de mostrar grave preocupación por la juventud. La educación no debería ser un tema políticamente correcto. Ni es con las vivas al espíritu militante de una juventud de propaganda y sometida a un verticalismo de pacotilla, ni con un llamado al espíritu de seriedad de otros tiempos que se mejorará la educación no sólo de los jóvenes sino de sus maestros.
Pero habrá que hablar y mucho del estudio y de la necesidad de producir conocimientos para ser libres. Hablar menos de los alumnos y más de la práctica docente. Tender a la masividad del acceso a la educación y a la vez pautar normas de exigencia.
La militancia no es hacer pogo, twitear y salir a la calle, no es eso solamente. El militante de hoy debe mejorarse a sí mismo si quiere ser útil a los demás. Si quiere transformar el país debe conocerlo. Los eslóganes de gente retardataria que evoca su propia juventud ya ida no son de mucha utilidad.
El futuro no es igual al pasado. Ni los jóvenes de hoy son iguales a los de antes. Ni el mundo, mucho menos el mundo, es igual al de antes. Los que pregonan la juventud maravillosa de otros tiempos en los que parecía no haber más solución que agarrar un rifle y disparar, secuestrar y matar, no son sólo irresponsables sino estafadores ideológicos que viven de las rentas del sufrimiento de muchos caídos en los campos de batalla.
Ganar un futuro es costoso. Superar el presente se hace a pérdida. Es el parto de la historia. Hay muchos que lo quieren hacer con los beneficios que obtienen hoy, con los obtenidos ayer y los que desean obtener siempre.
Tomás Abraham, para La Nación.

miércoles, 1 de junio de 2011

Una mayoría aún sin voz.

Es un hecho: la República se tambalea, pero ni los propósitos ni las conductas del populismo son denunciados con la claridad y la firmeza necesarias. Los opositores invierten más tiempo en hablar de las propias virtudes y en denostar al competidor que en denunciar los riesgos que corre el sistema.
Claridad y firmeza no sólo implican energía y transparencia. Implican, además y ante todo, aptitud persuasiva, coraje y lucidez unidos al poder de comunicación. No otra cosa demanda el desperdigado sector mayoritario de nuestra sociedad. Por eso es Moyano y no sus adversarios quien de veras preocupa al Gobierno. Es el único que, por el momento, condiciona la avidez de sus aspiraciones. La vía extorsiva, sin embargo, no puede ser el camino legítimo para disputarle al oficialismo la conducción del país. Una vía, dígase de paso, por la que el oficialismo no vacila en transitar cuando lo cree necesario.
Quien aspire a alcanzar, en nombre de la oposición, la presidencia de la República debería tomar muy en cuenta lo que ha escrito Susana Viau y disponerse a "caracterizar con menos miramientos al gobierno de Cristina Fernández, denunciar la corrupción, fustigar los desbordes cesaristas y alertar acerca de sus ya insinuadas intenciones de perpetuación; sólo la inminencia de una aventura autoritaria legitimaría la construcción de una gran alianza opositora". Todo ello sin olvidar esa franja más que dilatada de trabajadores que, por no integrar las compactas filas camioneras, se ve privada de los beneficios que Moyano sabe recaudar para los suyos. Esa brutal asimetría ha generado descontentos que todavía no encuentran representación entre los opositores de algún relieve.
El juego pendular desplegado por los coqueteos cristinistas (me voy, me quedo, me voy) no puede confundir sino a los distraídos. Unicamente ellos son capaces de creer que la Presidenta se entretiene deshojando la margarita. Por supuesto, su psicopatología podría marcarle algún límite. Pero no su ambición.
¿Hasta cuándo se subestimará a los voceros del oficialismo que invocan la necesidad de que la Presidenta encuentre el recurso "legal" que le permita perpetuarse en el poder, como lo hacen siempre que pueden sus aliados provinciales? Es, la de esos voceros, una propuesta que lo dice todo acerca de la lógica que vertebra el propósito primario de quienes promueven "el modelo" y se ufanan de ser populistas. El desborde frecuente en el que incurren brinda demasiada transparencia a lo que el tacto aconsejaría presentar por el momento con mayor discreción. Esa franqueza descarnada siembra el espanto en la clase media, a la que, por otra parte, la Presidenta se propone seducir para ganar más espacio electoral. Los gestos medidos que hace suyos se quieren indicio de un espíritu conciliador y tratan de hacer naufragar en el olvido y en el festival del consumo las amargas enseñanzas suministradas por las promesas de diálogo y mayor institucionalidad hechas en 2007 y que el viento se llevó.
La oposición, por su parte, lo será el día en que, como ha dicho Jorge Fernández Díaz, sepa a qué oponerse. Es decir, el día en que los opositores tengan una causa y dejen de vivir consagrados a los preciosismos ideológicos y a la descalificación recíproca mientras arde el edificio al que todos quieren ingresar. Esa causa, frente a las banderas de un populismo que se postula como "vía nacional", no puede ser otra que la democrática. Una causa que tendrá la consistencia que logre imprimirle la denuncia frontal del delito y la demagogia. Una causa que vuelva a animar el fervor por los principios que el Gobierno siempre despreció. Una causa que sepa oponerse al envilecimiento del Estado. A un poder que nunca ocultó su desdén por los partidos políticos y concibe a la República como una cáscara vacía. A un poder que asegura no tener nada que aprender del pensamiento disidente al que, por lo demás, considera senil. A un poder al que le repugnan los controles sobre su gestión. A un poder que no admite adversarios. A un poder para el cual la pobreza es un recurso político y el narcotráfico un delito sin trascendencia. A un poder que tergiversa los índices económicos y persigue implacablemente a quienes lo hacen evidente. Que no promueve la libertad sindical. Que destruye el federalismo y busca inscribir en el vasallaje a las provincias para consolidar su centralismo despótico.
El dirigente que sepa enunciar estas verdades con la fuerza del compromiso emocional, la claridad expresiva indispensable y el espíritu esperanzado de quien se siente capaz de transformar lo que parece irremediable despertará otra vez el entusiasmo cívico, ese que se pronunció en 2008 y buscó hacerse oír nuevamente en 2009.
No se trata de proceder como el Gobierno y hacer redoblar los tambores que inciten a la resurrección de un pasado mítico. Ese pasado no existe para quienes buscan la república. Se trata, en cambio, de multiplicar la conciencia que ya tantos tienen de que hay que levantar la hipoteca que se está contrayendo con el porvenir. Ello, claro, siempre que se aspire a dejar de ser una democracia espectral. Siempre que se aspire a desplazar la política del terreno en el que hoy agoniza el pluralismo. Siempre que importe aproximarse a la modernización indispensable, a ese empeño en la ley que hace ya tanto se dejó de practicar en la Argentina y que es indisociable de la educación, el orden y la dignidad social.
Ya estamos lejos de la recurrencia a los golpes de Estado. Esa distancia es un logro mayor de la módica cultura cívica de los argentinos. Pero no estamos lejos ni a salvo de las causas profundas de la crisis de 2001. La perversión y el oportunismo que entonces tanto tuvieron que ver con lo que nos pasó siguen vigentes entre nosotros. La euforia económica de hoy no tiene futuro. Podrá prolongarse un tiempo más pero no cuenta con bases sólidas. No la respalda ninguna política de Estado. Lo ha dicho bien Roberto Lavagna: una cosa es consumo con inversión y empleo, y otra, consumo con inflación, sin inversión y sin empleo real. El oportunismo rapiña la riqueza. El Gobierno no contribuye a crear lo que con insaciable avidez consume. Si obrar criteriosamente fuera su propósito, Guillermo Moreno no seguiría en su cargo. Sin medidas adecuadas no tardará en mostrarse crudamente la enfermedad de lo que parece sano. En suma, el país se encuentra en un proceso regresivo, agravado a partir del catastrófico ingreso al nuevo siglo. Ese proceso sigue sin encontrar su contraparte en un proyecto nítido que posibilite su reversión estructural. No otra cosa es la decadencia. Al promover "niveles de pobreza e indigencia inéditos y una clase dirigente sin legitimidad -señala Sergio Berensztein-, el país abrió una caja de Pandora de la que se escaparon ideas, valores y mecanismos de organización del poder que parecían superados: el estatismo y el intervencionismo sin control, el hiperpresidencialismo hegemónico, el corporativismo sindical arrogante y mafioso, el financiamiento inflacionario del fisco y la tolerancia de una sociedad ensimismada y temerosa".
El populismo se alimenta de la ruina democrática. No aspira a reconstruir lo derruido sino a impedir su revaloración. Esta es la diferencia esencial entre el proyecto populista y el que, aún a los tumbos, trata de expresar la oposición.
La disputa debería ser, finalmente, entre un modelo prebendario y una propuesta republicana. El primero hace ya tiempo que inició su despliegue. La segunda aún no demuestra suficiente energía. Le faltan voces altamente representativas. Y potencia, para concitar la atención sobre los peligros con que hay que terminar en la Argentina y qué es lo que en ella debe empezar a afirmarse de una buena vez. No es hueca agresividad lo que se le exige a esa segunda propuesta, sino intransigencia ante el delito. Osadía para poner al desnudo lo que esconde la retórica que se dice progresista. ¿Brotarán esas voces de la niebla opositora? Si ello ocurriera, la mayoría de los argentinos, harta del oportunismo y la demagogia, sabrá reconocerlas.

Santiago Kovadloff, para La Nación.

jueves, 31 de marzo de 2011

El kirchnerismo se mira en el peor espejo del pasado.

Recuerdo con nostalgia las ilusiones de 1983: finalmente tendríamos democracia con república, instituciones, Estado de derecho, pluralismo, disenso y consenso. El “Nunca más” no solo se refería al terrorismo del Estado: también a todo un contexto político e ideológico que lo había hecho posible y lo había naturalizado. Recuerdo también la desilusión de los años siguientes . El avance sostenido, desde 1989, del Poder Ejecutivo sobre las instituciones republicanas. La baja calidad de la política, la corrupción gubernamental, la debilidad de una ciudadanía carcomida por la pobreza.
Más recientemente, veo las libertades amenazadas y el Estado de derecho en cuestión . Me pregunto hasta dónde vamos a llegar, y si aún hay más peldaños por descender.
Un historiador angustiado suele buscar en el pasado la clave del presente.
Como los gobiernos peronistas actuales tienen bastante que ver con estos problemas, vuelvo a mirar el primero de los gobiernos peronistas, entre 1946 y 1955 . No toda la clave está allí, pero sí una buena parte. Pero las cosas malas, o las buenas, no están todas juntas. Y en el primer gobierno peronista hay mucho de positivo, que conviene recordar antes de avanzar en otros temas. El primer peronismo completó la construcción ciudadana iniciada en 1912, con el voto femenino. Además, dio un impulso vigoroso a la democratización social: el reconocimiento de los sindicatos, la extensión del bienestar, la justicia social. Cada cosa tuvo sus matices y bemoles, pero eso es otra historia.
Por otra parte, el régimen político peronista, de indudable fundamento democrático, perteneció a la variante plebiscitaria, escasamente republicana y fuertemente autoritaria . El peronismo es un movimiento de jefe y su supuesto es que el líder posee una legitimidad que va más allá del sufragio. Esto lo coloca por encima de las instituciones de la República, concebidas precisamente para poner límites al poder. No extraña que muchos hablen de una tendencia a la dictadura.
Su legitimidad proviene de la “nación” y del “pueblo”, uno e indivisible, que no admite en su interior ni partes ni intereses en conflicto.
Movimiento y Estado son la misma cosa; por eso en los gobiernos peronistas es tan difícil diferenciarlos . El movimiento peronista se considera la nación misma, y por eso las “Veinte verdades peronistas” fueron declaradas “Doctrina nacional”.
Los disidentes u opositores son ajenos al pueblo, o mejor, sus enemigos.
En palabras peronistas, son la “antipatria”. Esta violencia del lenguaje caracterizó toda la historia del peronismo, salvo algún receso ocasional.
Sus adversarios recurrieron al mismo lenguaje excluyente, y la elección de 1946 se libró en un contexto de descalificaciones recíprocas. Pero el peronismo no hizo nada para detener la espiral -desperdició la ocasión que ofreció el radicalismo intransigente, que simpatizaba con sus reformas- y el autoritarismo plebiscitario y antirrepublicano emergió plenamente durante su primer gobierno . La lista de estos avances autoritarios sobre los derechos de la sociedad y los individuos ha sido hecha muchas veces, pero no es ocioso recordarla, para mirar el presente en ese espejo.
El peronismo descartó el Congreso como lugar de debate. Se deshizo de la Corte Suprema y subordinó al Poder Judicial. Reformó la Constitución para habilitar la reelección presidencial. Concentró el manejo de los medios de prensa; toleró a algunos diarios independientes, pero no dudó en confiscar al más reluctante, La Prensa, entregándolo a la CGT. Disciplinó y uniformizó a todas las organizaciones e instituciones sociales, incluyendo la escuela -donde La razón de mi vida ocupó el lugar de la religión- y las Fuerzas Armadas. Restringió los espacios de expresión de los partidos opositores y creó una sección especial de la Policía para desalentar a quienes quisieran manifestarse públicamente.
Es necesaria una mención especial a algunos episodios donde la violencia subió varios puntos . Una multitud, de la que nadie luego se hizo cargo, incendió en 1953 la Casa del Pueblo, la Casa Radical y el Jockey Club, ante la mirada pasiva de la Policía y los Bomberos. Algo parecido ocurrió en 1955 con el incendio de varias iglesias católicas. En ambos casos se trató de respuestas reactivas a actos de salvaje violencia de sus opositores: una bomba en una concentración en 1953 y el bombardeo en la plaza de Mayo en 1955. Pero sabemos que el Estado que responde con la violencia en lugar de recurrir a la justicia comete un acto criminal infinitamente mayor.
Hoy es fácil ver en la política cotidiana la traza de aquel primer peronismo . No necesito referirme al recodo de los años setenta, pues encuentro allí una guía suficiente para imaginar hasta dónde puede llegar el gobierno peronista actua l. No creo ni en códigos genéticos, ni en rasgos inmodificables, pero sí creo en tradiciones recuperadas y reivindicadas, valores acuñados y conductas consideradas aceptables y deseables . En ese sentido, el peronismo raigal aparece hoy de manera cada vez más explícita. Es cierto que estamos todavía lejos de aquellos extremos. La cultura republicana de 1983 aún tiene su peso en la opinión. Pero lo que ocurre cada día es suficiente para preocuparnos por lo que vendrá.
Luis Alberto Romero. Historiador.

viernes, 4 de febrero de 2011

La universidad de las desigualdades.

No me propongo salir en defensa de las artes y humanidades, que durante los últimos 3000 años se han defendido bastante bien y, sobre todo, han logrado sobrevivir sin desprestigio a masacres que se realizaron en nombre de ideas, con música de Wagner y gigantescos diseños. Una versión de la Novena de Beethoven, pudorosamente, se llama "la de la guerra", porque su grabación se realizó en un teatro repleto de nazis apasionados por la música. La orquesta del Reich , libro formidable de Misha Aster, muestra cómo Goebbels protegió a la Filarmónica de Berlín y atendió los reclamos de su director, el prodigioso Wilhelm Furtwängler, tolerando que no se afiliara al partido nazi y les sacara el cuerpo, cuanto era posible, a los conciertos en los que se hacía presente Hitler.
Cuando los aliados se aproximaban a Berlín, Goebbels mismo se preocupó por salvar los instrumentos de la Filarmónica. Es sabido, en cambio, que los nazis abominaban del arte de vanguardia. Esto no convierte automáticamente a las vanguardias en el último fortín de los valores (tal proposición sacaría de quicio a muchos vanguardistas). Los ejemplos no pretenden recordar simplemente esos escándalos de la razón; más bien, indican que las relaciones entre arte, filosofía y sociedad son contradictorias e impredecibles.
A mediados de 2010, la ensayista Martha Nussbaum publicó en Estados Unidos Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades . El libro, ya antes de salir al mercado, había abierto una polémica en el correo de lectores de una importante revista de libros, el Times Literary Supplement , de Londres. Martha Nussbaum señala que "las humanidades y las artes están siendo recortadas tanto en la educación primaria como en la secundaria y universitaria en casi todas las naciones del mundo. Los que definen las estrategias las consideran inútiles".
En la Argentina, donde hay diez veces más estudiantes de humanidades que de ciencias duras, nos estaríamos salvando de tal flagelo. Pero, en realidad, ¿de qué nos estamos salvando? Quiero introducir una anécdota que me avergüenza un poco. Hace unos años, en un centro de investigaciones alemán, yo seguía con dificultad las clarísimas explicaciones de dos biólogos. Como hice algunas preguntas demasiado crudas, uno de ellos me dijo: "Cierto, en la Argentina, en los colegios no se enseña evolucionismo". En efecto, yo había leído los viajes de Darwin pero cultivaba las ideas más someras sobre su teoría que, hasta hoy, es una de las matrices del pensamiento científico. Mi incultura me colocaba, de un golpe, más de cien años atrás. No podía seguir una conversación y la falta de entendimiento probaba la tesis del ensayista británico C. P. Snow sobre el cisma entre la cultura científica y la humanística.
En la Argentina se gradúan pocos ingenieros, pocos informáticos y muchos psicólogos y cientistas sociales. Así que acá no valen los lamentos de Martha Nussbaum sobre el retroceso de las humanidades. Simplemente, no hay políticas de avance ni retroceso. Nuestras universidades públicas responden a la demanda de los futuros estudiantes como si fueran consumidores en un mercado. Esa demanda se genera antes de ingresar en ellas, en los colegios secundarios y, más allá de los colegios, en la cultura cotidiana.
Sintéticamente: las capas medias (que luego son mayoritarias en la universidad) van a escuelas donde si algo se logra es que los adolescentes puedan "expresarse", mostrar su subjetividad y los pliegues momentáneos de su cultura. Esta finalidad "expresivista" es obvio que encuentra mejores instrumentos en un taller de escritura, de plástica, de música o de teatro que en una clase de matemática, de lógica o de sintaxis. Educar para la "expresión" es una conquista democrática. Pero tengo algunas dudas sobre si esa educación libera las "vocaciones" o las produce de acuerdo con mitologías exitosas. Por ejemplo: en las últimas dos décadas, ¿ha nacido un porcentaje mayor de chicos con cualidades para la música, la literatura y el cine o sencillamente existen más padres dispuestos a aceptar que sus hijos sean poetas, toquen guitarra eléctrica o anden de aquí para allá con una camarita digital? Una parte de la matrícula terciaria, oficial y privada, responde a esta demanda. El "expresivismo" como clave de bóveda produce una república de adolescentes de capas medias interesados por las artes.
Muchos de ellos, además, han pasado por gabinetes de psicopedagogía y por consultorios psicológicos diversos. Aprendieron tempranamente a explorar sus propias subjetividades. Esto, que es un resultado humanizador de la educación de capas medias, seguramente ha desencadenado "vocaciones". El deseo también es copia. Es más complicado y misterioso sentirse "expresado" por el análisis matemático. Eso se enseña y, para comenzar, debiera enseñarse en el secundario.
Esta es una hipótesis. Para saber cuál es su poder explicativo necesitaríamos muchas observaciones de lo que sucede realmente en las aulas, estudios de las ideologías "espontáneas" de padres y maestros e investigaciones del impacto del mercado en el imaginario adolescente, esa nube que hoy está atravesada por los meteoritos de la fama que es la radiación más poderosa. Del otro lado de la fama, todavía cuenta la promesa centenaria de progreso social: Ciencias Económicas, Derecho y Medicina siguen siendo, como hace décadas, los lugares elegidos por la mayor cantidad de estudiantes cuyos padres tienen sólo primaria completa o incompleta, lo que indica que, con o sin "vocación", siguen siendo vistas como un camino de ascenso.
Pero hay algo más para pensar cuando se examina la matrícula de las carreras científicas derrotadas por las humanísticas (lo cual, como se vio, hace de la Argentina un caso raro). El argumento es muy elemental pero, como hasta ahora se lo pasó por alto, lo traigo. Según el censo de la Universidad de Buenos Aires de 2004, hay más estudiantes que trabajan en Filosofía y Letras, Ciencias Sociales, Psicología, Derecho y Ciencias Económicas. La mitad de ellos trabaja en la franja horaria "mañana y tarde".
Si se deja de lado Ciencias Económicas, que se ha caracterizado por disponer sus horarios (desde muy temprano hasta avanzada la noche) para recibir a los estudiantes que trabajan, está claro que Derecho tiene una larga tradición de alumnos que dan sus exámenes sin asistir a las clases, y que Filosofía y Letras, Psicología y Ciencias Sociales tienen un plan que hace posible la doble imposición de "estudiar y trabajar", porque el orden en que deben cursarse las asignaturas es infinitamente más laxo en las humanidades que en las ciencias duras. Esto le permite a un estudiante que trabaja esperar el momento en que pueda cursar tal o cual materia. Un detalle de ubicación: esas facultades están en el centro de comunicaciones de la ciudad, no, como sucede con Ciencias Exactas, en Núñez, lugar remoto para quienes llegan del Sur y del Oeste. Parecen observaciones sin importancia; sin embargo, quien ha vivido la universidad sabe que son cuestiones cruciales.
Pero vamos al dato más duro. De los 293.300 estudiantes censados en la Universidad de Buenos Aires, 16.430 reciben una beca u otro tipo de ayuda. Tienen becas el 10 por ciento de los estudiantes de Ciencias Exactas y el 6 por ciento de los de Ingeniería. Si la Argentina necesita científicos y técnicos, el lado por donde comenzar es éste. Resulta abstracto cualquier discurso que no tome en cuenta la financiación de los estudios terciarios o universitarios, que es una de las formas en que se orienta la matrícula en muchos países.
Estamos acostumbrados, en cambio, a contar con una universidad voluntarista, donde prevalecen los que tienen increíbles reservas de esfuerzo; una universidad marcada por el origen social, donde eligen qué quieren estudiar aquellos cuyos padres les pagan veinte años de educación, y una universidad donde el resto va donde puede, llevado por modelos del mercado, por el imaginario adolescente, por el déficit de una cultura científica en las etapas anteriores. La universidad es gratuita sólo en el sentido en que no se paga matrícula. Pero es un lugar poco igualitario para elegir y permanecer allí.
Beatriz Sarlo, para La Nación.