jueves, 27 de mayo de 2010

1910 vs. 2010, un duelo ideológico.

"Pese a quien le pese, estamos mucho mejor que hace 100 años". Lo dijo Cristina Kirchner en el discurso que pronunció anteayer en la Casa Rosada. Fuera de contexto, no se puede sino coincidir con el dictamen. Sería horroroso que la sociedad argentina se encontrara, en términos absolutos, peor que un siglo atrás.
Pero la Presidenta no quiso decir una perogrullada. Su "pese a quien le pese" es un desafío; abre una discusión. Y esa discusión tiene interlocutores bastante precisos: son los que vienen sosteniendo que, a diferencia de lo que ocurría en 1910, la Argentina no tiene hoy motivos para la autocelebración.
Si se repasan otras referencias históricas de estos meses, se advertirá que Cristina Kirchner no quiere sólo defender el presente, sino impugnar la experiencia de 1910, cuando "no había derechos sociales" y "queríamos parecernos a Europa, y mirar hacia fuera". El 19 de abril, en Venezuela, dijo: "En el primer centenario se habían consolidado repúblicas en un modelo de división internacional del trabajo, donde nosotros proveíamos materias primas, que eran industrializadas y generaban riqueza y valor muy lejos de estas tierras. Y los hombres que habían hecho 1810 pensaban exactamente lo contrario". La comparación con 1910 es la denuncia de una desviación histórica en la que habría incurrido la Argentina agroexportadora de comienzos del siglo XX.
Es interesante analizar esta idea. No tanto por su complejidad -que es poca, como suele ocurrir con casi todas las referencias históricas de los políticos argentinos-, sino porque expresa algunos atavismos intelectuales que la Presidenta comparte con un sector de la dirigencia nacional que excede en mucho al elenco gobernante.
El primer vicio de esta imagen del pasado es el anacronismo, que para la historia es, como dice Eric Hobsbawm, más peligroso que la mentira. Cristina Kirchner juzga la Argentina de 1910 con categorías del presente. Es verdad que por entonces no había derechos sociales. Pero ¿dónde los había? Para que se impusiera la noción de ciudadanía social había que esperar un par de décadas. También es cierto, como ella recordó, que para 1902 la ley de residencia autorizó a deportar a los promotores del anarquismo, más por sus atentados terroristas que por su activismo sindical. Pero las impugnaciones parlamentarias de Emilio Gouchón y Belisario Roldán a la iniciativa revelan también una llamativa apertura ideológica en un sector de la elite del centenario. El mismo Joaquín V. González, que promovió la ley de residencia, propuso en 1904 una ley nacional de trabajo que incluía la cobertura de accidentes laborales, la jornada de ocho horas y la igualdad para la población indígena. Fue rechazada por el anarquismo y por la UIA, en este caso con argumentos de un proteccionismo que resultaría simpático a algún funcionario de hoy. González, ministro de Julio Roca, recurrió para elaborar ese precoz código laboral a socialistas como Ingenieros o Del Valle Iberlucea. Ocho años más tarde, Roque Sáenz Peña pactó la ley de voto secreto, obligatorio y universal -excluyendo a las mujeres, es cierto- con Hipólito Yrigoyen. Por lo visto, hace un siglo se dialogaba más que ahora.
En 1910 la Argentina era lo que Juan Carlos Torre denomina un gran laboratorio social. Entre 1870 y 1930 la población pasó de 2 millones de habitantes a 11 millones. En 1869 quienes vivían en localidades de más de 2000 habitantes eran el 28,6% del total; en 1914, el 52,7% (más que en Estados Unidos, apunta Pablo Gerchunoff). La tasa de escolarización de niños pasó, en el mismo período, de 19 a 52%. Francis Korn consignó hace poco en La Nacion que entre 1887 y 1914 la cantidad de gente aumentó 264%, mientras que los propietarios aumentaron 400%. La población ubicada en conventillos pasó de ser el 25% de la ciudad a ser menos del 10%. "Y todavía no había aparecido una vivienda peor", aclara Korn.
Ideas discutibles.
Otra noción discutible, pero habitual en las asambleas universitarias de La Plata de cuando la Presidenta estudiaba, es que una perversa conspiración externa condenó a la Argentina a un indeseable rol de productor agropecuario, privándola del destino industrial que -hay que suponer- tenía muy a mano. Sin embargo, en 1914 -apunta Gerchunoff- la Argentina era el más industrial de los países iberoamericanos. La producción manufacturera representaba el 16,6% del total; en Chile, el 14,5%; en México, el 12,3%, y en Brasil, el 12,1%.
Estas cifras exhiben el segundo extravío del planteo de la señora de Kirchner: su aislacionismo. Si comparara la trayectoria de la Argentina con la de otros países, ajustaría su diagnóstico. En 1910, con un PBI de 26.000 millones de dólares, la economía argentina era la primera de América latina y se encontraba entre las 9 más importantes del mundo. Sólo era superada por Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Bélgica y Canadá. Hoy ocupa el puesto 57. En cuanto al PBI per cápita, hacia 1910 la Argentina ocupaba el octavo puesto. Con 3822 dólares por habitante, sólo era superada por Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Bélgica y Suiza.
Hacia 1925, en términos económicos, la Argentina era 30% más grande que México o Brasil, 20% más grande que Australia e igual que Canadá. En ese mismo año, con el 16% de la población de América latina, tenía el 45% de los teléfonos y el 58% de los autos de la región. Torre recuerda que en 1927 era el segundo consumidor de películas producidas en los Estados Unidos y contaba con 972 salas de cine.
La condena de Cristina Kirchner a ese país del centenario cuenta con numerosos precursores. Como observó Halperín Donghi, se trata de una visión historiográfica -la del revisionismo nacionalista- que supone que la Argentina debe ser rescatada de la decadencia en la que ingresó cuando se integró al mercado atlántico y se aproximaron su economía y sus instituciones a estándares internacionales exitosos. Contra toda estadística -típico problema de los Kirchner- el discurso oficial propone otro derrotero: la vía nacional al desarrollo, las reglas propias, una receta cuyo valor radica en que es "nuestra". Desde esta perspectiva, valió la pena que la señora de Kirchner haya condenado el centenario. Ahora está más claro por qué, para el segundo, el país se ha replegado sobre sí mismo, se rige por una contabilidad autóctona, adopta un comportamiento internacional imprevisible e intenta, como puede, reinventar la rueda.
Carlos Pagni, para La Nación.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Patriotismo.

Lejos de la pompa acosadora, mutantes y buscas patrullan con displicencia la “Ciudad Bicentenarizada”. El estruendo hiriente que envuelve al Centro suscita la respuesta despreciativa de un sarcasmo sordo. Las gentes van y vienen, rodeadas de un pronunciado aire de ajenidad. Los fastos encarados a alto costo para celebrar los famosos doscientos años del país no los afectan, ni tampoco interpelan.
En varios sentidos, las muchedumbres porteñas miran de reojo y con fastidio el desparramo en una ciudad colapsada por preparativos de gruesa teatralidad. Se nos informa que estamos de fiesta.
Con la 9 de Julio literalmente intervenida, las laterales son corredores de pintoresco existencialismo, patrullados por merodeadores de todo pelaje. Al mediodía del jueves, camino por Lima desde Avenida de Mayo, y paso junto al sobredimensionado stand de las Madres de Bonafini convertidas en estatuas. Por la acera, innumerables tarjeteros, uno cada diez metros, reparten una folletería reveladora de un país envilecido donde innumerables desocupados rasguñan el fondo de la olla. Entregan unas pequeñas octavillas de 8x5, las mismas que decoran las derruidas cabinas telefónicas, vergonzosamente subsistentes.
En Buenos Aires la explosión incontenible de la promoción de servicios sexuales es llamativa. Las pequeñas tarjetas incluyen dirección formal y teléfono de línea de los burdeles. Sus apelaciones son pedestres. Completita, dulce y atrevida. Cumplimos todas tus fantasías. Sólo para exigentes. Sensual y atrevida. Ambiente climatizado. Solita en mi departamento. Te espero. Firman Candela, Pamela, Sofía, Aby, Brisa, Abril.
Ruidosos, beligerantes, invasivos, los bondis marchan a paso de hombre, paragolpe contra paragolpe. Nadie entiende por qué, ni para qué tamaño desbarajuste, pero por todas partes un patrioterismo banderillero y desfachatado pretende justificar el desorden, como si esta gestualidad callejera tan desaforada fuese equivalente a la exaltación de nobles ideas nacionales.
Esas gentes caminan a mi lado, rozan o chocan sus cuerpos, enajenados y miran sin ver nada. Habitan este tablado nacional de fines de la segunda centuria. ¿Estamos molestos? Claro que sí, pero nuestra reacción encarna la irritación arquetípica de esta época argentina, ya que nuestro prurito de fastidio no sale de un intrínseco aislamiento. No cambia nada.
El Teatro Colón muestra su formidable estampa recuperada, puesta en valor tan impresionante que sólo será debidamente valorizada dentro de algunos años, pero hasta en su propio entorno no se han podido evitar las radiografías más elocuentes de la rispidez social. En una Plaza Lavalle embellecida a fuerza de rejas para acotar el vandalismo galopante que barbariza los espacios públicos de este país, y cuya impronta de destructividad más furiosa se hace ver en Buenos Aires, césped, arbustos, canteros y árboles coexisten con grupos de indigentes que duermen al sereno, bajo tolderías vergonzosas. Hay que ser necio o deshonesto para no advertir la ostensible degradación humana patentizada en las calles de esta ciudad.
En una metrópolis donde había por lo menos diez espacios abiertos, enormes y propicios para montar la gran exhibición del patrioterismo gubernamental sin asfixiar a la gente, el Gobierno exhibe su desaforada espectacularidad en torno del Obelisco, para enloquecer aún más la vida cotidiana de decenas de millares de personas durante un mes, antes y después de este 25 de Mayo. No optaron por la Costanera Sur, el Parque Indoamericano, el Autódromo, o el Parque de la Memoria en la Costanera Norte. No. La idea es de un populismo primitivo y rutilante, para enfadar a la mayor cantidad de gente, la mayor cantidad de tiempo posible y al mayor costo.
Supuestamente “autónoma” desde 1994, la Ciudad de Buenos Aires padece impotente la trituradora estatal, que cierra calles, desvía tránsito y destruye espacios oportunamente reparados. En muchos sentidos, todo lo que acontece pareciera sugerir que hay en curso un “máster plan” perverso, indómito e imparable, destinado a cambiar la sustancia y espíritu de una ciudad a la que el poder nacional desdeña, por demasiado burguesa.
Sentadas en cuclillas, a la manera andina, personas ataviadas como indígenas del Altiplano venden objetos, supuestamente artesanales, exhibidos en sus mantas en la esquina, supuestamente peatonal, de Avenida de Mayo y Perú. Para acentuar su apariencia de habitantes legítimamente originarios, beben mate y fuman unas imponentes pipas, junto a la legendaria confitería London eternizada por Julio Cortázar en Los premios, sitio otrora encantado en apasionantes tiempos ya idos.
Recorrer la ciudad observando sus intersticios con morosa y atenta prolijidad revela existencias sorprendentes. ¿Qué tienen que ver esas estampas de derrota y abatimiento con la prepotente y grosera exhibición nacionalista que se agiganta este 25 de Mayo?
Cerca del Congreso, los que viven y duermen en la calle dejan sus colchones sobre los altos alfeizares del edificio del Senado, en la esquina de Solís y Rivadavia. Cuando anochece los bajan, se acurrucan en ellos y ahí se quedan hasta la madrugada. No menos de 50 seres duermen en esos huecos, alimentados de noche desde camionetas del Gobierno de la Ciudad que reparten comida caliente en la Plaza del Congreso. Pocas cuadras más al sur, en la esquina de Solís y Belgrano, a cien metros del Departamento de Policia, un chico está casi todo el día echado al piso junto a una boca de respiración desde la que sale el aire caliente de la cocina de una pizzería.
Mutantes, ambulantes, resignados, alelados, gente desorientada y condenada, sobrevive malamente en una impávida ciudad emborrachada de banderas argentinas y Bicentenarios pretenciosos.
Si me despojo, por un breve instante, de los efectos anestesiantes del brebaje patriotero, percibo de modo rotundo, las imágenes de una puesta en escena indecorosa, como si una gruesa capa de maquillaje intentara tenazmente vestir de tersura y belleza un rostro descompuesto y surcado de arrugas.
Pepe Eliaschev

El desarrollo económico exige más rigor intelectual.

En los tiempos del Centenario, el ingreso por habitante argentino era el octavo del planeta y equivalía al 70% del de los EE. UU.; hoy ocupamos el lugar número 45° de dicho escalafón y el PBI per cápita es apenas un tercio del estadounidense. Resulta claro que en materia de desempeño económico los últimos cien años han estado marcados por un deterioro relativo. Y esta divergencia se profundizó aún más en las últimas décadas.
Desde 1975 el PBI per capita argentino creció a una tasa promedio anual de sólo 0,7%, ritmo al cual se requerirían 104 años o cinco generaciones para duplicar el ingreso por habitante. Tomando el promedio del mismo período, Brasil necesitaría 47 años, Chile sólo 22 años y China apenas 8 años para conseguir el mismo objetivo. Lo que resulta aún más preocupante es que nuestro magro crecimiento promedio se ha obtenido con muchos altibajos: años de buen ritmo de crecimiento se intercalaron con severas caídas.
En los últimos 35 años sufrimos nada menos que quince recesiones y siete crisis que hasta poseen nombre propio (Rodrigazo, Crisis de la Deuda, Plan Austral, Plan Primavera, Hiperinflación, Plan Bonex, Tequila, 2001). Una de las consecuencias más nefastas de este comportamiento volátil es el empeoramiento de la distribución del ingreso. Si bien hoy tenemos un ingreso por habitante 25% mayor que en 1975, el 10% más pobre de la población se encuentra un 20% peor en términos absolutos que hace más de tres décadas, con todo lo que ello conlleva en términos de perspectivas de futuro, cohesión social, educación, deterioro de la salud, penetración de la droga y exposición a la delincuencia.
El gran desafío que nos aguarda es el de revertir esta tendencia para alcanzar el desarrollo. Sin embargo, no se trata de una tarea sencilla, sino más bien de un proceso paulatino, laborioso y constante. Si, como piensan algunos, crecer al 8% por año dependiera sólo de mantener un tipo de cambio competitivo y superávit fiscal, ningún país del mundo padecería la pobreza. Las evitables tensiones que vivimos en la actualidad, en términos de inflación, deterioro fiscal y social, e imprevisibilidad, cuando otros países de la región parecen haber ingresado definitivamente en otro sendero, son muestras cabales de que es preciso encarar algunas cuestiones con un mayor grado de rigurosidad intelectual. No caben dudas de que un entorno más estable resulta imprescindible.
Si la macroeconomía es predecible, podremos mejorar la calidad de vida de la gente, la capacidad de acción del Estado y las posibilidades de las empresas de producir más y mejor. Sin tener que desperdiciar recursos en entender la realidad financiera o regulatoria, en contener la injerencia de funcionarios desvariados o en acertar en sus proyecciones de inflación, las firmas podrán concentrarse en agregar valor para los consumidores, los bancos podrán dar más crédito y a mayores plazos, y el sistema tributario podrá converger a estándares que puedan proveer los recursos para un Estado moderno sin obstaculizar el crecimiento de la actividad privada.
La estabilidad constituye así un primer paso para conseguir el aumento de la productividad, indispensable para mejorar el estándar de vida de una sociedad de forma sostenible. Pero también permitirá encarar otro nivel de planificación de largo plazo que vaya en la misma dirección.
Será preciso retomar una prioridad perdida hace tiempo que es la del capital humano, al menos en cuatro facetas: una garantía de ingresos mínimos para todos (por fin incorporada mediante la Asignación Universal por Hijo, pero cuyo diseño es perfectible para hacerlo más universal y sustentable), la mejora de la calidad de la educación para el mundo que viene, la adecuada distribución de la población a lo largo y ancho del país, y la política inmigratoria. Y a ello habrá que sumarle una ampliación de la infraestructura que facilite la agenda de lo productivo (transporte, puertos, etc.) y el rediseño de una matriz energética sustentable y diversificada que aproveche nuestros ingentes recursos naturales de la manera más inteligente. Para discutir y trabajar con seriedad estos temas resulta imprescindible que exista el marco adecuado.
Es por eso que una tarea fundamental tendrá que consistir en recomponer instituciones vitales de nuestra democracia como son los partidos políticos. En lugar de ser espacios donde se elabora y defiende cierto cuerpo doctrinario, se forma gente e, inclusive, se acota el margen de acción del que pueden disponer sus líderes al acceder al poder, éstos se han transformado en un ejemplo acabado del cortoplacismo al que las crisis nos han empujado y hoy son meras maquinarias que buscan alinearse detrás del candidato con mayores oportunidades de ganar. Si pretendemos construir con otra calidad nuestro destino, es tiempo de dejar de lado el discurso facilista de la antipolítica y participar en su mejora.
Las decepcionantes experiencias del pasado no deben ser motivo de enfrentamiento sino servirnos de lección colectiva para no cometer los mismos errores. La nueva configuración económica mundial presenta importantes desafíos pero también oportunidades extraordinarias. Está en nosotros la posibilidad de pararnos en este Bicentenario con los ojos puestos en el futuro.
Martín Lousteau. Ex Ministro de Economía.

La recuperación de lo festivo.

Tres dimensiones aparecen en la conmemoración del Bicentenario. Por una parte, se ha recuperado un aspecto algo olvidado de nuestras celebraciones: lo festivo. Casi dos siglos atrás, en 1825, un testigo inglés señalaba que el 25 de Mayo era ocasión para "un festival de tres días". Por entonces, las fiestas patrias consistían en entretenimientos en las plazas, como el juego del palo enjabonado, los circos con payasos, las carreras de chanchos, los conciertos de las bandas o los fuegos artificiales. Había un lugar, por supuesto, para la ceremonia oficial, el Himno, el tedeum y el desfile, y todo estaba bañado por un patriotismo algo genérico pero muy sano, que diferenciaba las Fiestas Mayas de las de Carnaval.Desde entonces, las transfiguraciones de este espíritu festivo fueron muchas. A fines del siglo XIX, el Estado incluyó las celebraciones patrióticas en su vasto proyecto de construcción de la nacionalidad. Las fiestas patrias seasociaron con los actos escolares, por una parte, y con los desfiles militares. La presencia de algún soldado, o un policía en los actos escolares, y un Himno Nacional ejecutado por una fanfarria militar marcaron la convergencia de las dos dimensiones. A medida que avanzó el siglo XX, el ritual patriótico se fue apartando de lo festivo y llegó a ser opresivo, sobre todo cuando se envolvió con un discurso duramente nacionalista, autoritario y belicista.
Luego de 1983, la civilidad democrática se reencontró con sus fiestas. Durante unos años, la celebración patriótica se asoció con la exaltación del pueblo y de la libertad, los rituales se aligeraron y se aceptó que, en democracia, había muchas formas de celebrar a la patria.
Como otras bellas ilusiones de aquellos años, aquel reverdecer celebratorio fue retrocediendo. Si bien los sones marciales no reaparecieron, la militancia ciudadana retrocedió y las fiestas patrias fueron, gradualmente, apenas otro feriado más.
En estos días, la dimensión festiva originaria se ha recuperado. Mucha gente colmó los espacios públicos, disfrutando de los variados espectáculos ofrecidos. Por cierto, en esa presencia festiva no se advierte una inspiración patriótica particularmente marcada, lo que es una pena. Tampoco, afortunadamente, los participantes de las celebraciones se han hecho cargo de la impronta política particular que el Gobierno ha querido darle, con la presencia de sus íconos preferidos. El entusiasmo por los festejos fue lo mejor de la conmemoración, pero nada indica que esto haya de repetirse, por lo menos antes del otro bicentenario, en 2016.
* * *
Una segunda dimensión remite no ya a los doscientos años de la patria sino al clima político del momento.
El Gobierno ha usado también esta ocasión para afirmar su negativa a compartir cualquier espacio social o simbólico con quienes piensan distinto. Le imprimió a la celebración un aire de pelea que encontró eco en algunos en el otro lado. Unos fueron invitados y otros no. Los invitados plantaron a sus frustrados anfitriones. Los espacios se dividieron: unos en el Colón y otros en el Obelisco. Unos en Luján, con su parafernalia partidista, y otros en la Catedral, más recatadamente, aunque escuchando ambos el mismo mensaje por parte de los obispos. En suma, estuvo presente la pequeñez y mezquindad que hoy caracteriza la confrontación política.
Hay una tercera dimensión que brilló por su ausencia. Además de fiesta y ceremonia, las conmemoraciones, personales o colectivas, son una invitación a la reflexión. El ejemplo del primer Centenario es contundente. Entonces las elites dirigentes hicieron un balance profundo, como el de Joaquín V. González. No escatimaron elogios por los logros, pero se concentraron especialmente en los problemas y los conflictos. Además de avizorar las tormentas, pensaron sobre las soluciones, como por ejemplo la ley Sáenz Peña de 1912. Eran reformas que el Estado quería y podía ejecutar.
En este segundo Centenario, la poca reflexión habida ha corrido exclusivamente por cuenta de quienes, en medio del clima de la pelea, se preguntaron por cuestiones que van más allá de 2011: las famosas políticas de Estado, el proyecto nacional, o como quiera llamárselo. El Estado se mantuvo ausente de esa reflexión, limitado por el autismo del grupo gobernante. Quizá también estuvo ausente porque nadie ve que, en su situación actual, este Estado de estructuras licuadas y preso de los grupos depredadores sea capaz de emprender algún proyecto de envergadura. 
Luis Alberto Romero. Historiador.

Esa obsesión por dividir y fracturar.

Dividió la historia y fracturó el presente para convocar a la unidad nacional a partir de la experiencia de ellos mismos. Esa contradicción rupturista y egocéntrica de Cristina Kirchner chocó ayer, sobre todo, con una sociedad que se encontró con una razón de la existencia nacional y que se volcó masivamente a las calles. No eran argentinos enarbolando banderas partidarias (éstas existieron sólo en los actos del kirchnerismo), sino mucho más conscientes que sus gobernantes del instante excepcional y único de la historia que estaban viviendo. Millones de argentinos se encontraron en el espacio público para celebrar un aniversario que nunca más volverán a vivir. Quizá futuras generaciones podrán hacer planes para sus próximos 100 años, pero seguramente no serán las que están hoy con vida.
¿Es extraña esa fractura en los hechos y en el discurso de los Kirchner? Por el contrario, actos y palabras de verídica unidad por parte de los gobernantes argentinos hubieran significado la sorpresa de lo original. Simplemente, fueron coherentes. Esa coherencia entre fisuras constantes convirtió la conmemoración de la fecha patria en una convivencia inestable y permanente entre dos Argentinas.
De hecho, no hubo en los últimos cuatro días un solo acto que comprendiera a las diversidades políticas, sectoriales, religiosas y sociales. Donde estaban unos no estaban los otros; donde cabía un discurso no tenía lugar ningún otro discurso distinto. Los actos de Cristina Kirchner fueron ceremonias casi monárquicas que sólo admitieron a los propios, salvo algún gobernador disidente y escasos legisladores opositores (dos, nada más). El resto fue la platea eterna de los fastos kirchneristas, tan cercanos ya a la adulación de los líderes que se tornan incompatibles con una República.
El otro acto fue el de la reapertura del Teatro Colón, donde convivieron amablemente peronistas, radicales, socialistas y la centroderecha de Pro. Más allá de las personas que allí expresaban esas ideas, es probable que en ese estilo, civilizado y pacífico, se esté incubando el futuro no tan lejano de la Argentina. Un río social subterráneo parece crecer con fuerza bajo el suelo presuntamente seguro de los actuales gobernantes. Los argentinos que atestaron las calles de Buenos Aires preferían estar unidos antes que inexplicablemente divididos. Nunca se vio mejor que en esos contrastes entre el llano y la cima el irreversible ocaso del proyecto y del estilo kirchnerista.
Merece un paréntesis la presencia en el Colón del presidente uruguayo, José Mujica. Fue el único presidente extranjero que decidió, audaz como es, desafiar el malhumor de los Kirchner; él, un viejo guerrillero, razonable ahora, se entendió sin inconvenientes con Mauricio Macri, un acaudalado descendiente de una familia de empresarios.
Ni Mujica dejó de ser lo que es ni Macri cambió sus ideas. Macri le debe a Mujica más de lo que está dispuesto a aceptar. El viejo presidente legitimó con su presencia la convocatoria del jefe porteño y blanqueó al Colón del equívoco color de las ideologías. Mujica contó que su padre, un humilde trabajador uruguayo, ahorraba de su salario para poder ir al Colón de vez en cuando. Por eso, su hijo estuvo ahí.
Es difícil explicar por qué la Presidenta corrió hasta Luján huyendo de la homilía del cardenal Jorge Bergoglio. Al final, en Luján la esperó un sermón casi idéntico del obispo Agustín Radrizzani. Los discursos eclesiásticos pregonaron el diálogo y el consenso, el valor de las instituciones por encima de los liderazgos fugaces, y remarcaron la existencia de niveles inexplicables de pobreza. Los dos dijeron lo mismo.
La Presidenta intentó la división hasta en territorios que pertenecen a la religión, donde sólo se transmiten e interpretan las palabras de Dios. La religión (la católica es inmensamente mayoritaria en el país) es también un bien común de los argentinos que no hace diferencias entre sectores sociales ni políticos.
¿Quién le dijo que Radrizzani sería mejor que Bergoglio? El mensajero presidencial no sabía de lo que hablaba o entendió que la Presidenta sólo quería fugarse de la Catedral de Buenos Aires. Radrizzani puede tener matices de estilo distintos de Bergoglio (¿por qué no, si son dos personas distintas?), pero integra el mayoritario centrismo de los obispos argentinos. Estos reconocen en el cardenal de Buenos Aires a un valioso líder religioso. Peor fue el resultado de las concurrencias: mientras la Catedral de la Capital estuvo llena de gente común que no ostentó ninguna identificación partidaria, la de Luján estuvo marcada, otra vez, por la presencia de las delegaciones políticas, trasladadas generalmente por los escépticos barones del conurbano.
Dos Argentinas se movían aquí y allá, por todos lados. Populares artistas, aunque mayoritariamente de un color ideológico determinado, actuaron bajo la organización de los actos del gobierno nacional. Otros artistas, menos ideologizados, trabajaron o presenciaron el espectáculo del Colón. Hubo multitudes en los dos lados. Ni una multitud era kirchnerista ni la otra era macrista.
Esa corriente incesante de divisiones llegó a su apogeo con el discurso presidencial de ayer. El Centenario fue un horror, empezó Cristina. Extrapoló los valores de entonces a los de ahora, se negó a comparar los progresos sociales y políticos de la humanidad durante un siglo y no reconoció el esfuerzo de la generación de 1910 para hacer de la Argentina una de las principales potencias económicas del mundo. La Argentina de hoy es mejor en muchos aspectos, pero no tiene la pujanza económica de entonces ni el optimismo social de hace un siglo. No es cierto, por lo demás, que éste sea el mejor momento democrático que la Argentina haya vivido nunca, como aseguró la Presidenta, siempre autorreferencial.
La batalla permanente
"La vida es una batalla permanente, una todos los días", se le escapó a la Presidenta, aunque se dio cuenta en el acto del desvarío del inconsciente y trató de suavizar ese desliz, que fue la mejor profesión de fe kirchnerista. ¿Por qué tenía que ningunear a España, delante de su embajador, cuando mencionó despectivamente que un miembro de la corona española había sido la figura central del Centenario? ¿No se pavonea ella ahora con la supuesta amistad de los actuales reyes españoles? ¿Nadie le dijo, además, que en el Centenario visitaron el país los presidentes de Chile y de Brasil en medio de ceremonias mucho más importantes que las de ahora?
Ninguna otra cosa, sin embargo, fue tan divisoria -ni tan explicativa del presente- como la entronización de Ernesto Guevara en el panteón de los próceres latinoamericanos. El "Che" es un mito y no un héroe; al mito se le permiten todas las fantasías que al héroe se le niegan. Guevara fue una persona valiente, pero de una asombrosa frialdad para matar y para hacer matar, para descerrajar guerras civiles y para enfrentar a los hombres y bañarlos de sangre.
Esas ideas no están en la Argentina de hoy, desde ya, pero sus conceptos de grietas y crispaciones parecen ser las predominantes entre los que gobiernan. Abajo, la sociedad bullía levantando principios más generosos que una recordación sesgada e ideologizada, que los últimos rastros de una polarización condenada a vivir su otoño. 
Joaquín Morales Solá.