viernes, 31 de octubre de 2008

Símbolo de democracia.

En una noche como la de ayer, hace justo 25 años, Raúl Alfonsín daba vueltas, solitario, alrededor de la pileta de la quinta de un amigo en el Gran Buenos Aires. "No puede ser, no puede ser", repetía cada vez que alguien le acercaba la información de que había ganado las elecciones presidenciales. Eran sólo versiones, porque la dictadura guardó la información hasta bien entrada la noche, atemorizada ante la eventual reacción del peronismo. El hombre seguro de la campaña, el líder de discursos electrizantes y denuncias vibrantes, se mostraba incrédulo ante una novedad ciertamente histórica. El peronismo acababa de perder las primeras elecciones libres desde que Juan Perón había fundado un partido.
¿Cómo empezar en un país devastado por los conflictos políticos, económicos y humanos? ¿Por dónde debía empezar? Alfonsín había llegado a esa epifanía política con un equipo de viejos amigos y con la amplia estructura partidaria del radicalismo. Su fiel amigo David Ratto, prematuramente muerto, hizo quizá la última gran campaña publicitaria de su vida con la elección de Alfonsín. Raúl Borrás, otro hombre sorprendido por la muerte temprana, fue el jefe político del desorden radical que significó aquella campaña electoral.
Alfonsín no tenía muchos recursos; en la Capital sólo poseía un departamento de escasos dos ambientes exiguos en Juncal y Libertad. Ahora, en la vejez, tiene sólo un poco más que eso. Sin embargo, desde el momento en que se hizo oficial su victoria quedó claro que su gestión se enfrascaría en dos objetivos fundamentales. Uno: crear una cultura democrática en un país que había perdido los hábitos de la democracia, después de cincuenta años de autoritarismos de facto o elegidos, de gobiernos civiles frágiles y de frecuentes interrupciones militares. El otro: que la democracia no fuera, otra vez, una experiencia efímera en la vida de los argentinos.
Venció la impronta de un gallego cascarrabias, como él mismo se suele definir, para dedicarse a construir una civilización política tolerante y plural. La Argentina sería uno de los primeros países de América latina, sembrada entonces de gobiernos militares, en encontrar la fórmula del progreso democrático. Alfonsín terminó en los años 80 convertido en un ícono mundial del restablecimiento democrático latinoamericano.
Eso sucedió en el mundo. La faena en la Argentina fue más ardua que un emblema conspicuo o que el videoclip de una canción de Michael Jackson con imágenes de Alfonsín (que también existió).
Alfonsín pertenece a una generación de políticos atrapados por las pasiones: son furiosamente peronistas o furiosamente antiperonistas. Los primeros son hijos de la intemperancia del primer Perón; los segundos son la consecuencia previsible de aquellas intolerancias. Alfonsín había militado siempre en la convicción de que el peronismo servía poco para la democracia. Esa es su verdad.
A pesar de esos convencimientos, prevaleció en el entonces presidente electo otra certidumbre: los asiduos golpes militares sólo habían sido posibles en el pasado por los enfrentamientos irreconciliables entre los partidos políticos y los dirigentes civiles.
Alfonsín había ganado ampliamente la elección presidencial (es el presidente radical que más votos sacó en la historia), pero su partido no controlaría el Senado ni los gremios. En el acto, comenzó a tender puentes de convivencia con el peronismo y dentro del propio radicalismo. Dejó algunas viejas ideas a un lado cuando se enfundó el traje de presidente.
La primera decisión que tomó fue ofrecerle a su reciente contrincante peronista, Italo Lúder, un lugar como ministro de la Corte Suprema de Justicia. Lúder rechazó el cargo, pero entre ellos ya se había entablado una secreta relación de acuerdos que no eran públicos.
En efecto, en medio de la campaña electoral se juntaron en una reunión muy reservada para fijar las reglas del juego: la competencia podía permitirse duros cruces políticos, pero ninguno de los dos daría golpes bajos.
La experiencia democrática en la Argentina era nonata todavía y no había lugar para los lujos de países con mayor civilización política. Esa fue la conclusión de ambos candidatos.
Dos viejos contrincantes internos de Alfonsín en el radicalismo, los balbinistas Antonio Tróccoli y Juan Carlos Pugliese, fueron designados ministro del Interior y presidente de la Cámara de Diputados, respectivamente. Ellos sabrían entenderse con el peronismo mejor que los alfonsinistas. Fueron leales y eficientes con el presidente al que habían enfrentado.
El peronismo, que se preparaba para combatir al nuevo gobierno desde una humillante derrota, vio de pronto abiertas las puertas del diálogo y la convivencia. No podía colocar la venganza como prioridad ante una sociedad con signos evidentes de fatiga frente a la violencia.
Los militares debían aprender de una buena vez que no se tumba impunemente a un gobierno civil. Así puede describirse la otra obstinación de Alfonsín. "Sin rencores ni venganzas", instruyó, no obstante.
Había prometido en la campaña electoral que por el horror de las violaciones de los derechos humanos pagarían los que habían dado las órdenes y los que habían cometido crímenes aberrantes. Nunca prometió que se juzgaría a todos los militares.
Este antecedente es importante para explicar lo que pasó mucho después. Le costó, eso sí, encontrar el método en el que encajaran su promesa electoral y los reclamos sociales sobre la revisión del pasado.
Tal vez la mayor injusticia de Néstor Kirchner, entre las muchas injusticias que cometió, haya sido pedir perdón a los familiares de los desaparecidos en nombre de un Estado que, según dijo, nunca había hecho nada.
Había que estar en los zapatos de Alfonsín en 1983, con las Fuerzas Armadas intactas aún en su tamaño y en la disponibilidad de recursos, para establecer en qué medida era difícil decidir enviar al banquillo de los acusados a los quince jefes militares más importantes de la dictadura.
Alfonsín no sólo hizo eso; también nombró una comisión de civiles notables, presididos por el escritor Ernesto Sabato, para hurgar, indagar y averiguar, hasta llegar lo más cerca posible de la verdad, sobre los desaparecidos. De esa investigación surgió el voluminoso libro llamado Nunca más , la mejor descripción que se ha hecho sobre aquel martirologio.
El peronismo no pudo escaparse de la nueva cultura política que se iba imponiendo en el país ni los militares pudieron evitar el juicio político al que los sometió la democracia argentina.
A partir del 30 de octubre de 1983, la sociedad se olvidó de gran parte de los problemas para vivir sólo la esperanza y el optimismo. Una suerte de amplia excitación social sobrevino luego de la elección de octubre.
A Alfonsín lo esperaban una economía en virtual default, el conflicto permanente con los gremios (sobre los que pudo hacer poco y nada), el zigzag con el escurridizo peronismo parlamentario y las fracasadas sediciones militares.
Pero eso ocurrió mucho después. Quien no haya vivido en la Argentina entre octubre y diciembre de 1983 no conoce lo que significa un instante único de felicidad colectiva. Alfonsín sigue produciendo esos momentos de civilización política, más aletargados y austeros, hasta en la actualidad.
Hace poco, peronistas, radicales, socialistas y conservadores se juntaron en La Plata, en medio de la crispada Argentina, para hacerle un homenaje al ex presidente radical. Y es el único político que, hasta ahora, le arrancó al matrimonio Kirchner palabras ponderativas del diálogo y el consenso.
Ese lugar en la historia de referente insoslayable de la democracia, de última reserva de un sistema político agobiado a veces de conflictos y de rupturas, no se lo ha sacado ni siquiera la posterior saga de aciertos y errores propia de cualquier vida.

Joaquín Morales Solá

viernes, 17 de octubre de 2008

"Ojo con tocarlo a Raúl"

“Ojo con tocarlo a Raúl / lo banca el pueblo / y por eso señor Presidente / decimos presente por cien años más.” Esa era una de las consignas esperanzadas que más cantaban los jóvenes de la Coordinadora allá por 1983, en el renacer de las instituciones después de la maquinaria de la muerte que instaló el terrorismo de Estado. Era la utopía del momento. Cien años más de democracia eran posibles. En eso estamos. Cien años más de Raúl Ricardo Alfonsín eran sólo una expresión de deseos. Esta semana, el ex presidente, rodeado de sus seis hijos y veintidós de sus nietos, exhibió la dignidad de sus 81 años. Pero también, la fragilidad de su salud. Con tozudez de gallego, un bastón de apoyo y el afecto de la gente que lo quiere, está combatiendo a un maldito enemigo llamado cáncer. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner destacó que ese homenaje se hiciera en vida. Es muy doloroso decirlo, pero todos son conscientes de que la muerte está acechando a ese hombre honrado que puede caminar con la frente alta por las calles. “¡Al-fon-sín, Al-fon-sín!”, coreaban sus viejos muchachos del sub-60 con más canas y kilos y mucho menos pelo. Tal vez ésa sea la más maravillosa música que se lleve en sus oídos. Tal vez la imagen de ese salón en paz y en convivencia, lleno de radicales, peronistas y socialistas, sea la última y mejor postal que recuerde de esa Casa Rosada que lo vio librar sus batallas más difíciles. Entre esas paredes, Alfonsín mezcló fortalezas y debilidades. Aciertos corajudos, como el juicio a las juntas, cuando todavía muchos temblaban frente a un uniforme. Y errores terribles, como aquel “Felices Pascuas, la casa está en orden”, frente a la sublevación carapintada que desembocó en las leyes de impunidad. En 1987 escribí junto a José Antonio Díaz un libro que fue el más vendido del año. Se llamó Los herederos de Alfonsín. Investigaba la historia oculta, el poder y el mito de la Junta Coordinadora Nacional. Florecía la primavera democrática y había voracidad por conocer quiénes eran aquellos jóvenes salidos de la cantera de la Franja Morada, hermanados en un congreso junto a la laguna Setúbal. Algunos medios se preguntaban sin ponerse colorados: “¿Son los Montoneros de Alfonsín?”. Allí reconstruimos la trayectoria militante de Enrique “Coti” Nosiglia, Federico “Fredi” Storani y Luis “Changui” Cáceres, los tres jefes territoriales. Y también la del grupo de “coroneles” más destacados: Carlos Becerra y Ricardo Lafferrière, además de Jesús Rodríguez, los hermanos Stubrin, Facundo Suárez Lastra y Raúl Alconada Sempé, entre otros. En ese texto que compraron 37 mil personas, arriesgamos una hipótesis desde el título mismo. Y la verdad es que, veintiún años después, con el resultado a la vista, debo reconocer que nos equivocamos. Está absolutamente claro que ellos no fueron los herederos de Alfonsín. Esa estructura poderosa y preparada para la lucha política fue prácticamente barrida después de que Alfonsín resolvió adelantar la entrega del poder y no terminar su mandato. Y a los otros, los pocos que sobrevivieron en los primeros planos de las decisiones, se los llevaría puestos el helicóptero de Fernando de la Rúa. Hoy, si bien siguen siendo hombres influyentes y de consulta, muy pocos tienen cargos relevantes en ese partido que hasta hoy, en Mina Clavero, discutió su destino y el del vicepresidente de la Nación, Julio César Cleto Cobos. Cortando grueso, hay que decir que tampoco se los ha visto desfilar por Tribunales ni tener alguna causa pendiente vinculada a posibles actos de corrupción. Se los ve prudentes, con perfil bajo, sin esas corbatas estridentes ni las camionetas con vidrios polarizados de los nuevos ricos. Ese mandato de honradez en la función pública que viene desde el fondo de los tiempos con Yrigoyen y don Arturo Illia parece ser una de las herencias que Alfonsín dejó. Probablemente no sea el pueblo su único heredero. Tal vez haya que buscar su legado en la honestidad y las ideas. Por eso, su último discurso, el del miércoles pasado en el Salón de los Bustos, va a quedar como su testamento político. Un tributo para los jóvenes que todavía creen que la política es la mejor forma de construir una sociedad más justa. En ese testamento, Alfonsín dijo que la política no es sólo conflicto, que también es construcción. Delicado en las formas, fue un claro mensaje al matrimonio Kirchner. Como decir que las palabras “enemigo” y “traidor” deben extirparse del diccionario republicano. Hay adversarios. Hay dirigentes que piensan distinto. Hay debates calientes y apasionados. Pero no debe haber enemigos entre los argentinos, para que no nos devoren los de afuera. Alfonsín también dijo que, desde que él asumió, no hubo ni habrá más presidentes de facto. Tiene autoridad para decir “Nunca más”, junto al ex fiscal Julio Strassera, quien lo acompañó en el homenaje. Alfonsín fue el partero del período democrático más prolongado de la historia, el que estamos navegando con miserias y grandezas, y que nos permite seguir construyendo esa bandera peronista llamada justicia social que todos queremos en el marco de esa bandera radical llamada libertad que todos necesitamos. Alfonsín miró con cierta desconfianza esa escultura destapada por la Presidenta. No sólo porque apenas se le parece. Sin pelos en la lengua, planteó que no hubiera aceptado ni permitido que se tomara como un halago a su persona. Que lo valoraba como un mensaje hacia la democracia. Ese es otro de los tesoros que le deja a su descendencia: el rechazo visceral hacia cualquier culto al personalismo. “Sigan a las ideas y no a los hombres”, dijo, como siempre dice. Las ideas nunca defraudan. Las ideas nunca traicionan. Las ideas no se matan ni se mueren. Las ideas sí pueden gritar presente por cien años más.
Alfredo Leuco

jueves, 16 de octubre de 2008

Los gobiernos y la crisis.

Parece que la palabra gobierno ocupa el centro de la escena. Se trata, por cierto, de un protagonismo inesperado. Hasta hace muy poco tiempo, al menos en relación con los flujos financieros, la voz de orden no la daban los gobiernos sino los mercados. En el quinquenio en que la riqueza de todas las sociedades, centrales y emergentes, crecía con extraordinario ímpetu resonaban otras voces, como la de Ronald Reagan en 1986: "Las palabras más aterradoras del idioma inglés son: «Soy del gobierno y estoy aquí para ayudar»."
Luego de que los gobiernos de los países centrales pusieran en acción un gigantesco rescate de bancos e instituciones crediticias liderado por Inglaterra, la sentencia de Reagan evoca más bien una pieza oratoria que cierra el ciclo inaugurado en los años ochenta del último siglo. Mientras tanto, en el capítulo que se abre, ya es un lugar común, cunde la incertidumbre. ¿Qué nos depara, pues, este tembladeral financiero? A medida que pasan los días, muy pocos hablan de depresión mundial, los más de una recesión, bajo el supuesto de que ya ha pasado lo peor; los menos, de los efectos políticos que traerá aparejada esta mudanza de comportamientos públicos. Cualesquiera sea el punto de vista, las percepciones dominantes de este tiempo espeso, concentrado en pocas y vertiginosas horas, nos advierten que el paisaje de la actualidad histórica ha cambiado, acaso profundamente.
La cuestión estriba en saber si este cambio tendrá, como el mundo desea, consecuencias virtuosas. Es evidente que, de acuerdo con un tradicional precepto de la prudencia política, los gobiernos en Estados Unidos y en Europa han actuado para prevenir males mayores. El expediente práctico al que han recurrido lo dice todo: buscaron poner a punto un salvataje financiero sobre la base de las experiencias del pasado. Aunque los expertos digan que esta crisis tiene poco que ver con la que sacudió a dos continentes desde 1929 en adelante, el lacerante cuadro del desempleo, de la desaparición del crédito y del proteccionismo, que marcó a fuego aquella década previa a la Segunda Guerra Mundial, hace las veces de un recordatorio tácito.
Mediante un conjunto de actos adoptados al calor de los acontecimientos, los gobiernos han llegado a la conclusión de que los errores del mercado no deben ser sancionados exclusivamente por el mismo mercado. Para quienes adoptan decisiones a uno y otro lado del Atlántico, en este momento no tiene relevancia alguna el sermón que, en la ciudad de Washington, hacia 1930, el secretario del Tesoro, Andrew Melon, le propinaba a su desesperado presidente, Herbert Hoover: "Liquide el trabajo, liquide las acciones, liquide a los agricultores, liquide la propiedad inmobiliaria. Así se purgará la podredumbre del sistema. Los altos costos de vida y el alto nivel de vida caerán. Las personas trabajarán más y llevarán una vida más moral."
Preceptos típicos de una moral individualista y severa que, si bien toma en consideración las consecuencias de las acciones humanas, no repara en el costo social de dichos efectos. Según esta visión, el mercado sanciona espontáneamente la codicia y el afán excesivo de riqueza. Hubris y Némesis, decían los griegos antiguos: la desmesura y el castigo. El miedo que posteriormente puede propagarse por el tejido social, en la forma de un desempleo masivo, es harina de otro costal.
El temor de los gobernantes actuales al miedo probable que podría desencadenarse en el caso de dejar al mercado librado a su propia lógica ha motivado este brusco cambio de rumbo. Así, por caminos que no estaban fijados de antemano, el mundo occidental explora de nuevo el perfil de una economía mixta (convengamos que en Asia esta fórmula no es en absoluto novedosa).
Habría que preguntarse, sin embargo, de qué economía mixta estamos hablando. ¿Las decisiones que ha adoptado en Londres el primer ministro laborista Gordon Brown son acaso semejantes a las que hace sesenta años impulsaba Clement Attlee, el líder más representativo del reformismo socialista de posguerra? Las semejanzas están por verse, pero, en todo caso, vale la pena señalar que una cosa es obrar por principios y otra, muy distinta, por las exigencias que impone una situación excepcional. Attlee puso los fundamentos de una economía mixta, estatizando una parte de la economía británica, porque esa operación configuraba, según su perspectiva ideológica, el mejor de los regímenes posibles. Brown lo hace, al contrario, para disipar la tormenta, tomando provisoriamente una porción de la propiedad de los bancos, para luego devolverla al mercado una vez aquietadas las aguas.
Aun así, nada es definitivo, porque la lucha que se ha trabado es entre la desconfianza masiva de los usuarios y la oferta de confianza que realizan los gobiernos. La desconfianza es el legado de una cultura de sobreendeudamiento que se esparció por las economías más prósperas del planeta; la oferta de confianza, por otra parte, consiste en averiguar si los gobiernos serán capaces de forjar un pacto internacional de sustentabilidad financiera, capaz de regular esta gigantesca globalización sin afectar las bases de la productividad e innovación de los mercados.
Es un desafío de calibre comparable al que culminó hace más de medio siglo con los acuerdos de Bretton Woods. Posiblemente sea aún más acuciante, porque pone en juego a un segmento del planeta ?las economías emergentes? que antes carecían de peso propio en el concierto de las naciones. Ese volumen tiene, en la actualidad, una contundencia demográfica que habrá de gravitar más todavía, en la medida en que China siga desarrollando una economía regida por los derechos de propiedad (la reciente reforma agraria en ese país así parece indicarlo).
No hay duda de que el mundo está en movimiento y no sólo por el crónico estado de guerra en Medio Oriente. ¿Qué deberíamos hacer nosotros frente a tamaña mudanza? Aprovechar nuestras ventajas, paradójicamente ganadas al precio de las malas razones derivadas de nuestro escuálido sistema financiero; aumentar la capacidad exportadora ante la caída de los precios de las commodities; defender la fortaleza fiscal mediante la eliminación de subsidios y procurar coordinar políticas en el Mercosur. Para el Gobierno es una prueba decisiva, porque a partir de este año el kirchnerismo se interna en el pantanoso terreno de la escasez fiscal. Adiós pues al populismo tarifario so pena de empantanarse más.
Esta última hipótesis ?inmovilizarse por tozudez? no es para nada descabellada. No hemos sabido ahorrar durante los años de abundancia con el objeto de pertrecharnos para los tiempos difíciles, como han hecho los gobiernos de la Concertación en Chile, con el respaldo de todo el arco partidario, ni tampoco hemos tenido el tino de poner al día una economía basada en la estabilidad de precios. En suma, el Gobierno adoptó el papel de cigarra en lugar de desempeñar el más modesto de hormiga.
Ahora, qué duda cabe, habrá que sufrir viento en contra. Con esta fábula de la cigarra tenemos algún aire de familia con las economías centrales hoy en crisis, pero es apenas un insignificante parecido, al comparar la capacidad respectiva de los estados y, desde luego, el volumen de las economías. Cuando la abundancia se eclipsa, el talante y la audacia del gobernante deben probarse en el contexto de la escasez por las buenas o las malas razones. Esperemos que sean las primeras.
Natalio Botana