lunes, 8 de febrero de 2010

Confesiones.

Su confesión no debería haber alarmado tanto. En el fondo, era previsible. Ella no es una mujer particularmente asombrosa; lleva años exhibiendo con ruidosa desvergüenza una chatura conceptual que no le quita gravedad a su pasmosa adhesión a los totalitarismos más explícitos. Sin embargo, que lo proclame por televisión y, encima, se ufane de su desvergonzada adhesión al mal, consiguió impresionar.
Expresar simpatía por Stalin, 47 años después de la muerte del tirano soviético, demuestra una notable constante en la regurgitación “progresista”, como si en el fondo, nunca se hubieran divorciado de los totalitarismos más viejos y evidentes.
En esa fuga a un pasado obsoleto y abominable, Diana Conti reactualizó la noche del martes 2 de febrero en el penoso espectáculo que ofreció en Le doy mi palabra por Canal 26 (vea el video), un interrogante que, para mí, suscita las conclusiones más truculentas.
¿Cómo y en qué circunstancias se explica que admiradores desprejuiciados de los regímenes antidemocráticos respalden, a la vez, a quienes gobiernan la Argentina hace casi siete años? ¿Se puede ser stalinista y kirchnerista, como la diputada Conti, que encima se enorgullece de serlo? Lo dijo muy claramente aquella noche: “Yo soy oficialista y mi rol es defender a un oficialismo que está siendo (sic) revolucionario en este país”.
Representante por el oficialismo del Congreso ante el Consejo de la Magistratura, donde es peón de brega del Gobierno para controlar y manipular jueces, Conti verbalizó una definición inolvidable. Tras decir que quienes criticaban al gobierno “revolucionario” de los Kirchner, aunque lo hicieran desde la izquierda, trabajaban para la derecha y la oligarquía, le pregunté si ése no era el mismo mecanismo que durante décadas le permitió a Stalin que sus crímenes masivos no fueran denunciados por los comunistas, para quienes todo ataque a la Unión Soviética, y en ese caso a Stalin, “jugaba” objetivamente a favor de los enemigos del pueblo.
Conti me dejó, lo confieso, con la boca abierta. Me dijo: “Yo no tengo problemas en ser stalinista, a lo mejor los problemas los podés llegar a tener vos…”, cuando le recordé que el régimen de terror del dictador soviético imperó durante casi 30 años y dejó un saldo de varias decenas de millones de muertos en la colectivización forzada del campo, los lúgubres “gulags” donde languidecieron millones de presos políticos, los intelectuales fusilados en los años treinta por ser judíos (“burgueses sionistas”, en la jerga stalinista) y los seguidores de Trotsky, perseguidos y exterminados, como el propio Lev Davídovich Bronstein, asesinado por la policía política soviética en México en 1940.
El kirchnerismo consigue seducir a confesos enemigos de la democracia y de las libertades. En los comienzos del gobierno de Néstor Kirchner, el entonces secretario general de la Casa de Gobierno, Carlos Kunkel, despachaba de espaldas a un enorme retrato de Juan Manuel de Rosas, a quien Kunkel admira –sobre todo– por haber gobernado con la “suma del poder público”.
Pero en el armado kirchnerista, que los paladines principales se referencien en Stalin y Rosas no asombra mucho. Han reclutado en sus primeras líneas de acción a seguidores orgánicos del dictador fundamentalista iraní Majmud Ahmadinejad, como Luis D’Elía, y mantienen en Venezuela a la embajadora Alicia Castro, que jamás ocultó su seducida debilidad por Hugo Chávez.
En verdad, desde el peronismo de toda la vida, estas adhesiones generan sarpullidos intensos. Stalin, Ahmadinejad y Chávez no enamoran a quienes evocan con cariño a Juan y Eva Perón. Que Conti se enorgullezca de su debilidad por Stalin es un episodio sin precedentes, no por ella, pobre, que esa noche exhibió una conducta personal que suscitaba más piedad que ira.
Es un hecho político fuerte la potente realidad que de esas palabras se desprende. En siete años de gestión, el kirchnerismo se ha impregnado de profesiones de fe y definiciones temibles. Si durante varias décadas el peronismo coqueteó, en la doctrina y en los hechos, con la derecha troglodita más fascista, la etapa K lo retorna a los merodeos radicalizados de los años 70, cuando Perón profesaba una admiración ostentosa por la China de Mao y la Corea del Norte de Kim Il Sung, en la época del “socialismo nacional”.

Algo invariable y recurrente en un tramo decisivo de la praxis peronista es su innegable admiración por dictadores mesiánicos y regímenes hegemónicos. Con el agregado de una novedad muy siglo XXI, que puso en evidencia la diputada Conti, cuando dijo que la riqueza de los Kirchner se justifica porque “hay que tener un patrimonio muy grande, una vida ya hecha, saldada, que tus hijos y nietos no te van a poder reprochar por tu actividad política, peleándote con el establishment. Ser rico no es un delito”.
En la Argentina, la experiencia demuestra, por una parte, la trayectoria del peronismo de John W. Cooke, Alicia Eguren, Rodolfo Ortega Peña y Rodolfo J. Walsh. Por la otra, siempre emerge el modelo Galimberti, aquel agitador de los años setenta que pregonaba y militaba en pro de una revolución nacional socialista; pero ya en democracia concluyó sus días como operador de empresas, al calor de las cuales sólo procuraba forrarse de dólares, logrando por medios capitalistas las recaudaciones que años atrás conseguía con secuestros y pago de rescates.
Siempre se regresa a los dólares, la supuestamente detestada moneda yanqui, a la que reverencian desde el mismo altar en el que les encienden velas a Stalin y compañía. Pero, claro, ésa es una parte del asunto, no la totalidad, porque siempre en su ya larga historia, el peronismo ha tenido figuras y tendencias de probada convicción democrática y sistemática oposición a todos los totalitarismos.
Lo lamentable es que siempre termine prevaleciendo la moneda más innoble, como si en sus casi siete décadas de vida, el peronismo siguiera siendo “podido” desde adentro por los pertinaces epígonos del mal, ésos que facilitan que se lo denuncie por incurable.

Pepe Eliaschev, para Perfil.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Alfonsín y Perón, para la historia.

Cuando estas líneas se publiquen, ya se habrán enumerado todas las cualidades de Raúl Alfonsín: su honestidad como gobernante, una virtud que los sucesores han vuelto más evidente; su vocación republicana, que lo llevó a librar peleas sin tregua contra la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado, una de las cuales ganó al promover la ley de divorcio; su coraje para enjuiciar a los opresores que habían sido dueños del país y disponían aún de fuerza para proteger su impunidad.
Se habrán mencionado también sus errores: la claudicación ante los carapintadas amotinados la Semana Santa de 1987; su penosa relación con el poder económico que terminó adelantando su salida del gobierno; las torpezas del pacto de Olivos, que intentaba fundar una república parlamentaria y sólo consiguió reforzar la omnipotencia presidencial y erosionar las instituciones. Ya se habrá dicho muchas veces, pero nunca las suficientes, que en su brújula no existió otro norte que consolidar la democracia recuperada en 1983, para que esa vez fuera la definitiva luego de cinco décadas de golpes de Estado.
Quizá no se haya escrito tanto, en cambio, sobre las contradicciones íntimas que debió afrontar desde su participación en el nacimiento de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, en 1975, que denunció la violencia paraestatal de la Triple A, hasta su papel como presidente en los días del delirante ataque armado al regimiento de La Tablada, donde hubo asaltantes del Movimiento Todos por la Patria que se entregaron con vida y luego aparecieron muertos.
Ninguno de los países del Cono Sur, igualmente asolados por las dictaduras del fin de la Guerra Fría, tuvo un juicio a los jefes militares como el que Alfonsín llevó adelante en la Argentina: una intervención ejemplar de los poderes del Estado para que nunca más se atropellaran los valores amparados por la Constitución. Ese gesto, y su terca resistencia a la adversidad, dieron esperanza a los pueblos de Uruguay, Brasil y Chile, que iban a recuperar sus libertades. Y al tiempo, amenazado el país por tres levantamientos militares, su presidencia promovió las leyes de punto final y obediencia debida que la Corte Suprema declaró inconstitucionales años después.
Mucho se habrán evocado también las emociones que Alfonsín despertó en octubre y diciembre de 1983, cuando el país se recuperó de sus largas y endémicas pesadillas mesiánicas luego de la trágica insensatez de la guerra de Malvinas, casi mil muertos con que la dictadura trató de prolongar una ilegitimidad que no había podido sostener con treinta mil desaparecidos. La arrebatadora campaña de Alfonsín fue acaso la última demostración espontánea de fe política, sin autobuses de alquiler cargados por rehenes de los punteros en busca de un viático, y sin la mediación decisiva de la televisión, hoy tan vinculada a intereses políticos.
Con esa campaña logró ganarle al peronismo por primera vez y por las buenas, allí donde años de torpe proscripción habían fallado. Tuvo entonces el maravilloso valor de llegar al corazón de los argentinos recordándoles cómo habían decidido formar una nación para buscar la paz y el progreso. Sólo bastó que en esos días recitara el preámbulo de la Constitución para que su voz se convirtiera en un recuerdo entrañable, para rescatar el Estado de Derecho que muchos habían despreciado ante los papelones grotescos de Isabel Perón o las utopías de socialismo, cuando todavía estaba en pie el muro de Berlín. Al repetir una y otra vez la letanía del preámbulo, reivindicó el respeto por la voz de los otros y por el diálogo civilizado con los adversarios.
Esas son las estampas que retendrá la historia. De ellas se han acordado muchos de los que hoy utilizan su muerte para legitimar sus propios intereses, actores políticos que se deshacen en panegíricos sobre las convicciones republicanas del difunto, así como en los años de su gobierno tejieron el lobby económico y el golpe de mercado que culminó en los saqueos y los muertos de la hiperinflación.
Debió entregar la presidencia seis meses antes de cumplir su mandato, pero al menos lo hizo a otro ciudadano elegido en comicios libres, adalid de un partido que no era el suyo. Alfonsín retrocedió pero no se rindió. Como él mismo decía, era un gallego duro. Los elogios a su capacidad de diálogo impiden ver la tenacidad y la firmeza con que llevaba adelante sus convicciones. Con frecuencia se olvida que encabezó el ala progresista del radicalismo desde que, en 1972, fundó el Movimiento de Renovación y Cambio, línea opuesta al balbinismo. Yo quiero contribuir a su memoria con otras estampas, episodios menores que reflejan, creo, el envés de esas medallas pero que, a la vez, lo retratan de cuerpo entero.
Lo conocí en Caracas a mediados de 1981. Se hospedaba en la casa de su amigo Adolfo Gass, quien sería elegido senador por el radicalismo cuando regresó del exilio. Estaba en la cama, postrado por una gripe tropical, y no advertí en él nada que me impresionara. Su aspecto y su lenguaje parecían los de un hombre cualquiera, sin señales que revelaran el futuro presidencial que le auguraban tanto Gass como el matemático Manuel Sadosky, quien me había llevado a conocerlo.
Quizá porque la gripe lo decaía, no vi en el Alfonsín de entonces el brillo político que hacía falta para que los argentinos decidieran seguirlo, arrostrando la indiferencia y el miedo infundidos por el yugo autoritario. Les confié esos reparos a Gass y a Sadosky, y ambos coincidieron en que el Alfonsín de pijama que yo acababa de conocer, de apariencia tan gris y modesta, se agigantaba en las tribunas, en el parlamento y en los discursos públicos. "Jamás se le olvida que la historia lo está mirando", me dijo Gass, "y que la historia lleva la cuenta de todo lo que dice y hace".
Volví a verlo en agosto de 1987, pocos meses después de las rebeliones carapintadas, ante las que había desoído el clamor de la multitud que lo apoyaba. Fui a visitarlo a la residencia de Olivos para anticiparle los temas generales de la entrevista que esa misma noche le haría por televisión. No puso el menor reparo a mis preguntas y me instó a interrogarlo con absoluta libertad. "Sólo le ruego", me dijo, "que si formula acusaciones contra mí o alguno de mis colaboradores esté seguro de que se apoyan en pruebas muy sólidas. Cuando se deslizan sospechas sobre la honestidad de un funcionario no hay defensa posible, porque la sospecha queda flotando en el aire y sigue manchando por mucho tiempo al más inocente de los inocentes." Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad, y así se fue, tan limpio como llegó.
Mientras nos despedíamos, le dije que seguía sin entender por qué había preferido parlamentar con los rebeldes carapintadas en vez de enfrentarlos acompañado por las cien mil personas que repudiaban el golpe en la Plaza de Mayo y se ofrecían a defender con sus vidas la democracia naciente. "Si aceptábamos esa apuesta habríamos podido perder todo: la democracia y muchas vidas", me replicó. "Pensé entonces cuál era mi deber ante la historia. Y no dudé."
"Algo parecido respondió Perón en 1970", le dije, "cuando le pregunté por qué, creyéndose más fuerte que los rebeldes en 1955, no había intentado defenderse". "No quise cargar sobre mi conciencia con un enorme derramamiento de sangre", me explicó Perón. "Esos son actos que no perdona la historia."
Al presidente se le ensombreció la sonrisa y dejó que la luz del mediodía se llevara la cordialidad que había guiado nuestro diálogo. Esa noche, en los estudios de la televisión, volvió a ser el de siempre: agudo, veloz para las réplicas, certero al citar los índices económicos sin desviarlos ni una décima. Cuando caminábamos por los pasillos hacia la salida me llevó aparte y me dijo con firmeza: "Me quedé pensando en su referencia de esta mañana. Quiero decirle que a mí Perón no me va a ganar la historia".
De modo que ahí estaba, entonces, la historia, la invisible madre de todas las batallas. Perón se había encolerizado en Puerta de Hierro cuando le hice notar que Evita estaba llevándole ventaja en ese duelo ante la posteridad. Y ahora Alfonsín, sin cólera pero con el mismo énfasis, vaticinaba que la historia iba a preferirlo a él, que devolvió a la conciencia civil la noción de respeto a los derechos humanos y a las instituciones republicanas, y no a Perón, quien permitió a la clase trabajadora integrarse a la vida política y económica, además de sumar el voto de la mujer.
Ahora que se van apagando las alabanzas y los reproches que suceden a las muertes, los grandes hombres se van quedando solos, a la espera de que la historia se pronuncie. A ella la eligieron como juez y le cedieron la última palabra. 
Tomás Eloy Martínez, para La Nación.

¿Qué aprendimos de 2001?

Pasaron casi nueve años desde aquellos sucesos que algunos caracterizaron como la crisis más grave del país desde su nacimiento. Voluptuosa expresión de cansancio moral, frustración y desesperanza colectiva que se alzó al grito de “que se vayan todos”. ¿Qué enseñanzas dejaron en el conjunto de la dirigencia aquellos días de ahorristas furiosos, supermercados saqueados y una represión policial que intentó –en vano–aquietar la rebeldía popular cobrándose más de 30 vidas? Como tantos otros hechos críticos de nuestra vida política, éste también tiene una cuenta pendiente con la historia y lamentablemente, muchos de los factores presentes en la crisis de 2001 siguen teniendo cierto “parecido de familia” con el presente. Estamos frente a una sociedad crispada, temerosa, con señales preocupantes de insatisfacción, intolerancia y agresividad en los múltiples planos de la vida cotidiana. Estamos también ante una dirigencia política que, salvo excepciones, aparece devaluada en la opinión pública. Una dirigencia que la gente percibe ajena a los problemas del ciudadano común, interesada en su propio beneficio personal o corporativo y sobre todo, una en la que la cooperación, la construcción de consensos y la institucionalidad importan menos que la satisfacción de su propio narcisismo. Al mismo tiempo, y como programados para la inestabilidad, la transgresión, como un estímulo que parece excitar nuestra autoestima social. Vivimos subvirtiendo el ordenamiento que imponen las normas. Un importante dirigente sostenía hace algún tiempo que los argentinos estábamos “condenados al éxito”. Sin embargo, creo que si profundizamos en el significado metafórico de esta frase, probablemente encontraríamos allí parte de la explicación de nuestros recurrentes fracasos como país: es porque estamos convencidos de que estamos condenados al éxito, que no vale la pena esforzarse demasiado para lograrlo.
Me divierte ver la cara del auditorio cuando en alguna charla sobre el perfil del argentino medio digo que en realidad, los judíos están equivocados cuando sostienen ser “el pueblo elegido”, comparten ese destino con otro pueblo que piensa lo mismo de sí mismo, claro que con un significado bien diferente: si para el pueblo de Israel, la condición de ser el pueblo elegido conlleva la idea de un pacto de lealtad, sacrificio y sumisión a los preceptos bíblicos, para el argentino medio “ser el pueblo elegido” implica la certeza de un destino de gloria y por tanto, de excepcionalidades y no de pruebas de sacrificio y sumisión a la ley. Aquel gol excepcional de Maradona se logró –vox populi dixit– de la mano de Dios. No hubo vergüenza ni culpa.
A pesar de todo, los argentinos vamos avanzando pudiendo dejar atrás algunos miedos y comportamientos inmaduros. Miedos que en su momento fueron neutralizados con racionalizaciones y fugas hacia adelante para huir de la angustia. Así, al terrorismo de Estado lo acompañó “el por algo será”. Al temor por el regreso de la híper, la confianza ciega en una convertibilidad que nos convenció de que habíamos alcanzado el primer mundo. Al irrespeto por los principios básicos de orden republicano lo enmascaramos con la idea de los beneficios de la transgresión y le dimos entidad transformadora a un comportamiento perverso que siguió minando la ya débil institucionalidad de nuestro país.
Lo que parece haberse disparado hoy entre los argentinos es un sentimiento generalizado de mayor control ciudadano sobre las decisiones públicas. La misma crisis de representación política hace que los electores se arroguen el derecho de controlar y sobre todo de exigir de los funcionarios una mayor rendición de cuentas sin intermediación institucional alguna. Esa nueva sensibilidad social comienza a advertir que el desdén por lo institucional privilegiando la ética de resultados, en el largo plazo, termina privando al país de sustentabilidad en materia de inclusión social y desarrollo. Aún falta mucho para alcanzar la ciudanía plena, para hacernos responsables de nuestro propio destino. Destino que sólo escribiremos si logramos convertir la mirada sobre el otro en un nosotros, privilegiando el futuro del país.

Graciela Romer. Socióloga. Analista de opinión pública.