martes, 12 de junio de 2012

Frenar la pasión por la desmesura.

El fracaso del aspirante Reposo a la Procuración General no fue otro que el de la estafa. No logró pasar por quien simulaba ser. Pero la derrota más honda provocada por este fracaso fue la de aquellos que, sabiendo quién era él, aun así lo apoyaron.
¿Por qué procedieron de ese modo? Lo hicieron porque, para el desempeño que se le requería, Reposo no debía contar más que con un único atributo. Ese atributo no demanda solvencia profesional, ni sólida trayectoria intelectual, ni mucho menos independencia de criterio. Ese atributo es el de la disposición a subordinarse sin condiciones a quien promovía su designación; a un poder, por lo tanto, que en incontables ocasiones ha sabido ofertar investiduras a cambio de obediencia irrestricta.
Se diría que la lógica aplicada para hacer de Reposo el candidato al cargo que finalmente no obtuvo manifiesta, una vez más, los atributos espectrales que debe reunir al menos buena parte de los funcionarios seleccionados por el Gobierno. Una vez que acceden a las investiduras que les han sido asignadas destruyen, mediante su insolvencia, el significado que ellas pudieran tener.
Al contrario de lo que William Shakespeare advertía en su momento acerca de la sed ilimitada de poder, hoy la ambición sin escrúpulos no esconde su naturaleza ni disimula su propósito. Estamos en un tiempo de siniestra franqueza en el despliegue de la perversión política. A diferencia de lo que sostiene el rey Duncan en Macbeth, poco antes de ser asesinado por aquel en quien más confía, los rostros ya no enmascaran las más secretas intenciones del alma. Por el contrario, las exhiben casi con ostentación. Es que abunda, también en la Argentina, un ejercicio del poder que deja ver sin pudor la índole siniestra de quienes lo cultivan o, para decirlo de otro modo, de quienes conciben como un derecho la burla de la idoneidad y la ley.
Postulado por Cristina Fernández como candidato para presidir la Procuración General de la Nación, Daniel Reposo es un ejemplo de esa convicción. Pero también lo es -hay que decirlo- de su inusual fracaso. En un brote de integridad invalorable, la mayoría parlamentaria se hizo oír para que la simulación y la estafa esta vez no prosperaran.
Pero, en estos días, el freno impuesto a la desmesura no sólo se hizo presente donde tanta falta hace, es decir en el Parlamento. La disconformidad con el Gobierno volvió a irrumpir en las calles, al son de las cacerolas. Quienes las hicieron retumbar le han dicho al oficialismo que no tiene allanado el camino que busca recorrer para postularse como expresión de la eternidad en la historia.
No se trata de sobrestimar el alcance de la protesta de la clase media ni la envergadura conceptual de su manifestación. Pero su legitimidad es indiscutible y su significado innegable. Las motivaciones que le dieron vida son tan valederas como las de cualquier otro sector social que decide denunciar la arbitrariedad de los que mandan cuando esa arbitrariedad tiene lugar.
La clase media encuentra en el manoseo de sus bolsillos el límite a su proverbial errancia política. Entre los escombros de tantos ideales que alguna vez fueron suyos, el del ahorro sigue en pie. Muchos querrían que fueran otras y más altas las motivaciones sustanciales de su rebelión: principios, digamos; reivindicaciones morales y cívicas de estatura republicana. Que sus manifestantes no esperaran a ver estrangulado su derecho al ahorro para que las calles los volvieran a contar entre los indignados con el autoritarismo oficial. Se supone, cuando tan elevadas razones se reclaman como fundamento de la protesta colectiva, que esa clase media tiene, todavía, un nivel de formación ciudadana como el que la caracterizó en un pasado ya distante. Y no es así. La clase media argentina no es hoy sino la sombra de lo que fue; saldo desvalido de un ayer en el que la educación, el trabajo y la cultura eran, junto con el ahorro, fuerzas promotoras de un perfil social inconfundible y singular incluso en América del Sur. Ese perfil, si no ha terminado de desdibujarse, está a merced de una crisis que lo ha transformado por completo. Por supuesto, nada de ello rebaja la validez de su protesta actual. Pero explica por qué esa protesta encuentra su eje vertebrador en la demanda económica. Otros valores políticamente decisivos, más sutiles y complejos quizá pero no más fundamentales ya no logran articular y desencadenar la protesta pública de la clase media. Los fervores cívicos de 1983 se han disuelto, arrasados ante todo por la catástrofe administrativa del radicalismo en el poder. Si se exceptúa el clamor constante que provoca la inseguridad, la rebelión ante la decadencia de la democracia argentina no despierta un espíritu de protesta colectiva que se haga oír en las calles. Se trata, en suma, de entender que, entre el vaciamiento doctrinario de los partidos opositores y la anémica sensibilidad republicana de la clase media, hay una relación de interdependencia cuyos signos son inocultables.
Lo ocurrido con la protesta campesina de 2008 parecería decir lo contrario. Sin embargo, de los pueblos del interior, laboralmente dependientes de la faena agrícola ganadera, provino muy buena parte del apoyo que en octubre de 2011 consagró como Presidenta a Cristina Fernández de Kirchner. Nadie ignora el porqué. Si el oficialismo no consiguió derrotar parlamentariamente al campo en 2008, sí lo hizo moralmente en las elecciones de la pasada primavera. La abundancia de dinero circulante se le agradeció al Gobierno con abundancia de votos. La memoria y los principios pudieron menos que el bienestar circunstancial.
Hoy el campo vuelve, con justa razón, a expresar su disconformidad con el tratamiento ofensivo que le dispensa la Casa Rosada. Pero no está demás preguntarse qué harían sus votantes de mañana si, hacia 2015, la situación de los productores, en una hipótesis fantasiosa, viera recuperada su lozanía de la mano del oficialismo. Insisto: no se trata de alzar las banderas del repudio al vil metal mientras se enarbolan las de presuntos bienes del espíritu. Se trata, en cambio, de abordar las cosas como son, en la medida de lo posible. Todo ello sin olvidar lo mucho que hace el Gobierno para minar la robustez de sus propios fundamentos.
Shakespeare creía haber aprendido algo esencial con Sófocles, Roma y la sangrienta historia de su país. Ese algo era que la desmesura termina por devorar a quienes la practican. Sus devotos, fatalmente, estallan por implosión. Se quiebran íntimamente a medida que multiplican sus abusos; a medida que se empecinan en confundir lo que febrilmente anhelan con lo viable; a medida que repudian a quienes les aconsejan obrar con prudencia y mejor discernimiento; a medida que desprecian como ficticias las consecuencias de esa peligrosa homologación entre la realidad y el deseo en la que incurren con tanta facilidad.
La Presidenta y quienes celebran como virtud mayor su estrechez de miras en órdenes decisivos para el país no parecen percatarse de la relación que guarda el transcurso del tiempo con la autosuficiencia empecinada. El desgaste, la erosión no afectan el paso de los días, sino esa autosuficiencia. Y más la afectan cuando ella se aferra al poder. Para contrarrestar ese desgaste, el Gobierno, absurda, locamente, embiste contra todos aquellos en los que su credibilidad pública y su estabilidad podrían encontrar respaldo. Al violentar las leyes del equilibrio mínimo indispensable, el oficialismo termina por no hacer otra cosa que emprenderla a palos contra su propia cabeza. "Ir por todo" bien puede terminar significando embestir contra uno mismo.
Volviendo a Shakespeare, vale la pena recordar que Macbeth creía estar avanzando cuando en verdad retrocedía. Enceguecido, acaso secretamente resignado a lo irremediable, le prometía a su turbulento corazón: "A mi propio interés todas las otras causas se someterán. Y si más no avanzase tanto daría volver como ganar la orilla opuesta. Ideas extrañas llenan mi cabeza. Las tomaré en mis manos y las ejecutaré sin detenerme a analizarlas".
Por Santiago Kovadloff, para La Nación

viernes, 8 de junio de 2012

Una teatral renuncia al dólar.

Hace unos días, Aníbal Fernández, interrogado respecto de qué pensaba hacer con sus dólares, contestó muy suelto de cuerpo: "Tampoco soy un tarado que tengo que salir a venderlos, golpeándome el pecho con un falso patrioterismo y perdiendo guita. Yo no tengo por qué perder dinero".
Puede que estas palabras hayan influido en Cristina Kirchner tanto o más que la campaña moralista de Víctor Hugo Morales contra la tentación verde para convencerla de la necesidad de dar el ejemplo y desprenderse de "unos dólares", tres millones para ser precisos (según ella, los únicos ahorros que tiene en esa moneda), e invitar a sus funcionarios a imitarla. Gobernar con el ejemplo ha sido un recurso que, con mayor o menor suerte y coherencia, han usado todo tipo de gobiernos, desde los más autoritarios y salvajes hasta los más democráticos y republicanos. Da el ejemplo, sin ir más lejos, el presidente uruguayo, Pepe Mujica, cuando se monta en su motoneta en vez de usar los autos oficiales, y también lo hacía Mao al conservar, en público al menos, el atuendo y los modos austeros de la vida campesina china. ¿Qué es lo peculiar de la ejemplaridad cristinista? ¿A cuál de esos modelos se parece más? Lo primero que advertimos es que, en sus discursos, ponerse a sí misma de ejemplo ha sido algo habitual, casi obsesivo: estamos ya acostumbrados a que la Presidenta haga referencias a su persona, su historia, sus experiencias y sus aprendizajes personales y familiares en los más diversos terrenos, para justificar las más variadas decisiones.
Se trata de un hábito que algunos podrán considerar molesto, pero que ofrece evidentes ventajas comunicacionales: infinidad de periodistas y personalidades del espectáculo lo utilizan con éxito para humanizarse y "estar cerca" de la audiencia. ¿Por qué reprocharle a Cristina que los imite?
Es más novedoso, en cambio, el recurso a dar ejemplos prácticos, con acciones de los gobernantes que los gobernados, en particular los pudientes, deberían imitar "por el bien de todos". Un primer experimento de este tipo fue la campaña de renuncia a los subsidios lanzada a comienzos de este año: igual que ahora con los activos dolarizados, se invitó a los "ricos" a no ser egoístas y a resignar voluntariamente un "beneficio inmerecido", para que el Estado pudiera seguir ofreciéndolo a quienes sí lo necesitaban, invitación que se reforzó con una lista de funcionarios altruistas encabezada, igual que ahora, por la Presidenta.
¿Cuál es el objetivo que se persigue con estos renunciamientos? Ante todo, al dar el ejemplo, igual que en sus discursos pero con más fuerza pues se trata ahora de la vida real y concreta, la Presidenta y su gente se desprenden de su rol de funcionarios y de los signos de su poder para presentarse como personas iguales al resto, o mejor aún, personas ejemplares, mejores porque se sacrifican y defienden a los débiles frente a los poderosos.
Además, ellos vienen a ser y ofrecer la solución a los problemas, por lo que no deberían ser considerados sus causantes, que deben estar en otro lado, seguramente entre quienes se niegan a seguir su ejemplo. Lo más interesante del caso es que incluso quienes se resistan a creer en la sinceridad de estos gestos, o a imitarlos, pueden ayudar a validarlos. La renuncia presidencial a los subsidios, recordemos, desató una intensa discusión respecto de si había o no que imitarla y sobre la mala espina de quienes no lo hacían, que volvió en alguna medida abstracto, arqueológico, el debate respecto de lo absurda e injusta que fuera su decisión de destinar durante años enormes partidas de presupuesto a esa finalidad. Lo mismo se podría lograr ahora: muchos se ocuparán de señalar que debió vender sus dólares antes, no debió comprarlos, o le pedirán que muestre los comprobantes de la venta, mientras que otros se identificarán más bien con el pobre Aníbal, y temiendo que también les toque ponerse un bonete y pasearse en público con él, callarán avergonzados.
El carácter manipulatorio de la ejemplaridad cristinista la coloca, en suma, bastante más cerca del modelo maoísta, no por nada afecto al uso de bonetes, señalamientos y otros instrumentos de humillación, que del republicano. Cristina no quiere por nada del mundo ser vista como la presidenta del 25-30% de inflación, una gobernante que no quiere, no puede o no sabe cómo defender el valor de su moneda, así que construye para sí una vía de escape. ¿Y qué mejor modo de escapar de un gran error que confesar uno mucho menor? A través de la expiación del pecado de haber acumulado dólares, podrá cargarse de la inocencia de todo buen argentino para volver a la carga desde ese púlpito moral contra los viciosos incorregibles que especulan y "nos perjudican a todos". Bajo el lente de semejante relato moral será imposible discutir técnica y razonablemente sus decisiones económicas, su eficacia y sustentabilidad: no hay algo así como una "política monetaria", sino "actitudes cambiarias", las de los buenos argentinos y las de los malos.
¿Logrará la Presidenta ser imitada? Seguramente, no. Pero, por lo que dijimos, no necesita de eso para que su gesto sea eficaz en lo que más le importa. Ni siquiera precisa para eso de un acompañamiento consistente de decisiones gubernamentales al respecto: ¿quién se acuerda del escasísimo resultado de los listados de renuncia voluntaria a los subsidios? ¿Quién, de la suspensión sin aviso ni explicación del recorte de esos subsidios a poco de iniciado? Lo que el Gobierno podrá decir cuando se lo reprochen es que Cristina quiso convencer a los ricos de comportarse solidariamente y no le hicieron caso. Con el dólar, las chances de lograr acompañamiento son aún más escasas, pero eso no es lo que realmente desvela al Gobierno: ya nadie duda de que nos internamos en una crisis grave, de seguro más prolongada que la de 2009, ante la cual el kirchnerismo hace lo de siempre: más que buscar soluciones busca culpables. Y, dado que la inflación afectará los ingresos en mayor medida que en 2009 y el oficialismo no podrá evitar alimentarla con más devaluación, más presión fiscal y otras joyitas, es razonable que busque esos culpables entre quienes se refugian en el dólar para escapar del impuesto inflacionario. En estas circunstancias, ¿qué mejor que mostrar que la Presidenta está dispuesta a "ir por todo" y sacrificarse, no sólo tirando por la borda a los ex socios y funcionarios de su marido, sino también dilapidando al menos una porción de la riqueza por él acumulada?
Aunque no sea imitada, ¿será perdonada? Es cierto que entre nosotros, salvo el fracaso, parece a veces que se perdona cualquier cosa. Pero hay que diferenciar la licencia pasajera de la evaluación más reposada y perdurable que hace la sociedad de sus gobiernos. Como ha explicado Eduardo Fidanza, el kirchnerismo nos ha ofrecido, a algunos a manos llenas, bienes privados, pero viene acumulando desde su origen déficits crecientes en los llamados bienes públicos: no logra producirlos ni administrarlos, y depreda y por tanto agota los que recibió en herencia. Este tipo de bienes, entre los que se cuenta la moneda (así como la seguridad, la justicia, la infraestructura) se producen gracias a la cooperación social, que en algunos casos puede resultar de la interacción más o menos espontánea en el mercado, pero siempre necesita en alguna medida de instituciones, y en particular de una fundamental, el Estado.
La especulación, cambiaria o de otro tipo, es aquí y en cualquier otro lado del mundo una respuesta racional al fracaso de la cooperación, no el fruto de una perversión o vicio moral. No tiene mayor sentido, por eso, combatirla con el ejemplo: se requiere de instituciones sólidas y mercados competitivos, los dos grandes perdedores del ciclo kirchnerista. Cristina podrá de todos modos tener su pequeña victoria moral y decir, como aquel ministro de Economía de Alfonsín en medio de la hiperinflación, "les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo". Aunque, al final de la partida, difícilmente eso le alcance para escapar de sus responsabilidades de ocho años de gobierno.

Por Marcos Novaro, para La Nación

miércoles, 6 de junio de 2012

Estamos frente a una economía en falsa escuadra.

El valor real del dólar oficial no se corresponde con la productividad del país ni con las condiciones de oferta y demanda, ni con lo que la gente opina que debería valer. El mínimo no imponible para el pago de ganancias es objetado por parte de la clase media profesional y los sindicatos de sueldos más altos. La asignación universal por hijo para una familia con dos hijos que es hoy de $ 540 debería estar -para proteger su poder adquisitivo- en $ 630. Los topes a partir del cual el Estado deja de pagar las asignaciones familiares están demasiado bajos excluyendo a una parte importante de los trabajadores.
La valuación de los inmuebles , urbanos y rurales está, según provincias y municipios, muy alejada de los valores de mercado por largos años de no modificación en un marco de alta inflación. Las tarifas eléctricas están desajustadas y parte de las empresas prestadoras, al borde de la convocatoria de acreedores y sin realizar inversiones. La nafta no se corresponde mínimamente con la evolución de costos. Las tarifas de transporte han producido la estatización de hecho del sistema, viven del subsidio, la inversiones son nulas y la calidad del servicio, un desastre.
Según el Gobierno, los derechos de importación son muy bajos y por eso ponen obstáculos al ingreso de productos. El campo piensa masivamente que los derechos de exportación están demasiado altos y afectan la producción y las exportaciones. Las tasas de interés de los depósitos, las reales, son negativas y desalientan el ahorro La presión fiscal ha crecido enormemente y afecta al sector privado, tanto a los propietarios y a los trabajadores. El gasto público crece por encima de los ingresos y el déficit y el endeudamiento vuelve a aparecer en el Gobierno nacional y en las provincias.
Por este camino podríamos seguir y seguir. Todos tienen buena parte de razón. Estamos frente a una economía en falsa escuadra . Una economía donde todos los precios y variables monetarias están desajustados.
La combinación de inflación no reconocida y políticas “parche” ha creado esta situación . El resultado es que datos vitales de la economía están lejos de lo que debería ser un conjunto de “precios relativos” racional para un país mediano con productividad intermedia, que necesita mantener tasas de crecimiento y de inversión altas para poder crear trabajo digno, trabajo estable y en blanco, acorde a la evolución de su población, en particular la más joven. Un país que necesita de ese crecimiento para avanzar en una distribución de ingreso con un genuino sesgo de justicia y mejoramiento social.
Esa falsa escuadra tiene sus costos. Hay, siguiendo el orden del enunciado inicial, menos capacidad de competir en nuestro propio mercado y en el exterior que lo necesario. Hay más pobres de lo que la equidad y el equilibrio sociopolítico reclama. Hay menos impuestos directos y más impuestos al consumo (regresivos) de los que debería haber. Los servicios públicos directos o concesionados son antiguos, inseguros, de bajísima calidad, sin mira de cambiar mientras no haya fondos para invertir y mientras se distribuyan subsidios a grupos concentrados y/o a sectores de la sociedad que no los necesitan ni reclaman.
Hay una folclórica pero dañina prohibición de importación de equipos, maquinarias, partes y piezas que agravan los problemas de productividad y empleo. Hay desestímulo a la producción y a la libre comercialización del principal generador de divisas fuertes del país como es el agro y la agro industria. Hay ahorro en moneda nacional insuficiente y escasa capacidad de financiamiento. Hay una insaciable voracidad impositiva que convive con grandes bolsones de evasión y elusión fiscal. Hay un gasto público insostenible, pésimamente distribuido.
Lo que es peor, hay de parte del Gobierno una tentación de, vía medidas de corto plazo, contradictorias e inorgánicas, arreglar los temas de a uno, con intervenciones crecientes, volátiles, autoritarias, discriminadoras, con discursos que son pura cáscara sin contenido, finalmente vacíos. Pero sobre todo hay fracasos cada día más perceptibles por el ciudadano, fracasos progresivos, desgastantes y paralizantes.
Mientras el Gobierno desprecia la realidad que los contradice, en algunos cenáculos iluminados aparece el sueño que este mismo Gobierno o algún otro haga un “rodrigazo”.
¿Se acuerdan de 1975, un gobierno de una presidenta peronista? Todo junto, todo rápido, supuestamente para “ordenar” el caos de precios relativos, que como no podía ser de otra manera desató una guerra distributiva. Y después … lo sabemos.
Una economía es como un mecanismo de relojería. No se lo arregla a los martillazos. No se lo arregla tirando las piezas al aire, ni viéndolas aisladamente. Se arregla con extremo cuidado. Cada engranaje es de por sí un tesoro insustituible, tiene un valor en sí mismo y debe calzar exactamente con los otros para que el mecanismo funcione y para que las agujas no se muevan en el sentido opuesto a la marcha del tiempo, de la historia, del futuro.

Por Roberto Lavagna, ex Ministro de Economía.