martes, 19 de enero de 2010

El apuro por actuar sin conocer.

Hace ya 45 años, Albert Hirschman, economista heterodoxo y conocedor profundo de la realidad latinoamericana, analizó brillantemente el desempeño de los gobiernos de Brasil, Colombia y Chile que se sucedieron en el poder durante más de medio siglo. Le interesaba a este notable analista el estilo de gestión de los gobernantes de la región, llegando a sostener la existencia de un patrón característico: un estilo decisorio en el que la motivación prevalece sobre la comprensión, es decir, una modalidad de actuación según la cual se privilegia la compulsión a actuar por sobre el debido conocimiento de la materia sobre la que se decide.
Luego de examinar algunas políticas centrales de la agenda estatal de esos países, Hirschman sugería como estilo característico de los gobiernos de América latina el apuro por actuar sin conocer. La experiencia argentina al respecto no se aparta mayormente de esta pauta general.
En nuestro país, la necesidad y la urgencia siempre han terminado justificando la adopción de decisiones basadas en criterios técnicos y políticos poco sólidos o insuficientemente analizados. Sería interminable enumerar las múltiples medidas que el Gobierno actual, y otros en el pasado, dispusieron de manera improvisada, inconsulta o contradictoria en sus consecuencias prácticas. La constitución del Fondo del Bicentenario es sólo una manifestación episódica de una tendencia que, lamentablemente, parece confirmar una regla. Por cierto, no se trata aquí de juzgar la razonabilidad de la decisión adoptada por el Gobierno, que probablemente haya estado bien inspirada. Ocurre que para producir los efectos buscados, una medida así debe cumplir además otras exigencias. Entre ellas, no debe dar lugar a interpretaciones equívocas sobre el destino de los fondos; debe asegurar que sus voceros comuniquen de manera consistente las razones que la fundamentan; debe prever las reacciones de quienes pueden verse afectados, anticipando sus posibles comportamientos; la decisión debería ajustarse a los procedimientos jurídicos establecidos y, obviamente, encuadrarse en las reglas de juego democráticas.
Estos "simples" recaudos consumen tiempos que las urgencias no respetan; pero garantizan que la decisión adoptada produzca mejores resultados y suelen generar legitimidad política. Soslayarlas, por el contrario, es fuente de fracaso, antagonismo y pérdida de calidad democrática.
Tal vez este estilo impulsivo y desinformado responde a ciertos rasgos propios de una cultura política cuyas raíces se hunden mucho más profundamente en la experiencia histórica de la Argentina y, hasta cierto punto, de América latina. Durante largos períodos de su vida política, nuestro país sufrió las consecuencias de la inestabilidad institucional, los abruptos cambios de rumbo, la falta de "políticas de Estado". El divisionismo permanente, las irrupciones autoritarias, el presidencialismo exacerbado, han sido propuestos como explicaciones alternativas a esa recurrente desunión y falta de consenso. Pero hay algo más. Este estilo expresa, sin duda, la deliberada supresión del futuro y del pasado como dimensiones temporales significativas de la gestión pública.
Adoptar decisiones políticas, tomar posición frente a cuestiones sociales significativas, implica no solamente accionar en el presente. También supone poner en juego la capacidad de prever el futuro y evaluar el pasado. La gestión pública en nuestro país tiende a privilegiar la ejecución de políticas por encima de su planificación o programación detallada (el "futuro") o de su evaluación y control de gestión (el "pasado"). Se tiende a minimizar el rol del Congreso, que es precisamente la institución fundamental de construcción de ese futuro a través de la legislación, y el rol de la Justicia y los órganos de control, que son los que evalúan y juzgan los actos pasados del Ejecutivo.
Si las decisiones de un día pueden modificarse sin costos aparentes al siguiente, sólo se genera incertidumbre sobre el futuro e impunidad sobre el pasado. Así, la gestión pública se convierte en la tediosa repetición de un presente continuo, sin futuro imaginable ni pasado revisable. Aquí radica, tal vez, el déficit de capacidad institucional más elemental, pero al mismo tiempo más crítico, de la acción estatal.
Aunque consuma más tiempo, la democracia exige que el poder administrador respete frenos y contrapesos institucionales, afrontando los costos de la imprevisión y los eventuales cargos de incompetencia. Sólo un profundo conocimiento de los problemas y sus posibles soluciones, así como la aplicación de reglas de juego claras, previsibles y estables en su implementación, pueden garantizar la convivencia civilizada de una sociedad y el desarrollo material y moral de sus miembros. 

Oscar Oszlak, Investigador CONICET, Director Maestría en Administración Pública (UBA)

miércoles, 13 de enero de 2010

El derrumbe de la credibilidad.

El objetivo manifiesto de la creación del Fondo del Bicentenario era mejorar la credibilidad del gobierno argentino para reducir la prima de riesgo de default que carga el mercado a los bonos nacionales y abrir el acceso al financiamiento. Escribo estas líneas cuando Redrado acaba de ser repuesto judicialmente en su función y el Gobierno se dispone a apelar la resolución de la jueza Sarmiento.

Cualquiera sea la evolución del proceso, el daño ya está hecho. A esta altura puede asegurarse que en materia de credibilidad estamos peor que antes del decreto de creación del Fondo. Por otro lado, la discusión de la legalidad de los DNU termina siendo más importante que la discusión de los méritos o deméritos del Fondo. Y está bien que así sea, porque esa discusión envuelve aspectos cruciales de la gobernabilidad.
Pero no debe olvidarse el debate de política económica de la medida. Las medidas de política económica no son buenas o malas porque se ciñan o no a alguna doctrina (ni siquiera a una legislación vigente, porque ésta puede modificarse si se lo cree necesario) sino que su pertinencia y calidad deben apreciarse por sus efectos de corto plazo, que dependen de las circunstancias que atraviesa la economía, y también por sus consecuencias a mayor plazo.
¿Más allá de los procedimientos, la medida adoptada es buena o es mala? La medida ofrece una nueva garantía de pago de la deuda pública por la vía de habilitar legalmente el uso de reservas del Banco Central por parte de la Tesorería. Debía tener efectos beneficiosos sobre los precios de los bonos públicos y sobre las posibilidades y el precio del financiamiento al Gobierno. Esto es bueno. Sin embargo, esta apreciación del efecto de corto plazo tiene alguna ambigüedad, porque la medida no ataca el origen del problema sino que busca un atajo para aliviarlo.
Efectivamente, el aislamiento financiero y las enormes primas de riesgo no fueron motivadas por una situación difícil de las finanzas públicas que amenazara la capacidad de pago sino que resultaron principalmente de la manipulación de las estadísticas oficiales que comenzó en 2007 y arrojó al infierno la credibilidad del Gobierno. En lugar de ir al origen del problema, el Gobierno ofrece una señal alternativa a los tenedores y potenciales compradores de bonos: "déjenme seguir falsificando los datos de inflación y pobreza, pero ustedes quédense tranquilos porque les pagaremos en tiempo y forma. Lo del INDEC no es por ustedes".
Si la decisión de usar parte de las reservas no tiene costo, ¿por qué no se hizo antes, de modo de evitarnos el aislamiento financiero y las enormes primas de riesgo?
Previo a referirnos a los costos de la medida merece ser comentada la referencia al concepto de "reservas de libre disponibilidad" utilizado para fundamentarla. El concepto es un residuo arqueológico del régimen de convertibilidad. Un nivel de reservas que "cubra" la base monetaria (al tipo de cambio fijo) no sirvió en el pasado y la idea no tiene sentido en un régimen de flotación. En realidad no puede saberse cuál es el nivel óptimo de reservas. Es el necesario para que el público crea que el Banco Central puede determinar el precio del dólar. No sabemos precisamente cuánta reserva es necesario tener, pero es mejor tener bastante. Esto es, la medida tiene un costo, pero como el nivel óptimo de reservas es incierto, no podemos precisar su magnitud.
En las circunstancias vigentes cuando se emitió el DNU creímos, como muchos, que restar 6 500 millones del stock de reservas no amenazaba la estabilidad del mercado cambiario. Esas circunstancias ya cambiaron. No debemos olvidar que entre mediados de 2007 y pocos meses atrás se fugaron 46. 000 millones de dólares, incluyendo varios miles de las reservas del Banco Central.
Mi mayor insatisfacción con la medida es que se trata de un atajo para mejorar la valuación de los títulos públicos e intentar levantar la restricción de financiamiento internacional sin atacar los problemas fundamentales de la (falta de) conducción económica. En el año que termina la actividad recedió entre 4% y 5% mientras la tasa de inflación alcanzó 15%. La inflación tenderá a acelerarse con la reactivación que se inicia.
Es imprescindible definir un programa macroeconómico que se proponga a un tiempo reactivar la economía y reducir la tasa de inflación. El programa debería proveerle un ancla nominal a la economía, pero mal puede guiar las expectativas inflacionarias un Gobierno que miente con los datos.

Roberto Frenkel. Economista. Docente UBA. Investigador CEDES. Director Iniciativa para la Transparencia Financiera.