viernes, 19 de noviembre de 2010

Illia en pijama.


El sábado, en su glorioso recital, Jairo contó una vivencia estremecedora de su Cruz del Eje natal.
Una madrugada su hermanita no paraba de temblar mientras se iba poniendo morada. Sus padres estaban desesperados. No sabían que hacer. Temían que se les muriera y fueron a golpear la puerta de la casa del médico del pueblo.
El doctor Arturo Illia se puso un sobretodo sobre el pijama , se trepó a su bicicleta y pedaleó hasta la casa de los González.
Apenas vio a la nenita dijo: “Hipotermia”.
“No se si mi padre entendió lo que esa palabra rara quería decir”, contó Jairo.
La sabiduría del médico ordenó algo muy simple y profundo.
Que el padre se sacara la camisa, el abrigo y que con su torso desnudo abrazara fuertemente a la chiquita a la que cubrieron con un par de mantas.
“¿No le va a dar un remedio, doctor?”, preguntó ansiosa la madre.
Y Arturo Illia le dijo que para esos temblores no había mejor medicamento que el calor del cuerpo de su padre.
A la hora la chiquita empezó a recuperar los colores. Y a las 5 de la mañana, cuando ya estaba totalmente repuesta, don Arturo se puso otra vez su gastado sobretodo, se subió a la bicicleta y se perdió en la noche.
Jairo dijo que lo contó por primera vez en su vida.
Tal vez esa sabiduría popular, esa actitud solidaria, esa austeridad franciscana lo marcó para siempre.
El teatro se llenó de lágrimas.
Los aplausos en la sala denotaron que gran parte de la gente sabía quien había sido ese médico rural que llegó a ser presidente de la Nación.
Pero afuera me di cuenta que muchos jóvenes desconocían la dimensión ética de aquél hombre sencillo y patriota.
Y les prometí que hoy, en esta columna les iba a contar algo de lo que fue esa leyenda republicana.
Llegó a la presidencia en 1963, el mismo año en que el mundo se conmovía por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y lloraba la muerte del Papa Bueno, Juan XXIII.
Tal vez no fue una casualidad. El mismo día que murió Juan XXIII nació Illia como un presidente bueno.
Hoy todos los colocan en el altar de los próceres de la democracia.
Le doy apenas alguna cifras para tomar dimensión de lo que fue su gobierno.
El Producto Bruto Interno (PBI ) en 1964 creció el 10,3 % y en 1965 el 9,1 %. “Tasas chinas”, diríamos ahora.
En los dos años anteriores, el país no había crecido, había tenido números negativos. Ese año la desocupación era del 6,1 %.
Asumió con 23 millones de dólares de reservas en el Banco Central y cuando se fue había 363 millones. Parece de otro planeta.
Pero quiero ser lo mas riguroso posible con la historia. Argentina tampoco era un paraíso.
El gobierno tenía una gran debilidad de origen. Había asumido aquel 12 de octubre de 1963 solamente con el 25,2 % de los votos y en elecciones donde el peronismo estuvo proscripto.
Le doy un dato más: el voto en blanco rozó el 20 % y por lo tanto el radicalismo no tuvo mayoría en el Congreso.
Tampoco hay que olvidar el encarnizado plan del lucha que el Lobo Vandor y el sindicalismo peronista le hizo para debilitarlo sin piedad.
Por supuesto que el gobierno también tenía errores como todos los gobiernos.
Pero la gran verdad es que Illia fue derrocado por sus aciertos y no por sus errores. Por su histórica honradez, por la autonomía frente a los poderosos de adentro y de afuera.
Tuvo el coraje de meter el bisturí en los dos negocios que incluso hoy mas facturan en el planeta: los medicamentos y el petróleo.
Nunca le perdonaron tanta independencia. Por eso le hicieron la cruz y le apuntaron los cañones.
Por eso digo que a Illia lo voltearon los militares fascistas como Onganía que defendían los intereses económicos de los monopolios extranjeros.
El lo dijo con toda claridad: a mi me derrocaron las 20 manzanas que rodean a la Casa de Gobierno.
Nunca más un presidente en nuestro país volvió a viajar en subte o a tomar café en los bolichones.
Nunca más un presidente hizo lo que el hizo con los fondos reservados: no los tocó.
Nació en Pergamino pero se encariñó con Cruz del Eje donde ejerció su vocación de arte de curar personas con la medicina y de curar sociedades con la política.
Allí conoció a don González el padre de Marito, es decir de Jairo.
Atendió a los humildes y peleó por la libertad y la justicia para todos.
A Don Arturo Humberto Illia lo vamos a extrañar por el resto de nuestros días.
Porque hacía sin robar.
Porque se fue del gobierno mucho más pobre de lo que entró y eso que entró pobre.
Su modesta casa y el consultorio fueron donaciones de los vecinos y en los últimos días de su vida atendía en la panadería de un amigo.
Fue la ética sentada en el sillón de Rivadavia.
Yo tenía 11 años cuando los golpistas lo arrancaron de la casa de gobierno.
Mi padre que lo había votado y lo admiraba profundamente se agarró la cabeza y me dijo:
- Pobre de nosotros los argentinos. Todavía no sabemos los dramas que nos esperan.
Y mi viejo tuvo razón.
Mucha tragedia le esperaba a este bendito país.
Yo tenía 11 años pero todavía recuerdo su cabeza blanca, su frente alta y su conciencia limpia.
Alfredo Leuco, Radio Continental, Lunes 15 de Noviembre de 2010.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Kirchner: política y necrofilia.

Un argentino es un italiano que habla en la lengua de Castilla, sostiene el lugar común, que por lo menos es cierto en la fruición por lo operístico. Y sobre todo, por los finales a toda orquesta, más cercanos a Puccini y Verdi que a Troilo y Piazzolla.
En materia de política argentina, la muerte suele ser un factor decisivo . La reciente muerte del ex presidente y jefe político del oficialismo Néstor Kirchner lo expone de nuevo.
El 6 de septiembre de 1930, al presidente Hipólito Yrigoyen, fundador de la Unión Cívica Radical, lo volteó un golpe de Estado que inauguró el ciclo de intervenciones militares. La sociedad toda (partidos, estudiantes, la prensa, los jueces) aceptaron y/o celebraron al golpista general Uriburu y una turba asaltó la casa de la porteña calle Brasil donde vivía, con gran austeridad, el defenestrado Yrigoyen. No dejaron nada en pie y hasta sus papeles personales fueron arrasados mientras los espadones encerraban al presidente en una siniestra prisión situada en un islote del Río de la Plata.
Pero tres años después, Yrigoyen murió y entonces una multitud acompañó su féretro, cubierto por la bandera celeste y blanca, cargándolo a hombros hasta la última morada .
En 1935, un cantor de tangos que se había radicado en Nueva York para mejorar en su carrera murió en un accidente aéreo en Medellín, Colombia. Los despojos de Carlos Gardel tardaron meses en ser repatriados y sólo cuando miles de argentinos consumaron el rito de llevarlo en volandas hasta el cementerio de la Chacarita, Gardel quedó consagrado como mito nacional.
En 1952, la esposa del presidente Perón, Eva Duarte, quien no tenía cargo político alguno, murió de cáncer y sus exequias duraron 40 días.
El país explotó de dolor y la señora Duarte de Perón se transformó en Evita, la Dama de la Esperanza, una de las mujeres legendarias del siglo XX.
Otro que tuvo un final fastuoso fue el propio Perón, en 1974. Claro que Evita sólo tenía 33 años cuando murió mientras que el octogenario Perón, luego de 10 años de gobierno y 17 de destierro, retornó, plebiscitado, en 1973, para morir poco después. A diferencia del primer Perón, este Perón anciano buscó consensos con sus opositores.
Su ataúd, montado sobre una cureña (en la muerte, Perón ratificó que se sentía por sobre todo un general de la Nación), fue acompañado por lloroso gentío .
Para sustraerse a la necrofilia argentina, que lo horrorizaba, Jorge Luis Borges, cuando se sintió morir, en 1986, se fue a Ginebra .
El 31 de marzo de 2009 murió Raúl Alfonsín. Había sido el presidente que Argentina se dio en 1983, cuando emergió de la pesadilla de la última dictadura militar. Heredero de Yrigoyen, Alfonsín alcanzó a gobernar los seis años que entonces le concedía la Constitución (una reciente reforma ha acortado el período a cuatro, con derecho a la reelección). De vuelta al llano, vivió con moderación personal y siguió actuando en el día a día de la política, con aciertos y errores.
Su muerte provocó otro desborde popular.
Distó de ser un hecho meramente simbólico.
A partir del duelo, comenzó a actuar en el escenario público, como heredero del presidente radical, uno de sus hijos, Ricardo Alfonsín : a pesar de ser un cincuentón ya avanzado, nadie lo conocía. Hoy, este Alfonsín, un verdadero sosías de su padre, a quien imita hasta en las inflexiones de voz, es uno de los principales candidatos para las presidenciales de 2011.
Hoy es Néstor Kirchner el que ha sido despedido con acongojadas masas en las calles.
Hace siete años, muy pocos habíamos oído hablar de Kirchner. Es cierto que su esposa, Cristina Fernández, era una legisladora conocida, pero sólo en el ámbito parlamentario. El periférico político Kirchner gobernaba la remota provincia de Santa Cruz, en el confín austral. Un vasto territorio de planicies, montañas y costas, con una superficie en la que caben nueve Cataluñas, pero cuya población no supera la de Badalona. Desde allí, Kirchner se alzó con el poder en el que aún permanece su socia conyugal y política.
Fue la odisea de un provinciano , un extraño para la gran urbe, esa Buenos Aires, que ya tiene un área metropolitana de 14 millones de habitantes sobre un total de 40 millones.
La muerte de Kirchner ha desatado una catarata de epitafios . El periodismo, poseído por la fiebre de los juicios definitivos acuñados sobre la marcha, ha desatado un torneo de retratos “definitivos”, en general producidos por sus acólitos: Kirchner, un paladín; un líder histórico; una figura central de su época.
Critiqué a Kirchner con toda la dureza que pude, sin caer en miserias como el psicologismo de pareja ni el chisme, deformaciones que se cebaron en él . ¿Por qué habría que cambiar la muerte mis opiniones de ayer? Kirchner desperdició la oportunidad de traducir la recuperación del país en avances duraderos . Dilapidó lo que más necesita Argentina, la corrección de sus instituciones y el saneamiento de su clase política. La ética personal, en un país castigado por la corrupción, nunca fue un valor para Kirchner.
¿Cómo puede un presidente multiplicar siete veces su patrimonio mientras gobierna un país? Kirchner buscó blindar el poder bajo la peregrina idea de que toda crítica es “destituyente”. Su mayor mérito fue el oportunismo y la audacia con la que aferró los resortes del Estado, haciendo suya la idea de Hegel, según la cual el pueblo es aquella parte del Estado que no sabe lo que quiere.
El poder le cayó a Kirchner casi por descarte . El entonces presidente Eduardo Duhalde, producida la gran crisis de 2002, pretendió que su sucesor fuera el ex automovilista Carlos Reutemann, traído a la política por Carlos Menem, quien lo promovió como gobernador de la provincia de Santa Fe -hoy es senador-. Reutemann no aceptó. Sólo entonces, el dedo de Duhalde señaló al patagónico Kirchner.
Kirchner no tuvo rival en astucia, esa virtud menor que es útil para la política doméstica.
Kirchner fue un virtuoso en el arte de manipular a los reyezuelos y barones que conforman ese paquidermo estatal que es el peronismo.
Se destacó por su ingenio incesante para cavar antagonismos, a veces de manera salvaje . Construía enemigos a los que demonizaba presentándose como alternativa confrontadora, una epopeya negativa que sus fanáticos quizás sigan, a pesar de que en Argentina nadie que no sea un loco amenaza la institucionalidad ni deja de condolerse humanamente por el drama personal de la presidenta.
¿Se inaugura una nueva etapa política con la muerte de Kirchner? Lo dudo , porque a Cristina Kirchner le queda un año de mandato -siempre que no se altere el calendario electoral, cosa que en Argentina suele suceder- y son notorias la personalidad de la presidenta, sus ideas e incluso sus modos de operar.
Por otra parte, ninguno de los múltiples “kirchnerólogos” que han proliferado pudo descifrar, pese a intentarlo mil veces, diferencias políticas ni menos aún ideológicas, entre marido y mujer.
No las hubo. La pareja funcionó en una alianza conyugal y política sin fisuras.
El elemento incógnito es la magnitud y la eventual supervivencia sobre la opinión pública del carisma que despierta la idea de un “Kirchner mártir”.
Su viuda tratará de mantener esa aura, prolongándolo, cristalizándolo, al amparo del oscuro nudo de culpas que la muerte desata en todo grupo, en toda familia, en todo país.
Alvaro Abós. Escritor.

jueves, 28 de octubre de 2010

Un político sin herederos.


No faltarán los insensatos que celebren su desaparición. Son ciegos y no sólo insensibles. No sólo impermeables al dolor personal; impermeables, además, a las graves consecuencias políticas que esta desaparición abrupta acarrea a la República. Porque con Néstor Kirchner no murió ante todo un ex presidente, sino el político más poderoso del país. Quiera Dios, por otra parte, inspirar a la presidenta de la Nación y a quienes suelen aconsejarla para que, en sus pronunciamientos venideros, no hagan de este episodio tan penoso una fuente de espurias rentabilidades políticas. La moderación que necesitamos desde hace mucho hoy es más indispensable que nunca.
No, la muerte de Néstor Kirchner no beneficia a nadie. Obviamente, no beneficia al oficialismo. Pero tampoco favorece a la oposición. Es, definitivamente, un acontecimiento desgraciado para la democracia argentina. La magnitud de las incertidumbres que genera no puede, todavía, ser debidamente inventariada. Pero es y será, sin duda, determinante. Y su incidencia puede resultar agravada por quienes no vacilen en hacer de lo sucedido un uso demagógico. Al igual que en el caso de Juan Perón cuando falleció Eva Duarte o en el de Isabel Martínez cuando murió Juan Perón y en el más reciente de Ricardo Alfonsín cuando falleció su padre, Cristina Fernández se verá investida con los atributos con que la justificada conmiseración pública y la idealización inevitable suelen coronar a quienes, por una u otra razón, se convierten en deudos eminentes de las grandes figuras desaparecidas. Eso es comprensible. Pero también lo es la inquietud de quienes temen que esa piadosa cercanía y esa solidaridad pasen a ser instrumentadas ideológicamente por quienes suelen valerse del dolor de la gente para afianzar su poder.
La muerte de Néstor Kirchner va a acelerar la fragmentación del Frente para la Victoria. Provocará, es predecible, tensiones y enfrentamientos entre sectores que se disputarán a brazo partido la condición de cabales representantes del ex presidente difunto. Pero lo cierto es que Néstor Kirchner no deja herederos. Su liderazgo siempre fue excluyente y no inclusivo. No faltarán, sin embargo, quienes se empecinen en presentar a Cristina Fernández como su legataria. Se equivocarán. La Presidenta fue su aliada. La única persona que estuvo situada en un pie cercano a la igualdad con él. Pero él no la preparó para recibir su herencia imaginaria, sino para preservar su capital político mientras él, en un cono de sombra más que tenue, seguía ejerciendo el poder.
Néstor Kirchner jamás renunció a su liderazgo. Como otras figuras de nuestra historia, fue un dirigente solitario. Defensor avaro y feroz de su protagonismo. El verticalismo fue su norma; la transversalidad, su máscara. Por detrás de la retórica del compañerismo ejerció siempre, rudamente, una implacable hegemonía personal.
Néstor Kirchner murió en su ley. Su muerte impacta, conmociona, pero no sorprende. Fue una muerte anunciada. Jamás retrocedió ante la adversidad ni ante sus adversarios, a los que concibió únicamente como enemigos. Tampoco el riesgo de la muerte lo arredró. Hacía ya mucho que desdeñaba las advertencias de su cuerpo enfermo. Ellas eran inaceptables para él. En todo, la desmesura fue su norma. Homero supo distinguir entre la osadía y el coraje. Muchos dirán que Néstor Kirchner fue un hombre de coraje. Tal vez. Como político, lo caracterizó mejor la osadía. Los límites ofendían su omnipotencia. Sobran los ejemplos desde el año en que asumió por primera vez la gobernación de Santa Cruz hasta el aciago día de ayer, empañado para todos los argentinos por su muerte.
Quienes no coincidimos con él hubiéramos preferido que lo derrotara la democracia y no la muerte. Pero acaso no resulte exagerado afirmar que él prefirió la muerte. El desenfreno, repito, fue su rasgo distintivo. Kirchner podría haber sido un personaje elocuente de cualquier tragedia griega. Y, como en una tragedia griega, su desaparición no resuelve el conflicto, sino que viene a complejizar aún más el significado de la trama que caracteriza la difícil situación argentina.
Se esté a favor o en contra de lo que hizo y significó Néstor Kirchner, su desaparición es una desgracia que nos afecta a todos. La fragilidad institucional de la Argentina recibe, con su muerte, un golpe más y uno de los más hondos desde el retorno del país a la vida constitucional. El vacío que deja es el que generan los caudillos cuando se van. Mientras gobiernan, aspiran a serlo todo. Cuando pierden el poder y, como en este caso, la vida, ya nadie los representa.

Santiago Kovadloff, para La Nación

Jamás dejó el poder.

Podrán decirse muchas cosas de Néstor Kirchner, pero no que le faltó genio para construir un imperio político desde las ruinas. Nunca, como candidato, pudo ganar una elección nacional. Sin embargo, nunca dejó el poder desde que se encaramó en él. En 2003 le ganó Carlos Menem y en 2009 lo superó Francisco de Narváez. El kirchnerismo ganó las elecciones de 2005 y de 2007, pero él no fue candidato en ninguno de esos comicios. 
El desierto del que venía lo obligó, tal vez, a una vida excepcional. Todo giraba en torno de él, bajo su presidencia o cuando la jefatura del Estado la ejercía su esposa. Su estilo de gobierno convertía a los ministros en meros conserjes sin decisión propia. Desde que se aferró al poder, fue, al mismo tiempo, gobernador de cualquier provincia, intendente de cualquier municipio del conurbano, ministro de Economía, jefe de los servicios de inteligencia, ministro de Obras y de Defensa, canciller y productor de los programas televisivos que lo adulaban. "Así, enloquecerá la administración o terminará con su vida", colegía uno de los ministros que a los que echó pocos años después de llegar al gobierno. 
Fue, también, más que eso. Hasta marzo de este año, cuando cambió la relación de fuerzas parlamentaria, ejerció de hecho la titularidad del Poder Ejecutivo y del Legislativo, fue el jefe fáctico de los bloques oficialistas y titular de las dos cámaras del Congreso. De alguna manera, se hizo al mismo tiempo de la dirección de una porción no menor del Poder Judicial, con la excepción de la Corte Suprema. Siempre cargaba bajo el brazo una carpeta con la información última sobre la marcha del Estado; esos datos no eran a veces certeros y, muchas veces, sobresalían más por el error que por el acierto. Su objetivo no era la verdad, sino colocarla a ésta en la dirección en que estaba su sillón. 
"Quiero dejar la presidencia, caminar por la calle y que la gente me salude con un «buen día, doctor»", solía decir cuando conversaba con frecuencia con periodistas que lo criticaban. Entonces era presidente. Cerraba ese diálogo y abría otro con sus habituales lugartenientes. "Mátenlo", les ordenaba de inmediato; les pedía, así, que incendiaran en público a algún adversario o a algún kirchnerista desleal para sus duros conceptos de la fidelidad. Nunca podrá saberse si aquel era un combate entre el deseo y el carácter, en el que siempre perdía el anhelo, o si el deseo era sólo una expresión fingida ante los oídos de un interlocutor diferente. 
"Mátenlo", era una palabra que usaba frecuentemente para ordenar los castigos públicos. La política es cruel y las prácticas políticas son crueles. Kirchner era un exponente cabal de esa estirpe. Los amigos se convertían en enemigos con la rapidez fulminante de un rayo. Nada les debía a sus ex colaboradores, que habían dejado en el camino partes importantes de su vida para servirlo. Sus afectos estaban reducidos al pequeño núcleo de su familia, a la que realmente quiso con devoción, más allá de las muchas discusiones y discordias con su esposa. "La familia es lo único que la política no destruye", repetía. 
Sabía aprovechar con maestría la debilidad del otro para caerle con la fuerza de un martillo. El caso más emblemático es el de George W. Bush. Conoció a Bush cuando era un líder muy popular en su país, insistió con que quería acercarse a él, lo visitó en la Casa Blanca y lo tranquilizó diciéndole que era no izquierdista, sino peronista. Ese romance duró hasta la cumbre de Mar del Plata en 2005, cuando Kirchner vapuleó imprevistamente a un Bush pasmado por la sorpresa. ¿Qué había pasado? La fatídica guerra de Irak había convertido en jirones la popularidad del líder norteamericano. 
"No es popular estar cerca de él en estos momentos", explicó luego con el pragmatismo desenfadado del que hacía gala. La popularidad del otro era el índice de su simpatía. Por eso, nunca rompió con el colombiano Alvaro Uribe, de quien, además, solía hablar bien. Uribe se fue del gobierno con el 75% de aceptación. Todo eso ocurrió en un tiempo en el que Kirchner pintó el país del color de la Patagonia: el mundo fue siempre lejano e impenetrable para él. 
Ambivalente, como un príncipe del oportunismo, Kirchner nunca terminó de comprender al conjunto de la sociedad argentina. Nunca recibía a nadie cuando andaba en sus tiempos de broncas desmedidas. Sin embargo, era un anfitrión cordial y conversador, un político clásico, cuando ingresaba en los períodos de conciliación. Eso sí: la información que le trasladaba a un periodista, por ejemplo, no siempre era confiable. Edificaba un océano con una gota de agua que pudiera afectar a un adversario. Y contaba con una buena despensa de información confidencial. 
Una vez habló por teléfono con la periodista Magdalena Ruíz Guiñazú para pedirle disculpas porque había borrado la legendaria Conadep de un discurso suyo. Magdalena, sincera y frontal, le reprochó que se dejara llevar por la versión del pasado que le daba Hebe de Bonafini. "Es muy sectaria, pero yo la tengo cerca sólo para contenerla", le respondió el entonces presidente. Flotaba entre una orilla y otra durante su mandato. Luego se quedó definitivamente con Bonafini, con D?Elía, Moyano y Kunkel. Esas alianzas demostraron, más que cualquier cosa, no sólo su talante, sino su desconocimiento de la sensibilidad de la sociedad argentina. Esas figuras integran la lista de las personas más rechazas por una inmensa mayoría social. 
El pasado. 
Compartía con ellos cierto gusto por la arbitrariedad. Al inventarse un pasado personal, debió también acomodar un presente que tampoco era suyo. Convirtió la revisión del pasado en un tema omnipresente, en una divisoria de aguas, en una herramienta para la construcción de su política cotidiana. Ese era un tema que reunía las condiciones épicas que más le agradaban. No le importaba si tenía que mezclar historias artificiales con personajes imaginarios. Hace algunos años, cuando él era presidente, luego de una de las muchísimas veces que vapuleó a este periodista en la fogata de sus atriles, nos reunimos para tomar un café en la Casa de Gobierno. Se produjo este diálogo que lo pinta de cuerpo entero. 
- Usted sabe que lo que me imputó es absolutamente falso, le dije. 
- Sí. Pero usted quiere que otro presidente ocupe este despacho, me respondió. 
- ¿No cree que estamos hablando de dos cosas distintas?, le pregunté. 
-No, me contestó, y pasó de inmediato a hablar de otro tema. 
Otro Kirchner, más implacable y menos amigable, apareció después de la crisis con el campo y del fracaso electoral de 2009. El Kirchner del primer período era más componedor y moderado. Pero no aceptó ninguna de las dos derrotas. Era un político que no había conocido la derrota y decidió, con envidiable voluntarismo, que no la conocería. Los culpables no eran sus políticas erradas o los argentinos que votaron por opositores, sino los medios independientes que se habían volcado hacia sus adversarios sociales y políticos. Emprendió una batalla para él decisiva contra esos medios y contra los periodistas independientes. No se tomó un día de descanso en esa guerra, como él mismo la llamaba, ni concedió tregua alguna. En esos menesteres bélicos lo encontró el estupor de la muerte. 
Fue un presidente y un líder político que conocía los manuales básicos de la economía. Era una condición excepcional desde Arturo Frondizi. Sabía, en algún lugar secreto de su inconsciente, que la inflación y el crecimiento pueden coexistir durante un tiempo, pero no todo el tiempo. Sabía algo peor: ninguna receta antiinflacionaria carece de algunas medidas impopulares. No quería tomarlas. Su popularidad y la de su esposa no pasaban por un buen momento como para correr esos riesgos. Esa lucha entre el conocimiento y la conveniencia lo maltrató durante sus meses cercanos.
Tenía últimamente, dicen los que lo oían, una desilusionada percepción de las cosas, que jamás la llevaba a las palabras. Empezó a zigzaguear con un objetivo claro: él y su esposa nunca serían derrotados por el voto. Debía, por lo tanto, comenzar la escritura del día después, la de una epopeya culminada abruptamente por la maquinación de la "corporación mediática", por el sector rural, por el empresariado y por todo lo que expresara un pensamiento distinto del suyo. Todo eso ya era, no obstante, una fascinante reliquia de un mundo abolido. 
Cinco días antes de su muerte, en la noche avanzada del viernes, su encuestador histórico y más eficiente, llamó desesperado a un importante dirigente filokirchnerista. Acababa de concluir una encuesta nacional (el trabajo de campo se hizo antes del crimen de Mariano Ferreyra) y él había hecho un ejercicio: duplicó la intención de votos de los Kirchner en el interior de Buenos Aires, en la Capital, en Santa Fe y en Córdoba. Aun con tanta fantasía, el resultado no superaba el tercio de los votos nacionales que el kirchnerismo sacó en las elecciones de 2009. "Esto está terminado", concluyó el encuestador. ¿Hay alguna posibilidad de cambiar el curso de las cosas?, averiguó el interlocutor. "Ninguna, hermano. Esto está terminado", repitió el conocido analista.
Una vida sin poder no era vida para Néstor Kirchner. Por eso, quizás, su vida y su poder se apagaron dramáticamente enlazados. El final del poder era, para Kirchner, el final de la vida. O de una forma de vivir tal como él la concibió. 
Joaquín Morales Solá, para La Nación.

La vida a cara o ceca.

A las diez de la mañana, la ciudad estaba desierta por el censo. En ese vacío cayó la noticia. Cuatro personas, en un vagón de subterráneo escuchamos que alguien dijo: "Murió Kirchner". A partir de ese instante, la ciudad en silencio se convirtió, retrospectivamente, en un ominoso paisaje de vaticinio. Cuando bajé saludé a quienes habían escuchado conmigo la noticia, quise preguntarles sus nombres porque, como fuera, había vivido con ellos un momento de los que no se olvidan nunca más. En el quiosco de San José y Rivadavia pregunté si era cierto, con la esperanza alocada de que me dijeran que alguien acababa de inventarlo. Fue poderoso, ahora estaba muerto.
Pensé en quienes lo amaban. Su familia, por supuesto, pero ese círculo privado es, como toda familia, inaccesible y sólo se mide con las propias experiencias de dolor, que habilitan una solidaridad sin condiciones. Puedo imaginar, en cambio, la muerte del compañero de toda una vida, que la política marcó con una intensidad sin pausa: la Presidenta conoce hoy la fractura más temida.
Con la intensidad de la evocación marcada por una proximidad que comprendo más, pensé en quienes lo admiraron y creyeron que fue el presidente que llegó para darle a la política su sentido. Recordé a Kirchner en el Chaco, en marzo de este año, y un día después en el acto de Ferro, con la cancha repleta, donde se mezclaban los contingentes de los barrios bonaerenses, las familias completas, las barritas con los bombos, los viejos y los niños, con las clases medias que llegaban sueltas o débilmente organizadas. Lo recordé abrazándose a los chicos de un barrio pobre del Gran Buenos Aires, donde aterrizó su helicóptero, bajó corriendo y empezó a caminar como si llegara tarde a una cita. Se movía por las calles de tierra y cascotes como quien siente que la vida verdadera está en esos contactos físicos, abrazos rápidos pero vigorosos, tironeos, gritos; los chicos lo seguían como una nube, jugando; era fácil tocarlo, como si no existiera una custodia que, sin embargo, trataba de rodearlo mientras todo el mundo se sacaba fotos.
A fines del siglo XX nada anunciaba que la disputa por ocupar el lugar del progresismo iba a interesar nuevamente salvo a los intelectuales o a los pequeños partidos de izquierda. Kirchner introdujo una novedad que le daba también su nuevo rostro: se proclamó heredero de los ideales de los años setenta (al principio agregó "no de sus errores"). En 2003, llegó al gobierno marcado por una debilidad electoral que Menem, dañino y enconado, acentuó al retirarse del ballottage y no permitirle una victoria con mayoría en segunda vuelta. La crisis de 2001, pese al intervalo reparador de Duhalde, no estaba tan lejos en la memoria, mucho menos de la de Kirchner, que encaraba su gobierno con poco más que el veinte por ciento de los votos. Su gesto inaugural, el mismo día de la asunción, fue hundirse en la masa que lo recibía, como si ese contacto físico provocara una transferencia. Kirchner ocupaba por primera vez un lugar en la Plaza de Mayo y terminaba, junto a su familia, mirándola desde el balcón histórico; en la frente, una pequeña herida, producida en la marea de fotógrafos.
La escena es un bautismo. Kirchner comenzó su presidencia con un golpe en la frente porque se lanzó a la multitud que estaba en las calles, entre el Congreso y la Plaza de Mayo; se lanzó como quien corre hacia el mar el primer día del verano, con impaciencia y sensualidad, gozando ese cuerpo a cuerpo que es el momento amoroso de la política.
Pensé entonces en las escenas que, pese a ser una opositora, me había tocado vivir. En las escenas de masas, donde no hay sólo acciones que se aprueban o se critican, se percibe un más allá de la política que la convierte en experiencia y en alimento sensible. Kirchner, un duro, gozaba con esa afectividad intensa que a sus ojos seguramente refrendaba el pacto peronista con el pueblo. Pero no pensé sólo en esos cientos de jornadas en que Kirchner había pisado la tierra o los lodazales de los barrios marginados, donde era recibido con una alegría que superaba la gestión de los caudillos locales, porque alguien, un presidente, llegaba a ese confín donde vivían ellos, unos miserables.
Pensé también en los que formaron el lado intelectual del conglomerado que armó Kirchner. Con ellos he discutido mucho en estos años. Sin embargo, me resulta sencillo ponerme en su lugar. Muchos vienen de una larga militancia en el peronismo de izquierda; vivieron la humillación del menemismo, que fue para ellos una derrota y una gigantesca anomalía, una enfermedad del movimiento popular. Cuando los mayores de este contingente representativo ya pensaban que en sus vidas no habría un renacimiento de la política, Kirchner les abrió el escenario donde creyeron encontrar, nuevamente, los viejos ideales. Pensé que se engañaban, pero eso no borronea la imaginación de su dolor.
El furor de Kirchner en el ejercicio del gobierno transmitía la eléctrica tensión de la militancia setentista; para muchos, era posible volver a creer en grandes transformaciones, que no se enredaran en el trámite irritante y lento del paso a paso institucional. Y creyeron. Entiendo perfectamente esas esperanzas, aunque no haya coincidido con ellas. Conozco a esa gente, que se identifica en Carta Abierta, pero la desborda. Pensé en ellos porque cuando un líder político ha triunfado con el estilo de la victoria kirchnerista, su muerte abre un capítulo donde los más mezquinos y arrogantes saldrán a cobrar deudas de las que no son titulares, pero otros padecen el dolor de una ausencia que comienza hoy y no se sabe cuándo va a aflojar sus efectos. La muerte no consagra a nadie ni lo mejora, pero permite ver a quién le resulta más dura. Los que soportamos muchas muertes políticas sabemos que sus consecuencias pueden ser de larga duración.
Imposible pasar por alto la desazón de quienes se entusiasmaron con Kirchner. Sería no comprender la naturaleza del vínculo político. En las manifestaciones de 1973 marchaban viejitos con fotos de Eva que, amarillas y cuarteadas, probaban su origen de casas populares construidas en 1950. No sabemos si habrá fotos así de Kirchner en movilizaciones futuras. Pero su impacto en la sensibilidad política quizá se prolongue. Esto no excluye los balances de su gobierno sino que, precisamente, los volverá indispensables. Kirchner será un capítulo del debate ideológico e histórico. Una forma de la posteridad, tan duradera como la dimensión afectiva de esa gente de los barrios más pobres y de quienes lo apoyaron con su actividad intelectual. Maestra implacable, la muerte nos hará trabajar durante años.
La muerte de Kirchner fue súbita y filosa. Hay una frase popular: murió con los zapatos puestos, no había nacido para viejo. Hay otra, pronunciada en un pasado lejano donde todavía se decían frases sublimes: "¡Qué bella muerte!". Bella, aunque injusta y trágica, es la muerte de un hombre que cae en la plenitud de la forma, un hombre a quien no maceró la vejez ni tuvo tiempo de convertirse en patriarca porque murió como guerrero. Sin haberlo conocido, me atrevo a pensar que Kirchner se identificó siempre con el guerrero y nunca con el patriarca.
La medicina explica con todas sus sabias precisiones que Kirchner debió "cuidarse", que su cuerpo ya no podía soportar los esfuerzos de una batalla concentrada y múltiple. Pero una decisión, que no llamaría sólo psicológica sino también un ejercicio de la libertad, fue que Kirchner eligió no administrarse ni tratar su cuerpo como si fuera un capital cuya renta había que invertir con cuidado. Gastaba. Vivió como un iracundo. Ese era justamente el estilo que se le ha criticado. Tenía un temperamento, y los temperamentos no cambian.
Concebía la política como concentración potencialmente ilimitada de poder y de recursos y no estuvo dispuesto a modificar las prácticas que lo constituían como dirigente. Kirchner no podía ser cuidadoso en ningún aspecto. No se aplacaba. Gobernó sin contemplaciones para los que consideró sus opositores, sus enemigos, sus contradictores. Tampoco se ocupó de contemplar su debilidad física cuando se lo advirtieron. Como político no conoció el intervalo de la tregua; sin tregua manejó el conflicto con el campo y con los medios; la tregua es el momento en que se negocia y Kirchner no negociaba, no administraba sus objetivos, los imponía o era derrotado. No delegaba funciones. Fue, paradójicamente, un calculador que confiaba en sus impulsos, un vitalista y un voluntarista que se pasaba horas haciendo cuentas.
En su primer discurso, cuando juró frente al Congreso, dijo: "Atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos. La Argentina contemporánea se deberá reconocer y refundar en la integración de equipos y grupos orgánicos, con capacidad para la convocatoria transversal, el respeto por la diversidad y el cumplimiento de objetivos comunes". Sin embargo, esas palabras, que no hay elementos para juzgar insinceras en ese entonces, no le dieron forma a su gobierno.
Kirchner definió un estilo que, como sucede con el liderazgo carismático, es muy difícil de transmitir a otros. El líder piensa que es él el único que puede bancar los actos necesarios: él garantiza el reparto de los bienes sociales, él garantiza la asistencia a los sumergidos, él sostiene el mercado de trabajo y forcejea con los precios, él enfrenta a las corporaciones, él evita, en solitario, las conspiraciones y los torbellinos. El liderazgo es personalista.
La Argentina tiene, como tuvo Kirchner, una oscilación clásica entre la reivindicación del pluralismo y la concentración del poder. Como presidente, Kirchner eligió no simplemente el liderazgo fuerte (quizás indispensable en 2003) sino la concentración de las decisiones, de las grandes líneas y los más pequeños detalles: tener el gobierno en un puño. Consideró el poder como sustancia indivisible. Con una excepción que marca con honor el comienzo de su gobierno: la renovación de la Corte Suprema, un acto de gran alcance cuyas consecuencias van más allá de la muerte de quien tuvo el valor de decidirlo.
El poder indivisible es fuerte y débil: su fortaleza está en el presente, mientras se lo ejercite; su debilidad está en el futuro, cuando las circunstancias cambian. Así como Kirchner no administraba con cautela su resistencia física, tampoco fue cauteloso en el ejercicio de su poder. Frente a la desaparición de quien concebía el poder como indivisible, se aprestan las fuerzas y los individuos que quieren creer que ese poder pasa intacto a otra parte, lo cual sería una equivocación, o los que creen que se acerca un nuevo reparto.
Kirchner murió cuando en el horizonte cercano se insinuaba la posibilidad de un reparto de ese poder indivisible. Las elecciones de 2009 cambiaron las representaciones partidarias en el Congreso. Esa fue una experiencia nueva dentro de los años kirchneristas. Entre la negociación y el veto, entre retirar un proyecto propio y adoptar el de un aliado, se había empezado a recorrer un camino que mostraba cierto cambio de paisaje, obligado por la relación de fuerzas. El poder del Ejecutivo tenía una contraparte que no había pesado hasta 2009 y, en 2010, vendrán las elecciones nacionales. El poder indivisible necesitaba victorias, primero dentro del propio movimiento justicialista, batalla que Kirchner ya estaba calibrando.
Kirchner no era sólo un voluntarista sino también un inspirado. Salvo un apresurado que supiera poco, nadie en esa próxima competencia podía estar seguro de que podía desplazarlo. Su inteligencia y su iniciativa causaron siempre la admiración de sus amigos y la expectativa de sus opositores. Estas últimas semanas de su vida estuvieron bajo el signo de las exploraciones, las encuestas y los pálpitos electorales. Como cualquier político que había tocado el éxito y la popularidad en muchos momentos, Kirchner no quería alejarse de la cabina de mando. Creía que él era la única garantía, incluso la única garantía de su propio futuro. Surgido del peronismo, Kirchner no se sentía seguro con las declaraciones de lealtad y desconfiaba de las disidencias que, a sus ojos, encubren traiciones.
Todos, amigos y enemigos, estaban seguros de que algo debía suceder en los próximos tiempos. Sucedió esta muerte que, como toda muerte inesperada y temprana, cortó el curso de las cosas, pero un destino propicio hizo que Kirchner muriera sin conocer una derrota decisiva. Kirchner, muchos lo aseguraban, vivía en el límite de las apuestas a cara y ceca, perder todo estuvo siempre inscripto dentro de las posibilidades. Fue un político de alto riesgo, no un jefe cuya cualidad principal fuera la prudencia. Fue también un político afortunado. Y murió antes de que su imprudencia venciera a la fortuna.
Junto con la renovación de la Corte Suprema hay otro acto de reparación histórica que nadie podrá negarle: después de la derogación de las leyes de impunidad, Kirchner apoyó con su peso personal e institucional la apertura de los juicios a los terroristas de Estado. Hizo su escudo protector con los organismos de derechos humanos hasta convertirlos en articulaciones simbólicas y reales de su gobierno. Como sucedió siempre con Kirchner, el apoyo a que las causas obtuvieran sentencia se entreveró con la política que inscribió a las Madres y Abuelas en la trinchera cotidiana. Kirchner, hasta hoy, ofrece esos balances complicados. Igual que su afirmación latinoamericanista: reivindicó la idea de una nación independiente y soberana, pero dirigió o permitió peleas tan declarativas como inútiles; como secretario de la Unasur, tomó una responsabilidad que cumplió contra muchas predicciones.
Fin de un acto que lleva su marca. Fue la obsesión amada o temida, desconfiada o combatida de muchos. Pocos políticos tienen la fortuna de marcar la historia de este modo. En la turbulencia que produce la muerte, antes de la claridad que llega con el duelo, no es posible saber si el kirchnerismo será un capítulo cerrado. La muerte convoca a los herederos, los legítimos y los que piensan que, en realidad, no son herederos sino titulares de un poder perdido o entregado de mala gana. También falta definir del todo cuál es la herencia y si es posible que pase a otras manos. La memoria de Kirchner puede convertirse en política o en historia. Lo segundo ya lo tiene asegurado con justicia.
Beatriz Sarlo, para La Nación

lunes, 20 de septiembre de 2010

Ráfagas de cambio. Las asignaturas pendientes de la Argentina en un mundo en transición.

A veces, enredados en los acontecimientos diarios, perdemos la perspectiva larga que proporcionan las mutaciones planetarias. Desde hace varias décadas, el mundo asiste a una suerte de revolución silenciosa en el plano de la ciencia, de la tecnología y de los valores que, antaño, se consideraban definitivamente arraigados. Hace unos años Octavio Paz declaraba que todas las revoluciones que se ensayaron en el siglo XX habían fracasado excepto la revolución sexual. Si acoplamos estas reflexiones a lo que en la actualidad experimentamos a través de Internet, la telefonía celular y la medicina, factor decisivo en la prolongación de la vida, el cuadro adquiere un perfil más definido.
Son fenómenos que tienen efectos trascendentes en la política y en la economía. A diferencia de las revoluciones "estridentes" de los siglos XVIII, XIX y XX (la Revolución Francesa, las revoluciones americanas del Norte y del Sur, las revoluciones comunistas), estos recorridos de "la orientación de los espíritus", según apuntó Guglielmo Ferrero, operan con una vocación universal que se engarza en muchas regiones -entre ellas, la nuestra- con la expansión de los derechos y del sentimiento de igualdad. Claro está, los derechos más perjudicados en este trance son aquellos que requieren altos costos fiscales (de aquí los problemas que plantea, en Europa y en la Argentina, el financiamiento de la seguridad social).
Estas señales -la mirada de Tocqueville fue en este sentido precursora- conforman en buena medida una tendencia predominante y además conflictiva. Más vale escucharla con humildad y tolerancia, atendiendo a "los signos de los tiempos", como decía Juan XXIII, en lugar de reaccionar envueltos en proclamaciones de guerras santas y culturales que, a la postre, terminan contaminando más la atmósfera de confrontación que se difunde desde las filas oficialistas.
El contraste entre el ocaso de las antiguas revoluciones con sus consiguientes mentalidades reaccionarias y el ascenso de este mundo nuevo ha generado una transformación inconcebible para quienes meditaban sobre estas cosas hace apenas treinta años. Caducó la Guerra Fría y con ello la globalización del mercado, sumada a las nuevas tecnologías en la producción agropecuaria, ha incorporado al consumo de estos bienes a una masa de miles de millones de habitantes ubicados en el continente asiático. Este desplazamiento del eje del poder económico del Oeste hacia el Este y del Norte hacia el Sur ha hecho que, por vez primera en la historia moderna, las naciones emergentes no hayan sufrido, por ahora, los ramalazos de una crisis financiera y económica originada en los países centrales.
Sobre este mundo, que por cierto no ha expulsado la guerra del horizonte histórico, estamos parados en difícil equilibrio: entablamos debates parlamentarios en torno a los nuevos valores en disputa (el voto en el Congreso acerca de las reformas en el matrimonio civil es un caso paradigmático al respecto) y aprovechamos sólo en parte las ráfagas positivas que soplan sobre los mercados internacionales. Los datos están a la vista: la Argentina exportará este año cerca de 100 millones de toneladas de granos, con una cifra de exportaciones de aproximadamente 65.000 millones de dólares, de la cual el fisco habrá de extraer 8500 millones de la misma moneda en concepto de retenciones. Estas dos palancas permiten entender por qué el kirchnerismo ha logrado sobrevivir al manifiesto deterioro del año pasado. Son elementos que forman parte de un arsenal dispuesto para montar una estrategia defensiva alrededor de las posiciones hegemónicas del Poder Ejecutivo adquiridas anteriormente.
Mientras crujen las políticas de subsidios y de anclaje del tipo de cambio (generadora, esta última, de inflación), las trincheras que el Gobierno ha cavado con aquel propósito se extienden a diario: el bloqueo en el Senado de los proyectos de ley, las respuestas parciales a las demandas que formulan las oposiciones, el embate a los medios de comunicación que no decrece, y los espionajes y contraespionajes que cunden entre gobernantes y opositores. En la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, las "escuchas" ilegales son recíprocas, con la agravante de que se ha puesto en cuestión el principio que hace del Poder Judicial una fiable autoridad de arbitraje.
¿De qué vale contar con jueces y cámaras de apelación si los poderes políticos, de uno y otro lado, no los acatan, procuran esquivarlos por otros atajos o los obedecen cuando les conviene? Asunto grave que atañe a las creencias sociales y que, paradójicamente, nos retrotrae en este mundo nuevo a los debates constitucionales que dieron origen a nuestras repúblicas. El Poder Judicial debería ser una instancia legítima para gobernantes y gobernados. Por el momento, lamentablemente no lo es.
A todo esto, las oposiciones se han puesto en marcha en el Congreso y pretenden revertir algunos capítulos centrales de la agenda pública. Los meses venideros son cruciales en cuanto a la posible reasunción por el Congreso de los poderes delegados al Poder Ejecutivo y a las modificaciones de fondo que, con urgencia, reclaman el INDEC, el Consejo de la Magistratura, la ONCCA, el régimen de jubilaciones y los decretos de necesidad y urgencia. La lista impresiona tanto por el caudal de reformas que están en juego cuanto por el desafío que deben levantar las oposiciones para dar cauce, en materias tan dispares, a consensos responsables.
El reto se las trae porque las oposiciones deben demostrar ante el electorado que están dispuestas a llevar a cabo la gran transformación institucional que demandan las nuevas orientaciones del siglo XXI. Este engarce es vital si queremos recuperar nuestro apetito de futuro. Cuesta trabajo imaginar en los próximos años a gobiernos dotados de mayorías regimentadas como ocurrió entre 2003 y 2009. Daría la impresión, al contrario, de que la ciudadanía está explorando un camino en procura de mayores equilibrios y resguardos.
Esto no significa que tal situación de pesos y contrapesos produzca necesariamente efectos benéficos. Significa sí que los liderazgos en germen han de ser artífices de negociaciones a cara descubierta y de acuerdos de gobernabilidad explícitos. Solo así las futuras coaliciones de gobierno podrán prosperar. Por eso, las descalificaciones y agresiones están de más. En una democracia nadie tiene el monopolio de la verdad y de la virtud; tal vez un llamado a la modestia en una época en la cual las redes de comunicación transmiten constantemente un menú inagotable de escándalos: gestos, palabras gruesas e insultos. La velocidad de las innovaciones en esta materia choca con la persistencia del guarango, un estilo nacional que viene de lejos aunque entonces estaba más acotado. Ahora el guarango domina la escena: basta con mirar la pantalla de televisión.
La combinación de lo viejo y de lo nuevo, muchas veces explosiva, plantea exigencias. Como acabamos de ver, el terreno de las oposiciones y de las reformas por llevar a cabo es vasto, tan vasto como los brotes de faccionalismo que suelen reaparecer con fuerza. No debe extrañarnos: en muchos momentos de nuestra historia, el faccionalismo ha herido con saña a nuestros partidos. Es una señal a tomar en cuenta por los liderazgos en formación. ¿Quién, o quiénes, tendrán la virtud suficiente para entender las oportunidades y los riesgos de los tiempos venideros y transformar esa materia en propuestas electorales creíbles? Oficio, en fin, para reconstructores cuando las luces del ciclo político que comenzó en 2003 todavía no se han apagado completamente. 
Natalio Botana. La Nación, 05 de Agosto de 2010.

El Gobierno decidió reescribir el Nunca Más.

El kirchnerismo dividió las organizaciones de derechos humanos y transformó lo que era una causa de todos y de valor incuestionable en una herramienta facciosa.
Marx ha escrito que la historia se repite: la primera vez en forma de tragedia y la segunda como farsa. Ojalá no se haya equivocado. Que aquello que vivimos la primera vez como tragedia sangrienta concluya, en esta segunda experiencia, como farsa. Porque los signos actuales de la intolerancia, las amenazas y agresiones, y hasta la violencia velada son cada vez más alarmantes.
Hace casi cuarenta años, con esos métodos, un gobierno peronista abrió las puertas al terrorismo clandestino de Estado. Hoy la violencia de las palabras y de las acciones viene de otro gobierno peronista y son amplificadas por algunos actores de la vida social con los que ha establecido relaciones colusivas y espurias. Podemos esperar, razonablemente, que no vaya mucho más lejos. Después de la terrible experiencia de la dictadura, la sociedad argentina supo construir una sólida muralla para defender sus libertades: los Derechos Humanos.
La idea no entusiasmaba mucho en los años sesenta y setenta: se pensaba por entonces que los fines justificaban los medios. Pero con la dictadura, los Derechos Humanos adquirieron otra envergadura, hasta convertirse en 1983 en el Arca de la Alianza de la democracia. En nombre de los Derechos Humanos no sólo se garantizaron las libertades personales. También se consagró el pluralismo y la tolerancia, el diálogo y la argumentación, tomando distancia de una cultura política que durante casi todo el siglo XX había practicado la descalificación facciosa del enemigo. En nombre de los Derechos Humanos, la Justicia condenó en 1985 a los principales responsables del terrorismo de Estado, junto a los responsables de las organizaciones armadas terroristas.
Así se legitimó el principio de que ningún fin, por justo que parezca, justifica el recurso a la violencia asesina.
A la vez la Justicia, al condenar las propias prácticas del Estado terrorista, fundamentó el Estado de Derecho, piedra sillar de la democracia. Por entonces la idea de los Derechos Humanos había arraigado profundamente entre nosotros.
El monolítico compromiso político en torno de estos principios, forjado en 1983, había sido precedido por la acción verdaderamente heroica de organizaciones sociales que, bajo la dictadura, defendieron el tema de los Derechos Humanos contra viento y marea.
Estas organizaciones, y en particular Madres de Plaza de Mayo, se convirtieron en el símbolo de esos valores. Su defensa requería que se mantuvieran por encima de las múltiples divergencias propias de la práctica política democrática. Así lo hicieron, por un tiempo.
Acuerdo político, más allá de otras disidencias, y organizaciones de Derechos respetadas e incontaminadas fueron los pilares sobre los que se construyó la fortaleza de los Derechos Humanos.
Desde hace varios años ambos pilares están siendo sistemáticamente destruidos por un gobierno que, paradójicamente, dice defenderlos. Su interpretación de los Derechos Humanos es limitada y contradictoria. Limitada, porque en lugar de expandir la noción a los múltiples problemas que genera la vida social, la circunscribe al juicio de los partícipes secundarios de la represión, tarea ciertamente necesaria, pero limitada, sobre todo si el ánimo de revancha se impone al de justicia.
Contradictoria, porque se ha limitado a acusar al Estado terrorista, pero mira con ojos benevolentes y hasta reivindicativos a los otros responsables: las organizaciones armadas. Por esa vía, ha ayudado a volver a instalar en nuestra cultura política la terrible idea de que existe una violencia asesina legítima.
El Gobierno ha transformado lo que era una causa de todos en una herramienta de su lucha facciosa, habilitando así otras lecturas facciosas del pasado, inclusive la de los panegiristas del terrorismo de Estado.
Ha construido su propio relato, vilipendiando o ignorando a los auténticos protagonistas de la gesta y asignándose -tan luego ellos- el papel protagónico. Ha reescrito la Introducción al Nunca Más.
Por otra parte, el Gobierno ha dividido las organizaciones de derechos humanos. Cooptó a una parte de ellas, incorporándolas al juego de los subsidios colusivos y el discurso faccioso. El caso extremo es precisamente Madres de Plaza de Mayo. Hoy, con la administración de Sergio Schoklender y Felisa Miceli -curiosa elección-, forma parte de las corporaciones subvencionadas por el Gobierno y constituye uno de esos nuevos “monopolios amigos”, cuya vasta extensión apenas conocemos. Por otra parte, su jefa y vocera, la señora Bonafini, que otrora supo ser el ícono de los derechos humanos, predica la violencia, glorifica el terrorismo y se une a la máquina intimidatoria.
No son los únicos que practican este doble juego de cobrar y hablar. En el caso de Luis D’Elía o Milagro Sala esto tiene una importancia acotada. En el caso de las organizaciones de Derechos Humanos alcanza una trascendencia enorme.
El Gobierno ha politizado la causa de todos.
Algunos de los símbolos de los Derechos Humanos han caído en el lodo de la política facciosa.
Lo que era un valor establecido, ahora es una opinión, discutible y vulnerable.
Cabe preguntarse quién defenderá nuestros derechos cuando lo necesitemos. Quien evitará que la farsa se convierta en tragedia. 
Luis Alberto Romero. Clarín, 16 de septiembre de 2010.

Los Kirchner construyeron su propia utopía regresiva.

El matrimonio intenta dotar de vitalidad a un populismo en su variante clásica: estatista, nacionalista y autoritaria. Pero no advierte que la historia no se repite y la sociedad cambió.
La lenta reestructuración del radicalismo y la dificultad para armar coaliciones de gobierno fundadas en orientaciones de política pública que ofrezcan al electorado opciones claras y contrastantes aquejan a nuestro sistema político. Las coaliciones electorales se mostraron impotentes a la hora de gobernar y los experimentos de transversalidad fueron cooptaciones y no alianzas.
No es sorprendente que estas falencias contribuyan a la renacida vitalidad del populismo en su variante clásica estatista, nacionalista y autoritaria, que supo encarnar el peronismo en sus años dorados.
El kirchnerismo busca volver a fragmentar el mapa político del país en dos polos antagónicos, el “pueblo” y el “antipueblo”, para construir a su imagen el antikirchnerismo de la misma manera en que el peronismo construyó el antiperonismo como lo muestra Luis Alberto Romero en “La libertadora gestó un peronismo diferente” (Clarín, 13-9-2005). A los que disienten con sus políticas les resulta muy difícil no hacerse antikirchneristas y ello a pesar de que algunas de esas políticas pudieran ser bien valoradas.
El matrimonio presidencial revela ser buen discípulo de Perón.
Los que no aceptan una ideología que vive el conflicto como una guerra que enfrenta al “pueblo” con las “corporaciones”, sean éstas monopolios, oligarquías o prensa opositora, son calificados de “destituyentes”; en el pasado se los llamaba “gorilas”. Pero la evocación de Perón ya no es suficiente para dar legitimidad al modo de ejercer el poder.
El matrimonio presidencial construye una particular relación entre el campo académico y el político y con ese propósito echa mano a la interpretación que Ernesto Laclau hace del populismo para justificar en el terreno del discurso ideológico una empresa de construcción de poder personal. Será la “razón populista” el fundamento de una política en la que el líder da sentido a la noción vacía de pueblo y encabeza la construcción de la identidad popular. Un viejo modo de hacer política reaparece revestido de credenciales intelectuales que lo acreditan para ejercer una democracia donde lo que más importa es la elección de los dirigentes y el principio de mayoría.
Una vez elegido, el líder está “autorizado” para conducir a su pueblo a la tierra prometida.
La retórica encendida de la Presidenta y de su esposo, centrada en los contenidos ideológicos de un proyecto de país, nada nos dice sobre las propuestas concretas de cambio. No extraña entonces que no haya debates públicos sobre “el modelo” que se impulsa desde la presidencia.
Vivimos en un clima de intolerancia en el que no hay lugar para una oposición constructiva, predominan las emociones y escasean los argumentos.
La oposición fragmentada es ante todo reactiva frente a las iniciativas de un gobierno que practica sin descanso la fórmula menemista de la “decisión, el secreto y la sorpresa”, más adecuada para conducir un ejército que para gobernar una sociedad. Los medios de información ocupan un lugar clave para dar voz a los que no están representados en las acciones de este gobierno que se autodefine como nacional y popular.
Bajo la figura de la distorsión de la realidad, los Kirchner buscan controlarlos, convencidos de que la única verdad es la realidad que su gobierno construye con los datos manipulados por el INDEC y sin reparar que no es la destrucción de los grandes medios sino la persuasión y la autoridad moral la mejor estrategia para utilizarlos.
No es la necesidad de impulsar sociedades igualitarias, incluyentes y protectoras de los más pobres lo que distingue al gobierno de los Kirchner de los gobiernos de orientación socialdemócrata.
Lo que hace la diferencia es el camino autoritario con que este gobierno quiere fundar el progreso social.
Un camino que no es ni democrático ni progresista, que busca perpetuar en el poder a los que lo encarnan, que ningunea a los diferentes y que repara sin reformar, hipotecando así el futuro.
La Argentina de este siglo es muy diferente de la de mediados del siglo pasado. Las crisis se han resuelto sin la intervención de la fuerza, no hubo golpes militares ni acoso o cárcel para los adversarios, ni recortes de libertad de expresión.
En los gobiernos de los Kirchner, sin embargo, la tendencia al “apriete” es cada vez más una metodología para acallar la disidencia.
La historia no se repite como eterno retorno al punto de partida sino como una espiral en que nada es igual a lo que ha quedado atrás.
El discurso populista ya no posee la fuerza aglutinadora que tuvo en el pasado. Los valores del pluralismo y la defensa de los derechos humanos han echado raíces profundas en estos años de democracia.
Las hegemonías son más frágiles, los ciudadanos dependen menos de los gobernantes.
La república vacilante, entre la furia y la razón, título de un valioso libro de Natalio Botana, sobrevive como parte de una tradición que el kirchnerismo reaviva al precio de cuestionarla. La sociedad argentina ya está madura para ver la política como un conflicto de valores e intereses y no resignarse a una puja que la convierte en intercambio entre intereses y dádivas.
Liliana de Riz. Clarín, 2 de septiembre de 2010.

jueves, 26 de agosto de 2010

No estuve en el acto de Gobierno.

Por ignorancia o mala fe, la agencia “gubernamental” de noticias informó que estuve en la Casa Rosada en la presentación del informe sobre Papel Prensa.
Nada hay de extraño en que una senadora de la Nación asista a un acto en la Casa de Gobierno, sólo que frente a una cultura política que analiza antes la fotografía, quién se sienta al lado de quién, que la reflexión, debo aclarar que no estuve en la Casa Rosada porque no podría convalidar lo que vengo combatiendo desde hace años: la confusión entre prensa y propaganda y la concepción antidemocrática de creer que a la ciudadanía hay que tutelarla de aquellos que quieren controlarla, cuando es función y responsabilidad de los gobernantes garantizar el derecho supremo de la ciudadanía a ser informada.
La información no debe ser una mercancía, pero tampoco propaganda . En todas las sociedades democráticas existe tensión entre la prensa y los gobiernos y como el valor universal de la libertad de expresión lo gestionan empresas privadas, a estas se les pide que se autorregulen con responsabilidad, no intentando coartar la libertad. De todos modos, me parece auspicioso que finalmente podamos desentrañar los años setenta, cuando una muerte se vengaba con otro cadáver. La violencia política que antecedió al golpe militar, los casi 900 desparecidos del gobierno de Isabel Perón, el dinero de los secuestros de los Montoneros.
Por respeto a todos los que pagaron con su vida, con la cárcel o el destierro, ojalá seamos capaces de analizar el pasado como fenómeno de la violencia política y no perseguir a las personas por su pasado, ya que nadie está exento de responsabilidades en un país que se desquició y la política fue reemplazada por las balas.
Si no se asumen las responsabilidades se seguirá levantando el dedo acusador de buscar culpables , y ese no es el camino de la construcción democrática, basada en una legalidad de valores compartidos, que no son otros que los que nos manda la Constitución.
A más de treinta años de la democratización ya estamos en la hora de hacer carne una cultura de Derechos Humanos, basados en el respeto y la igualdad.
Norma Morandini. Senadora Nacional.
Clarín, 26 de Agosto de 2010.

martes, 24 de agosto de 2010

Cuando los nazis vinieron por los comunistas.

Primero llegaron por los comunistas, y no hablé porque no era comunista; después vinieron por los judíos, y no hablé porque no era judío; después vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era uno de ellos, después vinieron por los católicos, y no hablé porque yo era protestante; después vinieron por mí, y para entonces no había quedado nadie que hablara.
Martin Niemoeller

Biografía y obras destacadas de Martin Niemoeller

Nace: 14 de enero de 1892
Lugar: Lippstadt, Alemania 
Muere: 6 de marzo de 1984
Lugar: Wiesbaden, Hesse, Alemania

Biografía: Militar y religioso alemán del luteranismo, autor del poema "Cuando los nazis vinieron por los comunistas". Tras graduarse como oficial naval, Martin Niemöller participó de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) al mando de un submarino. Entre 1919 y 1923 estudia Teología en Münster, y apoya la política anticomunista, antisemita y alemán nacionalista de Adolf Hitler. En 1933 Hitler intenta desarrollar una política totalitaria de homogenización, haciendo que sean excluidos de la iglesia a todo creyente con antepasados judíos. Martin Niemöller se manifiesta en contra de esta política, formando junto a Dietrich Bonhoeffer, la Iglesia Confesante (Bekennende Kirche). En 1937 es arrestado y encarcelado por siete meses y tras cumplir la condena, es apresado por la Gestapo y enviado a los campos de concentración de Sachsenhausen y Dachau hasta 1945. Tras su liberación, Martin Niemöller se unió a diferentes movimientos pacifistas.

miércoles, 30 de junio de 2010

Errores en la asignación al niño.

Dios mío, que capacidad de estropear las buenas ideas que tienen Néstor y Cristina! Vean si no esto de la asignación “universal” al niño . Lo que sí hay que reconocerles son buenos reflejos políticos: la oposición instaló el tema en la última campaña electoral , y como vieron que caía bien en la opinión pública, ¡allá vino el consabido DNU y festejamos la improvisación ! Claro, lo que podría ser un paso inicial en una revolución del concepto de Seguridad Social, tiende a transformarse en un programa más focalizado en los pobres, de esos que recomendaba el tan denostado por la Presidenta “Consenso de Washington” . Lo que pasa es que ella nunca creyó en la universalidad de la protección social, por un derecho universal no se le da las gracias al gobernante de turno, sólo se le reclama si lo vulnera . ¡Y quién no quiere que le agradezcan! Para peor, ahora nos enteramos de que quiere pedirle basada en un criterio igualitario de ciudadanía porque, seguramente de buena fe pero bastante fuera del mundo contemporáneo, piensa que el pleno empleo en blanco la va a garantizar, como alcanzó a verlo cuando era chiquita. Aparte de que, sin confesárselo, sabe y sabemos que crédito al Banco Mundial para financiar la asignación, lo cual desnuda lo errado del concepto original . ¿Se imaginan a Argentina pidiéndole dólares al BM para pagar las jubilaciones? Sería la misma cosa. En Haití quizás, en la hecatombe, pero Argentina, ¿para lo que debería ser una reforma estructural, y por ende permanente, de la Seguridad Social? No poca gente cree, y la Presidenta entre ellos, que afirmar la necesaria separación en el mundo moderno de la protección social de la condición laboral es menospreciar al trabajo como lo que es, un compromiso que incluye socialmente a la persona y fortalece su dignidad al ser útil al conjunto, pero no se ve que establecer esa separación es avanzar en un contrato social más democrático, en que nos ofrecemos todos garantía universal de cobertura igualitaria y solidaria de ciertas necesidades esenciales y riesgos imprevisibles, con independencia de méritos y azares de la vida. Y que encararlo así no desalienta el trabajo ni las posibilidades adicionales que cada uno pueda conquistar .
Además, ¿qué es eso de penalizar al niño que no cumplió con los compromisos de educación y salud suspendiéndole el cobro? ¡Si precisamente es cuando hay que actuar sobre las causas de contexto familiar o la insuficiente disponibilidad de servicios que lo llevan al incumplimiento! O aquello de exigir que el ingreso familiar esté por debajo del salario mínimo para tener derecho al beneficio, cosa que aparte de ser de verificación imposible en el ámbito de la informalidad, abre una puerta a la discrecionalidad, y lo más grave, evapora el pretendido concepto de universalidad .
Sepa de todos modos la Presidenta que ha tomado dos decisiones fundamentales en este campo, en el camino correcto y pésimamente implementadas: la extensión de la jubilación básica y la asignación al niño por fuera de la cobertura tradicional . Los malos de la oposición y algunos medios perversos dirán que hizo lo primero para disponer arbitrariamente de la plata en manos de las AFJP y soplar brisas electorales favorables para su marido, y lo segundo, para quitarle a la oposición una bandera exitosa. Que no haga caso.
Pero la verdad es que lo peor de la primera medida es que, convencida del futuro pleno empleo asalariado, legisló para los argentinos que están, pero no para los futuros . Lo peor de la segunda es que no es tampoco universal , y lo peor de ambos es que recurrió a un financiamiento desprolijo y coyuntural , sin tocar ningún resorte impositivo que podría haber hecho a las reformas mucho más auténticamente redistributivas y sustentables .
Insisto en que ella no escuche a los mal pensados. En el siglo XIX Bismarck no le regaló la Seguridad Social a la socialdemocracia porque era un filósofo progresista. Ella sabe que en política a veces motivos nada transparentes pueden alimentar buenas decisiones. Y lo que con el tiempo se recuerda son estas.
¡Ojalá la Presidenta desconcierte a la oposición y cambie de estilo! Que le encargue al Congreso una buena ley que corrija errores pero manteniendo la orientación y que transforme así una nueva concepción de la Seguridad Social en política de Estado. Mas allá de sus adherentes convencidos o de los interesados, se sorprenderá de la cantidad de opositores que la aplaudiremos.
Aldo Neri. Ex Ministro de Salud de la Nación.

jueves, 27 de mayo de 2010

1910 vs. 2010, un duelo ideológico.

"Pese a quien le pese, estamos mucho mejor que hace 100 años". Lo dijo Cristina Kirchner en el discurso que pronunció anteayer en la Casa Rosada. Fuera de contexto, no se puede sino coincidir con el dictamen. Sería horroroso que la sociedad argentina se encontrara, en términos absolutos, peor que un siglo atrás.
Pero la Presidenta no quiso decir una perogrullada. Su "pese a quien le pese" es un desafío; abre una discusión. Y esa discusión tiene interlocutores bastante precisos: son los que vienen sosteniendo que, a diferencia de lo que ocurría en 1910, la Argentina no tiene hoy motivos para la autocelebración.
Si se repasan otras referencias históricas de estos meses, se advertirá que Cristina Kirchner no quiere sólo defender el presente, sino impugnar la experiencia de 1910, cuando "no había derechos sociales" y "queríamos parecernos a Europa, y mirar hacia fuera". El 19 de abril, en Venezuela, dijo: "En el primer centenario se habían consolidado repúblicas en un modelo de división internacional del trabajo, donde nosotros proveíamos materias primas, que eran industrializadas y generaban riqueza y valor muy lejos de estas tierras. Y los hombres que habían hecho 1810 pensaban exactamente lo contrario". La comparación con 1910 es la denuncia de una desviación histórica en la que habría incurrido la Argentina agroexportadora de comienzos del siglo XX.
Es interesante analizar esta idea. No tanto por su complejidad -que es poca, como suele ocurrir con casi todas las referencias históricas de los políticos argentinos-, sino porque expresa algunos atavismos intelectuales que la Presidenta comparte con un sector de la dirigencia nacional que excede en mucho al elenco gobernante.
El primer vicio de esta imagen del pasado es el anacronismo, que para la historia es, como dice Eric Hobsbawm, más peligroso que la mentira. Cristina Kirchner juzga la Argentina de 1910 con categorías del presente. Es verdad que por entonces no había derechos sociales. Pero ¿dónde los había? Para que se impusiera la noción de ciudadanía social había que esperar un par de décadas. También es cierto, como ella recordó, que para 1902 la ley de residencia autorizó a deportar a los promotores del anarquismo, más por sus atentados terroristas que por su activismo sindical. Pero las impugnaciones parlamentarias de Emilio Gouchón y Belisario Roldán a la iniciativa revelan también una llamativa apertura ideológica en un sector de la elite del centenario. El mismo Joaquín V. González, que promovió la ley de residencia, propuso en 1904 una ley nacional de trabajo que incluía la cobertura de accidentes laborales, la jornada de ocho horas y la igualdad para la población indígena. Fue rechazada por el anarquismo y por la UIA, en este caso con argumentos de un proteccionismo que resultaría simpático a algún funcionario de hoy. González, ministro de Julio Roca, recurrió para elaborar ese precoz código laboral a socialistas como Ingenieros o Del Valle Iberlucea. Ocho años más tarde, Roque Sáenz Peña pactó la ley de voto secreto, obligatorio y universal -excluyendo a las mujeres, es cierto- con Hipólito Yrigoyen. Por lo visto, hace un siglo se dialogaba más que ahora.
En 1910 la Argentina era lo que Juan Carlos Torre denomina un gran laboratorio social. Entre 1870 y 1930 la población pasó de 2 millones de habitantes a 11 millones. En 1869 quienes vivían en localidades de más de 2000 habitantes eran el 28,6% del total; en 1914, el 52,7% (más que en Estados Unidos, apunta Pablo Gerchunoff). La tasa de escolarización de niños pasó, en el mismo período, de 19 a 52%. Francis Korn consignó hace poco en La Nacion que entre 1887 y 1914 la cantidad de gente aumentó 264%, mientras que los propietarios aumentaron 400%. La población ubicada en conventillos pasó de ser el 25% de la ciudad a ser menos del 10%. "Y todavía no había aparecido una vivienda peor", aclara Korn.
Ideas discutibles.
Otra noción discutible, pero habitual en las asambleas universitarias de La Plata de cuando la Presidenta estudiaba, es que una perversa conspiración externa condenó a la Argentina a un indeseable rol de productor agropecuario, privándola del destino industrial que -hay que suponer- tenía muy a mano. Sin embargo, en 1914 -apunta Gerchunoff- la Argentina era el más industrial de los países iberoamericanos. La producción manufacturera representaba el 16,6% del total; en Chile, el 14,5%; en México, el 12,3%, y en Brasil, el 12,1%.
Estas cifras exhiben el segundo extravío del planteo de la señora de Kirchner: su aislacionismo. Si comparara la trayectoria de la Argentina con la de otros países, ajustaría su diagnóstico. En 1910, con un PBI de 26.000 millones de dólares, la economía argentina era la primera de América latina y se encontraba entre las 9 más importantes del mundo. Sólo era superada por Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Bélgica y Canadá. Hoy ocupa el puesto 57. En cuanto al PBI per cápita, hacia 1910 la Argentina ocupaba el octavo puesto. Con 3822 dólares por habitante, sólo era superada por Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Bélgica y Suiza.
Hacia 1925, en términos económicos, la Argentina era 30% más grande que México o Brasil, 20% más grande que Australia e igual que Canadá. En ese mismo año, con el 16% de la población de América latina, tenía el 45% de los teléfonos y el 58% de los autos de la región. Torre recuerda que en 1927 era el segundo consumidor de películas producidas en los Estados Unidos y contaba con 972 salas de cine.
La condena de Cristina Kirchner a ese país del centenario cuenta con numerosos precursores. Como observó Halperín Donghi, se trata de una visión historiográfica -la del revisionismo nacionalista- que supone que la Argentina debe ser rescatada de la decadencia en la que ingresó cuando se integró al mercado atlántico y se aproximaron su economía y sus instituciones a estándares internacionales exitosos. Contra toda estadística -típico problema de los Kirchner- el discurso oficial propone otro derrotero: la vía nacional al desarrollo, las reglas propias, una receta cuyo valor radica en que es "nuestra". Desde esta perspectiva, valió la pena que la señora de Kirchner haya condenado el centenario. Ahora está más claro por qué, para el segundo, el país se ha replegado sobre sí mismo, se rige por una contabilidad autóctona, adopta un comportamiento internacional imprevisible e intenta, como puede, reinventar la rueda.
Carlos Pagni, para La Nación.