jueves, 24 de mayo de 2012

Sin estrategias para la inserción de los jóvenes.

En los 60 y 70 la juventud aparecía en la agenda pública por su rebeldía y/o por su fervor revolucionario.
En la agenda actual, básicamente por el fenómeno de la delincuencia . Aquella era una juventud nacida bajo el ala protectora del Estado de Bienestar, con necesidades materiales básicas cubiertas y con perspectivas laborales promisorias: un título universitario era garantía de un buen trabajo y los que no lo poseían podían al menos confiar en acceder a un trabajo estable. Desde allí era posible sostener proyectos vitales como independizarse de sus progenitores. Pero aun cuando el presente y el futuro le sonreía, aspiraba a transformar radicalmente la sociedad aun a costa de perder la vida. Luchaba también para alcanzar reivindicaciones como una mayor libertad sexual.
La juventud actual es hija del neoliberalismo donde el futuro es incierto y por lo tanto le resulta difícil sostener proyectos de largo plazo; está afectada por altas tasas de desempleo y precarización: el desempleo juvenil duplica en América latina y en Europa a la tasa general y en España y Grecia alcanza al 50% ; también en América latina la OIT nos dice que 60% de los jóvenes terminan en trabajos informales y 20 millones ni estudian ni trabajan (800.000 en nuestro país). El título universitario no es ya más un propulsor al éxito sino un paracaídas que amortigua el choque contra el mercado de trabajo. Finalmente, vive bombardeada por invitaciones a consumir y señalada con el dedo por el incremento de la delincuencia.
Los jóvenes de aquellos tiempos idos eran por lo tanto un actor colectivo con un proyecto para la sociedad y para ellos mismos. Los actuales no tienen ni lo uno ni lo otro . Por otro lado, los dirigentes sociales y políticos de la sociedad actual parecen no entender suficientemente bien la gravedad de la situación juvenil y prefieren mirar al costado o engañarse con pensamientos del tipo “esto se arregla con mayor crecimiento económico” o “se resuelve con mejores policías”.
Aquí yacen a mi juicio las causas principales que explican por qué la problemática juvenil no está en la agenda más allá de su relación con el mundo del delito. Y en consecuencia, la inexistencia de una política hacia la juventud con la envergadura necesaria para dar respuesta a este serio problema de la sociedad actual. Miles de millones de pesos son gastados en el sistema previsional para los mayores, el sistema educativo para los niños o en el salud para los más pobres, pero sigue ausente una política de relevancia para este sector especialmente castigado de la población.
En nuestro país, sectores juveniles alentados por el calor oficial (otra diferencia con la generación anterior) han comenzado nuevamente a abrazar la política luego del letargo de los ‘90, algo que debe ser bienvenido. Pero se trata de una politización que no alcanza a expresar ideas del tipo de sociedad que quiere alcanzarse ni cómo responder a los nuevos desafíos que tiene el mundo juvenil.
Participar en política se reduce básicamente a lograr posiciones de poder . En definitiva, no hay indicios de que quieran para sus hijos una sociedad diferente de esta desigual y excluyente que mi generación forjó para ellos.
¿Volverán a ser actores con un proyecto nuevo de sociedad? ¿O seguirán condenados a ingresar en la agenda pública sólo como delincuentes?

Aldo Isuani. Sociólogo.

El déficit fiscal genera crisis política.

Hay una crisis fiscal en la Argentina, y éste es el indicador decisivo de la situación del país en términos políticos.
El déficit fiscal en 2011 fue -1.7% del PBI y este año sería 50% superior (-2.5% anual), que equivale a $ 45.000 millones.
Es el resultado de la desaceleración de la economía , que hoy crece 2% anual, con una situación de contracción en la producción industrial, lo que representa la tercera parte de la expansión de 2011, en que aumentó 5.8%.
La desaceleración de la economía argentina en el segundo semestre de 2011, y en los primeros cuatro meses de este año, fue el resultado directo de la crisis del sector externo (cuenta capital), que se produjo en octubre de 2011. Ese mes, al acelerarse la fuga de capitales, que ascendió a US$ 3.400 millones, y profundizarse la pérdida de reservas, que entre julio y octubre alcanzó a US$ 7.400 millones, se produjo un déficit en la cuenta capital de más de US$ 6.000 millones.
Fue la primera crisis externa experimentada por la Argentina en diez años , pero a diferencia de todas las anteriores, esta vez no fue consecuencia de una caída de las exportaciones (en volumen o precio), sino de un fenómeno estrictamente político, de orden interno (crisis de confianza/crisis de credibilidad) , que aceleró la tendencia a la fuga de capitales , que entre julio de 2007 y marzo de este año superó los US$ 80.000 millones.
Por eso el Gobierno, yendo atrás de los acontecimientos, se vio forzado a establecer en octubre el control de cambios y de las importaciones , como único instrumento que le restaba para frenar la pérdida de reservas y la fuga de capitales.
La importancia política de la crisis fiscal es que le quita al actual sistema de poder el principal instrumento de dominación y subordinación de las otras entidades político-territoriales (provincias y municipios/gobernadores e intendentes).
Ha perdido el control de los recursos fiscales , tanto directos (coparticipación) como indirectos (obras públicas, subsidios, préstamos, fondos para mantener el aparato político, etc.).
En mayo, el envío de la coparticipación cayó 10 puntos (+27.7% este año vs +38% el año pasado). Está acompañado por una caída de la recaudación propia en las provincias de igual magnitud en el primer trimestre de 2012 (+28% vs + 38% a/a).
El resultado es que el déficit fiscal de las provincias asciende este año a $ 22.000 millones.
La característica central del régimen federal argentino es que la Provincia de Buenos Aires es la mitad, ella sola, del conjunto de las unidades territoriales. Y este año, su déficit fiscal asciende a $ 11.000 millones/ $ 13.000 millones.
¿Por qué la crisis fiscal es el principal indicador político en la Argentina de hoy? El sistema político argentino se caracteriza por la debilidad de sus instituciones y la carencia de partidos políticos.
En él, ni el Congreso, ni la Justicia son parte de la estructura de poder, ni lo tienen. Éste está completamente concentrado en el Ejecutivo nacional, que por ello, en las etapas en que se consolida, tiene una naturaleza hegemónica.
Dice Natalio Botana: “La hegemonía es supremacía. En la Argentina, debido a la debilidad de sus instituciones, el poder, cuando se consolida, tiende a adquirir carácter hegemónico; y por el contrario, si se debilita, se desata de inmediato una crisis de gobernabilidad (imposibilidad fáctica de ejercer el poder político democrático)”. Por eso, “el péndulo argentino parece oscilar entre hegemonía e ingobernabilidad”.
En este sentido, la legitimidad del sistema político, tal como es, como régimen hegemónico, no es la constitucional (apego a la legalidad) ni tampoco la que surge de las lealtades partidarias (no hay partidos políticos), ni menos la que transmite el sentido del “compromiso republicano” (inexistente).
La única legitimidad del sistema político hegemónico , frente a una sociedad intensamente movilizada y crítica como es la argentina, reside en su capacidad para asegurar como sea la gobernabilidad , para ser, en síntesis, lo que los argentinos llaman un “poder fuerte”. Por eso, la legitimidad del poder hegemónico se quiebra en la misma medida que se debilita, sobre todo en el aspecto fiscal, y es incapaz, al perder su principal instrumento de control y dominación, de asegurar la gobernabilidad del sistema.
El punto crítico de esta evolución es cuando la crisis fiscal adquiere la forma de una imposibilidad de pago de los sueldos de la administración pública, sobre todo policías y maestros, y en especial, en la Provincia de Buenos Aires, que por su envergadura no es simplemente la mayor provincia argentina, sino la contracara del poder nacional.
En este sentido específico – carencia de recursos fiscales como instrumentos de dominación y control –, la crisis fiscal debilita al actual sistema de poder, que al mismo tiempo profundiza, por la extrema concentración de las decisiones, su aislamiento frente a la sociedad civil; y esto constituye el punto crítico, tendencialmente decisivo, de su específica y próxima evolución.

Jorge Castro, para Clarín.



viernes, 4 de mayo de 2012

La democracia peronista.

La relación entre la democracia y el nacionalismo ha sido a veces virtuosa y otras terrorífica. Ambos términos encierran sentidos y definiciones diferentes. La democracia es una y muchas. Desde sus orígenes la democracia se ha construido dialogando e interactuando con otras corrientes afines, parcialmente superpuestas pero diferentes. Las principales han sido el liberalismo, el socialismo y el nacionalismo.
El denominador mínimo de cualquier variante de la democracia es un criterio de legitimidad política: la voluntad del pueblo. Se comenzó a hablar de él en Inglaterra en el siglo XVII y se consolidó con la Revolución Francesa, cuando reemplazó definitivamente al criterio del derecho divino de los reyes. Un gobierno es legítimo cuando expresa la voluntad del pueblo. Más allá de esta afirmación general y mínima, todo es opinable, incluso el alcance de sus términos: qué cosa es "pueblo", cuál es el alcance de su "voluntad", qué significa "expresar".
Dejo de lado la cuestión del socialismo y de la igualdad social. Respecto del liberalismo, un debate siempre vigente es el de los límites de la "voluntad popular" ante los derechos humanos o los derechos del individuo. A diferencia de la tradición democrática, que está centrada en la cuestión del origen del poder legítimo, la tradición liberal y republicana reflexiona sobre cómo limitar al poder, cualquiera que sea. Las soluciones propuestas son conocidas. Por un lado, de preeminencia de la ley, originada en el pueblo, pero que limita las oscilaciones caprichosas de una opinión voluble. Por otro, la división de poderes. Finalmente, la afirmación de que los derechos del individuo están antes de cualquier norma o decisión estatal. Son "naturales", en el sentido de que hacen a la condición humana. La tensión entre liberalismo y democracia es una cuestión clásica en el siglo XIX -basta recordar a Tocqueville-, que al fin del siglo XX hemos retomado luego de dolorosas experiencias.
El segundo gran debate se refiere a la forma como se expresa la voluntad popular. Hay un gran parteaguas: democracia directa -una ilusión siempre pronta a renacer- o democracia representativa. Esta última supone que la voluntad popular se delega por tiempo acotado en los representantes del pueblo, sean muchos o uno. Las formas de representación política son variadísimas, y aunque se discuta cuál es la más auténtica, todas son representaciones, en sentido literal. Cada alternativa elegida anticipa de alguna manera el producto que se desea lograr.
Ambas cuestiones -la voluntad del pueblo, la libertad y la representación- se han combinado de distinta manera. En la segunda mitad del siglo XX -apenas ayer-, se construyó en el mundo occidental un consenso que combinaba la tradición democrática pura y la liberal/republicana. Para muchos, es aún hoy un estándar ideal. Combina el principio de la soberanía del pueblo con el de la soberanía de la ley, la división de poderes, la representación, la pluralidad, el debate y la garantía de los derechos humanos.
Pero desde fines del siglo XIX surgió otra variante, desplegada plenamente en la entreguerra y subsistente hoy en muchas partes. Combina otras ideas, derivadas de los mismos principios: pueblo homogéneo, líder, delegación, legitimación plebiscitaria -por elecciones o también mediante la presencia "real" del "pueblo" en la plaza-, junto con una unidad de doctrina y un relato teleológico que hacen posible tanto la comunión del pueblo como la delegación de su autoridad.
Dos interpretaciones, en suma: democracia institucional o democracia plebiscitaria de líder. Tras estas dos interpretaciones hay tres nociones distintas de lo que es "pueblo". En un caso, el pueblo deriva de la noción de individuo, libre, racional y esencialmente igual a los otros individuos, en razón y en derechos. En la metáfora de Rousseau del contrato social, el conjunto de individuos realiza un contrato político que instituye la sociedad.
Una segunda noción, mucho más antigua, considera que el pueblo es una comunidad, integrada por diversas partes o "cuerpos": familia, estamento, corporación profesional, municipio. En la variante católica, estos cuerpos son "naturales"; es decir, "de origen divino". El pueblo es la comunidad orgánica u organizada de estos cuerpos. Si antes se pensaba que su organización era parte del plan divino, en los tiempos modernos su organización se atribuye al Estado.
Una tercera concepción, casi contemporánea de la rousseauniana, de origen romántico, considera que el pueblo tiene una identidad esencial y transhistórica, fundada en valores y creencias comunes, vinculada a veces con una supuesta continuidad genética. En el siglo XIX se la asoció con un territorio y un Estado, existente o potencial: Francia, Alemania. En esta concepción, que se expande aceleradamente en el siglo XIX, el pueblo cultural se convierte en el pueblo nacional, con una historia y un destino. Sobre todo, es un pueblo homogéneo, que se expresa homogéneamente y que a la vez es necesario homogeneizar. Naturalmente, todas las ideas fundadas en el individuo y sus derechos, y en las formas de representación, se modifican sustancialmente.
En este punto, la democracia se cruza con el nacionalismo. En casi todo el siglo XIX, el nacionalismo se asoció principalmente con la construcción de los Estados nacionales. Bajo la forma de patriotismo, pudo coexistir -atenuando las diferencias- con las formas de gobierno republicanas y liberales de la democracia. A fines del siglo XIX, en tiempos del imperialismo, comenzó a dispararse la dimensión agresiva del nacionalismo ("mi nación está y debe estar por encima de todas") y también la dimensión xenófoba: "Voy a eliminar de la comunidad a quienes, compartiendo el territorio, son ajenos al pueblo esencial, y por lo tanto sus enemigos". Prolongando esta línea puede llegarse al fascismo, pero no sólo a él. También a muchos populismos que extreman el principio democrático de la razón del pueblo y consideran lícito excluir o extirpar a los enemigos del pueblo, discursiva o físicamente.
En la Argentina, la Constitución de 1853 puso las bases de un sistema institucional liberal, republicano y democrático. Las prácticas relativas a esta última cuestión fueron perfeccionándose, hasta llegar a la ley Sáenz Peña. Pero, simultáneamente, un vasto movimiento cultural e ideológico cuestionó esos fundamentos liberales. El nacionalismo de los intelectuales de principios del siglo XX fue profundizado por el movimiento católico de la entreguerra y completado por el peronismo.
En el peronismo se cruzaron de una manera singular democracia y nacionalismo. Las raíces democráticas del peronismo, sociales y políticas, son innegables. ¿A cuál de las familias democráticas pertenece? En el peronismo coexisten dos concepciones de pueblo, ambas ajenas a aquella que pone en el centro al individuo. Una es corporativa: la de la comunidad organizada, los sindicatos y las confederaciones y el movimiento. Otra es nacional y popular: el pueblo peronista, que es igual al pueblo argentino y coloca a sus adversarios en el lugar de los enemigos de la nación.
Esta concepción, que trasciende al peronismo, fue dominante en todo el siglo XX. En 1983 hubo un notable esfuerzo para construir una democracia institucional, fundada en la ley, en los derechos humanos y en el interés general, construido por medio del debate plural. De aquel esfuerzo hoy queda poco, y lo que predomina es otra forma de democracia, la democracia peronista.
Todo gobierno que pueda mostrarse como la expresión de la voluntad popular tiene derecho a la legitimidad democrática. La democracia contiene muchas variantes, algunas de ellas xenófobas, autoritarias y otras cosas. La democracia institucional no es necesariamente más democrática o más verdadera que la plebiscitaria. Sólo hay una cuestión de valores, que son subjetivos. En lo personal, la democracia institucional es la que a mí me gusta, aquella por la que estoy dispuesto a luchar. Supongo que a muchos otros nos gusta. Aunque seamos menos.
 
Luis Alberto Romero. Historiador.