lunes, 20 de septiembre de 2010

Ráfagas de cambio. Las asignaturas pendientes de la Argentina en un mundo en transición.

A veces, enredados en los acontecimientos diarios, perdemos la perspectiva larga que proporcionan las mutaciones planetarias. Desde hace varias décadas, el mundo asiste a una suerte de revolución silenciosa en el plano de la ciencia, de la tecnología y de los valores que, antaño, se consideraban definitivamente arraigados. Hace unos años Octavio Paz declaraba que todas las revoluciones que se ensayaron en el siglo XX habían fracasado excepto la revolución sexual. Si acoplamos estas reflexiones a lo que en la actualidad experimentamos a través de Internet, la telefonía celular y la medicina, factor decisivo en la prolongación de la vida, el cuadro adquiere un perfil más definido.
Son fenómenos que tienen efectos trascendentes en la política y en la economía. A diferencia de las revoluciones "estridentes" de los siglos XVIII, XIX y XX (la Revolución Francesa, las revoluciones americanas del Norte y del Sur, las revoluciones comunistas), estos recorridos de "la orientación de los espíritus", según apuntó Guglielmo Ferrero, operan con una vocación universal que se engarza en muchas regiones -entre ellas, la nuestra- con la expansión de los derechos y del sentimiento de igualdad. Claro está, los derechos más perjudicados en este trance son aquellos que requieren altos costos fiscales (de aquí los problemas que plantea, en Europa y en la Argentina, el financiamiento de la seguridad social).
Estas señales -la mirada de Tocqueville fue en este sentido precursora- conforman en buena medida una tendencia predominante y además conflictiva. Más vale escucharla con humildad y tolerancia, atendiendo a "los signos de los tiempos", como decía Juan XXIII, en lugar de reaccionar envueltos en proclamaciones de guerras santas y culturales que, a la postre, terminan contaminando más la atmósfera de confrontación que se difunde desde las filas oficialistas.
El contraste entre el ocaso de las antiguas revoluciones con sus consiguientes mentalidades reaccionarias y el ascenso de este mundo nuevo ha generado una transformación inconcebible para quienes meditaban sobre estas cosas hace apenas treinta años. Caducó la Guerra Fría y con ello la globalización del mercado, sumada a las nuevas tecnologías en la producción agropecuaria, ha incorporado al consumo de estos bienes a una masa de miles de millones de habitantes ubicados en el continente asiático. Este desplazamiento del eje del poder económico del Oeste hacia el Este y del Norte hacia el Sur ha hecho que, por vez primera en la historia moderna, las naciones emergentes no hayan sufrido, por ahora, los ramalazos de una crisis financiera y económica originada en los países centrales.
Sobre este mundo, que por cierto no ha expulsado la guerra del horizonte histórico, estamos parados en difícil equilibrio: entablamos debates parlamentarios en torno a los nuevos valores en disputa (el voto en el Congreso acerca de las reformas en el matrimonio civil es un caso paradigmático al respecto) y aprovechamos sólo en parte las ráfagas positivas que soplan sobre los mercados internacionales. Los datos están a la vista: la Argentina exportará este año cerca de 100 millones de toneladas de granos, con una cifra de exportaciones de aproximadamente 65.000 millones de dólares, de la cual el fisco habrá de extraer 8500 millones de la misma moneda en concepto de retenciones. Estas dos palancas permiten entender por qué el kirchnerismo ha logrado sobrevivir al manifiesto deterioro del año pasado. Son elementos que forman parte de un arsenal dispuesto para montar una estrategia defensiva alrededor de las posiciones hegemónicas del Poder Ejecutivo adquiridas anteriormente.
Mientras crujen las políticas de subsidios y de anclaje del tipo de cambio (generadora, esta última, de inflación), las trincheras que el Gobierno ha cavado con aquel propósito se extienden a diario: el bloqueo en el Senado de los proyectos de ley, las respuestas parciales a las demandas que formulan las oposiciones, el embate a los medios de comunicación que no decrece, y los espionajes y contraespionajes que cunden entre gobernantes y opositores. En la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, las "escuchas" ilegales son recíprocas, con la agravante de que se ha puesto en cuestión el principio que hace del Poder Judicial una fiable autoridad de arbitraje.
¿De qué vale contar con jueces y cámaras de apelación si los poderes políticos, de uno y otro lado, no los acatan, procuran esquivarlos por otros atajos o los obedecen cuando les conviene? Asunto grave que atañe a las creencias sociales y que, paradójicamente, nos retrotrae en este mundo nuevo a los debates constitucionales que dieron origen a nuestras repúblicas. El Poder Judicial debería ser una instancia legítima para gobernantes y gobernados. Por el momento, lamentablemente no lo es.
A todo esto, las oposiciones se han puesto en marcha en el Congreso y pretenden revertir algunos capítulos centrales de la agenda pública. Los meses venideros son cruciales en cuanto a la posible reasunción por el Congreso de los poderes delegados al Poder Ejecutivo y a las modificaciones de fondo que, con urgencia, reclaman el INDEC, el Consejo de la Magistratura, la ONCCA, el régimen de jubilaciones y los decretos de necesidad y urgencia. La lista impresiona tanto por el caudal de reformas que están en juego cuanto por el desafío que deben levantar las oposiciones para dar cauce, en materias tan dispares, a consensos responsables.
El reto se las trae porque las oposiciones deben demostrar ante el electorado que están dispuestas a llevar a cabo la gran transformación institucional que demandan las nuevas orientaciones del siglo XXI. Este engarce es vital si queremos recuperar nuestro apetito de futuro. Cuesta trabajo imaginar en los próximos años a gobiernos dotados de mayorías regimentadas como ocurrió entre 2003 y 2009. Daría la impresión, al contrario, de que la ciudadanía está explorando un camino en procura de mayores equilibrios y resguardos.
Esto no significa que tal situación de pesos y contrapesos produzca necesariamente efectos benéficos. Significa sí que los liderazgos en germen han de ser artífices de negociaciones a cara descubierta y de acuerdos de gobernabilidad explícitos. Solo así las futuras coaliciones de gobierno podrán prosperar. Por eso, las descalificaciones y agresiones están de más. En una democracia nadie tiene el monopolio de la verdad y de la virtud; tal vez un llamado a la modestia en una época en la cual las redes de comunicación transmiten constantemente un menú inagotable de escándalos: gestos, palabras gruesas e insultos. La velocidad de las innovaciones en esta materia choca con la persistencia del guarango, un estilo nacional que viene de lejos aunque entonces estaba más acotado. Ahora el guarango domina la escena: basta con mirar la pantalla de televisión.
La combinación de lo viejo y de lo nuevo, muchas veces explosiva, plantea exigencias. Como acabamos de ver, el terreno de las oposiciones y de las reformas por llevar a cabo es vasto, tan vasto como los brotes de faccionalismo que suelen reaparecer con fuerza. No debe extrañarnos: en muchos momentos de nuestra historia, el faccionalismo ha herido con saña a nuestros partidos. Es una señal a tomar en cuenta por los liderazgos en formación. ¿Quién, o quiénes, tendrán la virtud suficiente para entender las oportunidades y los riesgos de los tiempos venideros y transformar esa materia en propuestas electorales creíbles? Oficio, en fin, para reconstructores cuando las luces del ciclo político que comenzó en 2003 todavía no se han apagado completamente. 
Natalio Botana. La Nación, 05 de Agosto de 2010.

El Gobierno decidió reescribir el Nunca Más.

El kirchnerismo dividió las organizaciones de derechos humanos y transformó lo que era una causa de todos y de valor incuestionable en una herramienta facciosa.
Marx ha escrito que la historia se repite: la primera vez en forma de tragedia y la segunda como farsa. Ojalá no se haya equivocado. Que aquello que vivimos la primera vez como tragedia sangrienta concluya, en esta segunda experiencia, como farsa. Porque los signos actuales de la intolerancia, las amenazas y agresiones, y hasta la violencia velada son cada vez más alarmantes.
Hace casi cuarenta años, con esos métodos, un gobierno peronista abrió las puertas al terrorismo clandestino de Estado. Hoy la violencia de las palabras y de las acciones viene de otro gobierno peronista y son amplificadas por algunos actores de la vida social con los que ha establecido relaciones colusivas y espurias. Podemos esperar, razonablemente, que no vaya mucho más lejos. Después de la terrible experiencia de la dictadura, la sociedad argentina supo construir una sólida muralla para defender sus libertades: los Derechos Humanos.
La idea no entusiasmaba mucho en los años sesenta y setenta: se pensaba por entonces que los fines justificaban los medios. Pero con la dictadura, los Derechos Humanos adquirieron otra envergadura, hasta convertirse en 1983 en el Arca de la Alianza de la democracia. En nombre de los Derechos Humanos no sólo se garantizaron las libertades personales. También se consagró el pluralismo y la tolerancia, el diálogo y la argumentación, tomando distancia de una cultura política que durante casi todo el siglo XX había practicado la descalificación facciosa del enemigo. En nombre de los Derechos Humanos, la Justicia condenó en 1985 a los principales responsables del terrorismo de Estado, junto a los responsables de las organizaciones armadas terroristas.
Así se legitimó el principio de que ningún fin, por justo que parezca, justifica el recurso a la violencia asesina.
A la vez la Justicia, al condenar las propias prácticas del Estado terrorista, fundamentó el Estado de Derecho, piedra sillar de la democracia. Por entonces la idea de los Derechos Humanos había arraigado profundamente entre nosotros.
El monolítico compromiso político en torno de estos principios, forjado en 1983, había sido precedido por la acción verdaderamente heroica de organizaciones sociales que, bajo la dictadura, defendieron el tema de los Derechos Humanos contra viento y marea.
Estas organizaciones, y en particular Madres de Plaza de Mayo, se convirtieron en el símbolo de esos valores. Su defensa requería que se mantuvieran por encima de las múltiples divergencias propias de la práctica política democrática. Así lo hicieron, por un tiempo.
Acuerdo político, más allá de otras disidencias, y organizaciones de Derechos respetadas e incontaminadas fueron los pilares sobre los que se construyó la fortaleza de los Derechos Humanos.
Desde hace varios años ambos pilares están siendo sistemáticamente destruidos por un gobierno que, paradójicamente, dice defenderlos. Su interpretación de los Derechos Humanos es limitada y contradictoria. Limitada, porque en lugar de expandir la noción a los múltiples problemas que genera la vida social, la circunscribe al juicio de los partícipes secundarios de la represión, tarea ciertamente necesaria, pero limitada, sobre todo si el ánimo de revancha se impone al de justicia.
Contradictoria, porque se ha limitado a acusar al Estado terrorista, pero mira con ojos benevolentes y hasta reivindicativos a los otros responsables: las organizaciones armadas. Por esa vía, ha ayudado a volver a instalar en nuestra cultura política la terrible idea de que existe una violencia asesina legítima.
El Gobierno ha transformado lo que era una causa de todos en una herramienta de su lucha facciosa, habilitando así otras lecturas facciosas del pasado, inclusive la de los panegiristas del terrorismo de Estado.
Ha construido su propio relato, vilipendiando o ignorando a los auténticos protagonistas de la gesta y asignándose -tan luego ellos- el papel protagónico. Ha reescrito la Introducción al Nunca Más.
Por otra parte, el Gobierno ha dividido las organizaciones de derechos humanos. Cooptó a una parte de ellas, incorporándolas al juego de los subsidios colusivos y el discurso faccioso. El caso extremo es precisamente Madres de Plaza de Mayo. Hoy, con la administración de Sergio Schoklender y Felisa Miceli -curiosa elección-, forma parte de las corporaciones subvencionadas por el Gobierno y constituye uno de esos nuevos “monopolios amigos”, cuya vasta extensión apenas conocemos. Por otra parte, su jefa y vocera, la señora Bonafini, que otrora supo ser el ícono de los derechos humanos, predica la violencia, glorifica el terrorismo y se une a la máquina intimidatoria.
No son los únicos que practican este doble juego de cobrar y hablar. En el caso de Luis D’Elía o Milagro Sala esto tiene una importancia acotada. En el caso de las organizaciones de Derechos Humanos alcanza una trascendencia enorme.
El Gobierno ha politizado la causa de todos.
Algunos de los símbolos de los Derechos Humanos han caído en el lodo de la política facciosa.
Lo que era un valor establecido, ahora es una opinión, discutible y vulnerable.
Cabe preguntarse quién defenderá nuestros derechos cuando lo necesitemos. Quien evitará que la farsa se convierta en tragedia. 
Luis Alberto Romero. Clarín, 16 de septiembre de 2010.

Los Kirchner construyeron su propia utopía regresiva.

El matrimonio intenta dotar de vitalidad a un populismo en su variante clásica: estatista, nacionalista y autoritaria. Pero no advierte que la historia no se repite y la sociedad cambió.
La lenta reestructuración del radicalismo y la dificultad para armar coaliciones de gobierno fundadas en orientaciones de política pública que ofrezcan al electorado opciones claras y contrastantes aquejan a nuestro sistema político. Las coaliciones electorales se mostraron impotentes a la hora de gobernar y los experimentos de transversalidad fueron cooptaciones y no alianzas.
No es sorprendente que estas falencias contribuyan a la renacida vitalidad del populismo en su variante clásica estatista, nacionalista y autoritaria, que supo encarnar el peronismo en sus años dorados.
El kirchnerismo busca volver a fragmentar el mapa político del país en dos polos antagónicos, el “pueblo” y el “antipueblo”, para construir a su imagen el antikirchnerismo de la misma manera en que el peronismo construyó el antiperonismo como lo muestra Luis Alberto Romero en “La libertadora gestó un peronismo diferente” (Clarín, 13-9-2005). A los que disienten con sus políticas les resulta muy difícil no hacerse antikirchneristas y ello a pesar de que algunas de esas políticas pudieran ser bien valoradas.
El matrimonio presidencial revela ser buen discípulo de Perón.
Los que no aceptan una ideología que vive el conflicto como una guerra que enfrenta al “pueblo” con las “corporaciones”, sean éstas monopolios, oligarquías o prensa opositora, son calificados de “destituyentes”; en el pasado se los llamaba “gorilas”. Pero la evocación de Perón ya no es suficiente para dar legitimidad al modo de ejercer el poder.
El matrimonio presidencial construye una particular relación entre el campo académico y el político y con ese propósito echa mano a la interpretación que Ernesto Laclau hace del populismo para justificar en el terreno del discurso ideológico una empresa de construcción de poder personal. Será la “razón populista” el fundamento de una política en la que el líder da sentido a la noción vacía de pueblo y encabeza la construcción de la identidad popular. Un viejo modo de hacer política reaparece revestido de credenciales intelectuales que lo acreditan para ejercer una democracia donde lo que más importa es la elección de los dirigentes y el principio de mayoría.
Una vez elegido, el líder está “autorizado” para conducir a su pueblo a la tierra prometida.
La retórica encendida de la Presidenta y de su esposo, centrada en los contenidos ideológicos de un proyecto de país, nada nos dice sobre las propuestas concretas de cambio. No extraña entonces que no haya debates públicos sobre “el modelo” que se impulsa desde la presidencia.
Vivimos en un clima de intolerancia en el que no hay lugar para una oposición constructiva, predominan las emociones y escasean los argumentos.
La oposición fragmentada es ante todo reactiva frente a las iniciativas de un gobierno que practica sin descanso la fórmula menemista de la “decisión, el secreto y la sorpresa”, más adecuada para conducir un ejército que para gobernar una sociedad. Los medios de información ocupan un lugar clave para dar voz a los que no están representados en las acciones de este gobierno que se autodefine como nacional y popular.
Bajo la figura de la distorsión de la realidad, los Kirchner buscan controlarlos, convencidos de que la única verdad es la realidad que su gobierno construye con los datos manipulados por el INDEC y sin reparar que no es la destrucción de los grandes medios sino la persuasión y la autoridad moral la mejor estrategia para utilizarlos.
No es la necesidad de impulsar sociedades igualitarias, incluyentes y protectoras de los más pobres lo que distingue al gobierno de los Kirchner de los gobiernos de orientación socialdemócrata.
Lo que hace la diferencia es el camino autoritario con que este gobierno quiere fundar el progreso social.
Un camino que no es ni democrático ni progresista, que busca perpetuar en el poder a los que lo encarnan, que ningunea a los diferentes y que repara sin reformar, hipotecando así el futuro.
La Argentina de este siglo es muy diferente de la de mediados del siglo pasado. Las crisis se han resuelto sin la intervención de la fuerza, no hubo golpes militares ni acoso o cárcel para los adversarios, ni recortes de libertad de expresión.
En los gobiernos de los Kirchner, sin embargo, la tendencia al “apriete” es cada vez más una metodología para acallar la disidencia.
La historia no se repite como eterno retorno al punto de partida sino como una espiral en que nada es igual a lo que ha quedado atrás.
El discurso populista ya no posee la fuerza aglutinadora que tuvo en el pasado. Los valores del pluralismo y la defensa de los derechos humanos han echado raíces profundas en estos años de democracia.
Las hegemonías son más frágiles, los ciudadanos dependen menos de los gobernantes.
La república vacilante, entre la furia y la razón, título de un valioso libro de Natalio Botana, sobrevive como parte de una tradición que el kirchnerismo reaviva al precio de cuestionarla. La sociedad argentina ya está madura para ver la política como un conflicto de valores e intereses y no resignarse a una puja que la convierte en intercambio entre intereses y dádivas.
Liliana de Riz. Clarín, 2 de septiembre de 2010.