jueves, 27 de marzo de 2008

El verdadero mensaje de las cacerolas.

Habían olvidado el miedo. Ese miedo que las cacerolas habían instalado en los gobernantes desde fines de 2001 hasta bien entrado el gobierno de Néstor Kirchner, cuando ya transcurría el 2004. Las cacerolas volvieron anteanoche, sorpresivas y autónomas, y, seguramente, también volvió el miedo en la cima que alberga a los que gobiernan. Las cacerolas son temibles en la Casa de Gobierno, pero lo son más aún cuando golpean las puertas de Olivos. Ocurrieron ambas cosas. Sólo ese miedo probable y la soledad política pueden explicar, al mismo tiempo, que el Gobierno le haya ordenado a Luís D’Elía salir con su fuerza de choque para enfrentar la rebelión de las cacerolas. D’Elía no haría nunca lo que hizo –ir de la provocación de las palabras a la violencia de los hechos– sin una indicación precisa del vértice mismo del poder. Pero la imagen del líder piquetero que daba puñetazos de ciego, con el pecho descubierto, fue también una imagen patética de la soledad política del Gobierno. La administración carecerá siempre de aliados posibles, políticos o sociales, si sus defensores son D’Elía y el jefe cegetista, Hugo Moyano. Y los dos han rodeado al Gobierno en los últimos días para protegerlo de la mayor sublevación social que haya vivido el poder desde la Navidad de 2001. ¿Qué llevó a la gente común a salir a la calle? ¿Acaso sólo la adhesión a la protesta de los productores por el inconsulto y vasto aumento de las retenciones a las exportaciones? ¿Fue la oligarquía argentina la que se congregó en Villa Crespo, en la provincia de Misiones o en el Monumento a la Bandera, en Rosario? ¿Pertenecen a ese exclusivo club los campesinos que llevaron sus tractores a las rutas? La lectura de lo que está sucediendo merece una mirada más fina y penetrante que la que surge de las opiniones públicas de los gobernantes. El Gobierno cometería un error político imperdonable si buscara líderes o guías del fenómeno de las cacerolas en la calle. No se puede negar, por otro lado, que los dirigentes rurales están desbordados. También lo están muchos gobernadores, presionados a su vez por los intendentes de sus provincias, que son, al fin y al cabo, los que conviven todos los días con los productores indisciplinados. Una suerte de decapitación colectiva sucedió en el interior e involucra tanto a funcionarios políticos como a dirigentes sociales. El malhumor de los centros urbanos encontró -es cierto- un eje en la protesta del campo, el único sector social en condiciones de sublevarse a un gobierno que hizo de la obediencia política un dogma. Pero aquel malhumor no se había fundado en las retenciones a las exportaciones. Reconoce otras razones: la inflación, las mentiras sobre la inflación, el incipiente desabastecimiento, la inseguridad colectiva y, acaso lo más novedoso, el rechazo a un método arrogante de gobernar, agravado por el atropello y la prepotencia de las últimas horas. También pudo haber influido la noción, tal vez inscripta en el inconsciente social, de que desde el campo se construyó la Argentina y que los campesinos reconstruyeron el país cada vez que éste fue destruido. Es lo que sucedió tras la gran crisis de principios de siglo. Sin partidos y casi sin instituciones, la política ha edificado, en síntesis, una sociedad de partisanos. No es bueno que esto le suceda a un gobierno con apenas cien días de vida. Pero es también la previsible consecuencia de una forma de gobernar, que no ha cambiado entre Néstor y Cristina Kirchner. Esa forma consiste, simplemente, en el gobierno de unos pocos. Sobran los dedos de una mano para contarlos. Ni siquiera todos los ministros acceden a ese estrecho círculo. Es el matrimonio presidencial y un par de funcionarios más. Ese grupo hermético, encerrado, seguro de sus convicciones, construyó finalmente un gobierno seriamente aislado del resto del universo político y social. Hay, además, rasgos particulares de la Presidenta. Cristina Kirchner viene insistiendo en que nadie le faltará el respeto por ser ella una mujer. A estas alturas, esa aclaración carece de valor y de vigencia. Sin embargo, el preconcepto la condiciona para tender la mano y convocar al diálogo. Supone que podrían ser gestos entendidos como actos de debilidad. Por el contrario, y si se pensara con más prudencia, la tolerancia y la búsqueda del consenso serían ahora bien recibidos por amplios sectores sociales. Cristina Kirchner frecuenta la deducción intelectual de la política, tan legítima como la deducción de cualquiera. Ese perfil se convierte en problema cuando la deducción pasa a ser rápidamente un hecho debidamente probado y, sobre todo, cuando se gobierna en nombre de esos hechos supuestos. Las conclusiones sirven para escribir libros, pero no para gobernar. La supuesta división entre ricos y pobres, o entre el interior y los centros urbanos, que viboreó durante su discurso de escándalo, estuvo respaldada en una deducción. Esa deducción no había incorporado el dato crucial de la insatisfacción en vastos sectores sociales. La luna de miel de la sociedad con Cristina Kirchner se ha roto, si es que hubo luna de miel. Gran parte del conflicto político de la Presidenta consiste en que su gobierno es mirado como una perfecta continuidad de la administración de su esposo. Algunas cosas que fueron ya no pueden seguir siendo, porque resultaron gastadas por el uso y por el tiempo. El atril es desde el martes, por ejemplo, un anacronismo que ha caducado. Al final de ese estilo de monólogos desde el poder han contribuido tanto el tono soberbio de la Presidenta como su consecuencia más inmediata y palpable: la prepotencia de D Elía. El Gobierno quedó, así, ubicado en el peor lugar. Soberbia y prepotencia sólo pueden buscar instalar un régimen de terror, aunque sea demasiado tarde para ir en busca de ese método. No hay explicación política posible para el riesgo que corrió el Gobierno cuando sacó a la calle su fuerza de choque. Nadie puede prever nunca cómo terminarán esas cosas. Prueba: la golpiza que recibió el periodista Jorge Fontevecchia no estaba prevista por el Gobierno, pero no por eso es menos salvaje ni menos deplorable. Coloca en estado de indefensión, además, a muchos argentinos que no comulgan con el gobierno de los Kirchner. Néstor Kirchner hará hoy un acto con los barones del conurbano bonaerense. Ellos son los únicos que lo pueden acompañar; los intendentes del interior están más cerca de la protesta que del poder. El acto en sí mismo y el previsible discurso de antagonismos y de crispaciones son otra huida hacia ninguna parte. El Gobierno acusa a los dirigentes rurales de no contener a sus bases. Los productores son seres esquivos, solitarios, que muy pocas veces recurren a sus dirigentes. "Los chacareros son individualistas y duros", ha dicho un peronista que los conoce. Pero, ¿qué dirigentes podrían contener a sus bases si a éstas les han sacado una parte enorme de su renta? Es fácil contener a las bases cuando se es Moyano y cuando se puede, como él, anunciarle a su gremio un aumento salarial del 20 por ciento cuatro meses antes de que concluya el actual convenio salarial. Los productores rurales deberían observar, a su vez, que el desabastecimiento de insumos diarios de la sociedad podría terminar inclinando a ésta en contra de ellos. La desigualdad de trato se extiende. La Presidenta habló de la protesta de los que tienen camionetas 4x4. ¿Acaso el Gobierno debe decidir cuál es la renta justa y quiénes deben ganar más? No se oyó ninguna voz oficial que reclamara contra las camionetas 4x4 de los empresarios vinculados con las obras públicas. El caso argentino merece también una mirada más amplia e internacional. El mundo vive una situación de extrema inestabilidad económica y financiera. Estados Unidos vacila entre la desaceleración y la recesión. Europa se frena con una moneda sobrevaluada que permite todas las importaciones y pocas exportaciones. China espolea a los norteamericanos y a los europeos con sus exportaciones. Las exportaciones han pasado a ser la clave de la salvación en el complicado mundo de ahora. "La crisis llegará a las economías emergentes", acaba de presagiar el presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick. La Argentina es una economía emergente. Pero la Argentina parece vivir en un planeta que no es éste. O grava las exportaciones o directamente las prohíbe. Aquí ha sucedido un conflicto innecesario, provocado por el estupor de decisiones equivocadas. El consecuente debate en el que se hundió la nación política es, además, extemporáneo y rancio, demasiado viejo.
Joaquín Morales Solá
La Nación, Jueves 27 de marzo de 2008

Los riesgos de generalizar y dividir.

La rebelión de los productores agropecuarios y la reacción popular suscitada el martes a la noche por el discurso de Cristina Kirchner generaron en la cúspide del poder algo que podría denominarse "perplejidad sociológica". En efecto, los Kirchner y sus funcionarios se preguntaron, desorientados: ¿qué les pasa al campo y a la clase media que mejoraron drásticamente su situación económica bajo nuestro gobierno y ahora nos repudian? Es entendible que protesten los que menos tienen, pero es incomprensible que lo hagan los que se han favorecido (y mucho). Se trata de una paradoja indescifrable para el matrimonio gobernante. En la caja de herramientas del populismo, la polarización de la sociedad entre culpables e inocentes es un recurso de eficacia probada. En general, los culpables son los económicamente poderosos y los inocentes aquellos que poseen poco o nada. No debe menospreciarse la fuerza de este argumento porque se asienta en una verdad: la injusticia en el reparto de los bienes es un escándalo creciente, nunca subsanado. Sin embargo, el populismo se ha especializado en convertir estas realidades dolorosas en retórica incendiaria e interesada. Para eso es indispensable generalizar y dividir a la sociedad. Generalizar significa renunciar a matices y singularidades. Para decirlo en lenguaje llano, equivale a poner a todos en la misma bolsa. Y rotularlos. La operación es incesante: el "campo" está constituido por todos los que se enriquecieron a costa del pueblo (que es otro rótulo); los "medios de comunicación (independientes)", por todos los malintencionados que critican al Gobierno; las "empresas extranjeras", por todos los que remesan ganancias al exterior y no dejan nada en el país; los "militares", por todos los que reprimieron y mataron hace 30 años. Son equivalencias simples, ideológicas: campo = riqueza; periodistas independientes = críticos maliciosos; empresas extranjeras = expropiadores de nuestros recursos; militares = represores. Al principio del gobierno de Néstor Kirchner tales simplificaciones resultaron exitosas. La gente estaba humillada y esperaba un redentor. De hecho, el nuevo presidente caracterizó a los sectores aludidos como corporaciones contradictorias con el interés general. En una misma operación retórica los hizo responsables de la crisis, mientras exculpaba al pueblo. Quien recorra los archivos del atril kirchnerista de entonces no encontrará una sola referencia a la responsabilidad del ciudadano de a pie en el consumo desenfrenado de los 90 (el "deme dos") o en la represión militar de los 70. Pero algo ha cambiado y los Kirchner (al menos hasta hoy) no parecen advertirlo. Por eso están perplejos. Las herramientas que abrían la llave de la popularidad y el éxito ahora la cierran. Se ha trocado en bronca el encanto. ¿Por qué pudo haber sucedido esto, si nos estaba yendo tan bien? No se pueden dar respuestas simples a cuestiones complejas. La sociología política es una ciencia endiablada, que no se deja descifrar con facilidad. Arrimo, para concluir, apenas unas claves de lectura. Primero, la sociedad argentina se ha diversificado notablemente en los últimos años; el "campo" encierra muchas situaciones y tensiones singulares, que resisten la generalización (y así tantos otros sectores). Segundo, las demandas sociales también se diversificaron a medida que se fue superando la crisis (ayer se pedía pan y trabajo; hoy seguridad, salud, educación y respeto). Tercero, la inflación se empieza a comer los ingresos de las familias, y el delito es una tragedia cotidiana. Estos son los nuevos desafíos. Perplejidad significa confusión, duda respecto de lo que se debe hacer en un momento determinado. Tal vez no esté mal que gobernantes que siempre se sintieron tan seguros, ahora titubeen. Es humano, y bien asumido, puede ayudar a leer con más lucidez la realidad.
Eduardo Fidanza. Sociólogo y Director de Poliarquía Consultores.
La Nación, Jueves 27 de marzo de 2008

miércoles, 26 de marzo de 2008

Intolerancia y provocación, la verdadera naturaleza del Gobierno.

Sólo un ignorante izquierdista de cotillón con evidente desconocimiento de la realidad agropecuaria podría describir a la protesta del campo como los “piquetes de la abundancia”, como lo hizo la Presidente, o sólo un "piquete patronal", como deslizó el ministro Lousteau. Bastaría que hubieran observado por televisión la composición social de las protestas y hubieran comprobado que hay peones, empleados, comerciantes y pequeños productores, como así también chicos y mujeres, todos del interior y vinculados, de una u otra manera, al sector productivo más competitivo de la economía argentina.
Con el aumento de las retenciones, el gobierno nacional recaudará este año alrededor de 10.230 millones de dólares, un 136% más que el año pasado.
El esquema de derechos de exportación constituye una de los mecanismos más brutales y arcaicos de transferencia de ingresos que ya ha demostrado su inutilidad para controlar los precios del mercado interno. El subir las retenciones hasta niveles confiscatorios no garantizó ni garantizará, como pretende hacernos creer el Gobierno, precios más bajos para los alimentos, los más baratos de todo el continente. Por el contrario, lo que está provocando es la caída de la rentabilidad de la actividad hasta el absurdo de obligarlos a dejar de producir, como ya está pasando con la ganadería y el tambo.
Córdoba y Santa Fe aportan al gobierno nacional más recursos por derechos de exportación que las transferencias por coparticipación que recibirán en 2008, un 80% y un 50% más respectivamente. De la misma manera, Santa Fe es la provincia que más aporta por hectárea sembrada, y Córdoba la que más aporta por habitante.
Cada cordobés aportará este año 761 dólares sólo en concepto de retenciones y cada santafesino 675 dólares. Pero lo más paradójico es que cada santiagueño aportará 435 dólares y cada chaqueño 351 dólares, con las carencias en términos sociales que sabemos tienen esas provincias.
Sólo 6 provincias argentinas –Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Santiago del Estero y Chaco- aportarán el 92,4% del total de recursos de las retenciones durante la campaña 2007/2008.
Los datos son contundentes y manifiestan la brutalidad de la transferencia de ingresos del interior hacia el gobierno, y del campo hacia las grandes ciudades, porque resulta harto evidente que poco hizo y hace el gobierno en materia de obras de infraestructura que pudieran favorecer y mejorar las condiciones sistémicas para la producción agropecuaria.
El campo representa el sector más competitivo de nuestra economía, y ello fue siempre por la perseverancia en el esfuerzo y la reinversión permanente de lo producido, a pesar de un estado parásito, socio siempre en las ganancias, pero nunca en las pérdidas.
Pero las medidas económicas decididas no son lo más grave, porque serían fácilmente corregibles si primara la cordura, la humildad, la tolerancia y el respeto. Pero este gobierno no exhibe ninguna de esas virtudes.
No se hubiera llegado a este punto si se hubiera tratado de consensuar previamente las medidas adoptadas. Pero sobre todo, no hubieran florecido a lo largo y ancho del país los grupos de productores autoconvocados ni los cacerolazos en la ciudad de Buenos Aires si no hubiera escalado hasta límites insoportables la provocación verbal de los funcionarios del gobierno, la cuál culminó con el discurso soberbio y autista de una Presidenta que perdió absolutamente los dones de la ubicuidad y la compostura que su investidura demandan.
No se puede gobernar asentado desde la amenaza y la provocación de los grupos piqueteros y sindicales oficialistas de choque. Hay que aprender que el disenso es la base de la democracia, y que para amplios sectores del pueblo argentino, la dignidad no es objeto de negociación.
Aún podemos evitar falsas antinomias generadas desde el poder que nos retrotraigan a otros tiempos; no podemos alentar irresponsablemente la confrontación entre el campo y la industria, entre los productores y los asalariados, entre el conurbano y el interior del país.
Es hora de actuar con madurez, sensatez, equilibrio, moderación y humildad, todos valores que, ante todo y a pesar de todo, debemos tratar de poner los argentinos que siempre defendimos la institucionalidad republicana y el estado de derecho. Porque, de la Presidente y sus acólitos, quedó claro, una vez más, sólo podemos esperar intolerancia y provocación, simplemente porque, como en el escorpión, están en su naturaleza. No caigamos en su trampa.
Damián Vaudagna

viernes, 7 de marzo de 2008

Las máscaras del PJ

Hasta el momento, la política del nuevo año se desenvuelve al ritmo de los avatares del justicialismo. Salvo un par de excepciones, en la ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Santa Fe, las grandes maniobras del poder responden a la capacidad del justicialismo para transformarse según el dictado de diversas orientaciones ideológicas, conservando, al mismo tiempo, un estilo devoto del ejercicio concentrado de la autoridad. Transformismo y conservadurismo. El transformismo es una manera de lidiar con las propias divisiones. En el vertiginoso proceso de reorganización del Partido Justicialista, que se dispara desde las oficinas de Néstor Kirchner en Puerto Madero, el enemigo principal no está en los rangos de las oposiciones que no comulgan con el peronismo, sino dentro de las propias filas. El pasado que debe condenarse es, por consiguiente, la repudiable década menemista, sus indultos y sus amnistías, y su perverso modelo económico. El conservadurismo, la tenaz defensa de la concentración de las decisiones en tanto instrumento básico de gobierno, es, por otra parte, el cemento que une a ese vasto conglomerado de gobernadores, intendentes, legisladores, sindicalistas y empresarios adictos. Como si fuese un dato emanado de la ley física de la gravitación, la verticalidad y quienes se sienten atraídos por ella es consustancial al peronismo. Si bien cambian los referentes (de Perón a Menem y de éste a Kirchner pasando por Duhalde), ese diseño se mantiene sin mayores variaciones. Hubo, sin embargo, una excepción en esta larga historia que ya supera las seis décadas: las elecciones internas con amplia participación del año 1988 que consagraron la fórmula ganadora Menem-Duhalde frente a la integrada por Cafiero-Manzano: una experiencia sin duda destacable en cuanto a la institucionalización de los partidos políticos, que no parece repetirse en estos días. La apetencia de Kirchner no es la competencia intrapartidaria. Es la unanimidad o, tal vez, una hegemonía dentro de su propio partido que acantone a los opositores internos en una situación francamente minoritaria y, por ende, irrelevante. Esta estrategia se lleva a cabo dejando de lado las ilusiones de la “transversalidad” que jalonaron los primeros años del kirchnerismo. La transversalidad era una imagen atractiva para forjar una nueva coalición política, con el eje desplazándose del centro a la izquierda, dispuesta a superar la antigua estructura del peronismo. Imagen atractiva pero también vana: en la constelación del poder peronista lo que ante todo se impone es la atracción que el centro del liderazgo, provisto del control de los resortes del Estado, ejerce sobre otros grupos y partidos. Es un movimiento constante de incorporación y exclusión que produce grandes espectáculos mediáticos, como el retorno de Roberto Lavagna a su lugar de origen, y ostracismos menos rimbombantes, como el lento apagón de la estrella de Menem. Estamos pues asistiendo a una eficaz división del trabajo político que aceita la inédita producción de un poder bicéfalo y, asimismo, concurre a rediseñar nuestro sistema de partidos. La hipótesis que declara que la Argentina carece de un sistema de partidos no es del todo exacta. En realidad, el tan mentado sistema de partidos se plasma en una configuración hegemónica según la cual la supremacía del justicialismo se alza sobre la dispersión de los contrarios y abarca algo menos de la mitad del espectro electoral del país. De cara a esta circunstancia, complementada a su vez por un conjunto de partidos “apósitos” ( partidos o desprendimientos de partidos como los radicales K que se pegan a esa dominante estructura), el resto de la oposición hace las veces, por ahora, de un coro que denuncia, alerta y procura establecer una estrategia parlamentaria en un Congreso con abrumadoras y disciplinadas mayorías justicialistas. Tres arbotantes sostienen la reorganización del Partido Justicialista liderada por Néstor Kirchner. El primero es el de una política económica impulsada por el crecimiento a lo largo de un quinquenio, por la demanda internacional de nuestras commodities, por los superávits gemelos en el comercio exterior y en las cuentas públicas, y por el aumento exponencial de subsidios de todo tipo. El segundo arbotante es el del desarrollo de un capitalismo dependiente del apoyo del Estado cuya punta de lanza puede encontrarse en la participación de nuevos socios en Repsol-YPF. El tercero, en fin, es el del armado de “cajas” de reservas monetarias, con fines políticos y electorales, que se van nutriendo con fondos públicos y privados. Este conjunto opera de consuno y requiere, para su eficaz implementación, un rendimiento gubernamental que haga frente con éxito a las demandas más acuciantes en los campos de la seguridad, de la estabilidad de precios y de la infraestructura de energía y de transportes. Hasta nueva orden, esas exigencias –sobre todo la atinente al aumento de precios– están encapsuladas en una suerte de política de ficción o de escenarios falsos montados desde el poder para fijar las condiciones de una aparente estabilidad (la crisis del Indec, con la consiguiente manipulación de los índices de precios, es la mejor muestra de esta contradicción entre apariencia y realidad). Quienes más sufren estas contradicciones son, como es habitual, los sectores de la población que carecen de protección sindical. El choque entre esas dos dimensiones de la vida pública –lo que es y lo que aparenta ser– conforma un capítulo central de la teoría y la praxis de la política. Penetrar en la realidad de las cosas y desenmascarar el poder de los grandi, como los llamaba Maquiavelo, ha constituido desde hace siglos y milenios una empresa difícil y solitaria. En la circunstancia de una democracia de amplia participación, como la que actualmente impera en el país, las acciones que hacen caer esas máscaras, siempre dispuestas a encubrir y confundir, dejan de ser patrimonio de un grupo restringido para convertirse en una empresa colectiva hecha de promesas, esperanzas y frustraciones. La democracia, hasta con un condimento republicano liviano, tiene una dinámica propia que erosiona los proyectos más ambiciosos. Si el proyecto de reorganización partidaria en curso insiste en acoplarse a esa clase de ficciones, tarde o temprano la realidad hará sentir su peso hasta el punto, tal vez, de hacer crujir los arbotantes. Es hora, entonces, de recapacitar y de poner las cosas a la altura de una visión más abarcadora del bien general del país. En relación con este último aspecto, la oposición no puede solamente seguir desempeñando el papel de la protesta y la denuncia. Debe enunciar también las bases de una futura gobernabilidad hoy capturada –y no sin razón– por la supremacía justicialista. La oposición que no sabe recrear las bases futuras del gobierno no es oposición política: es, en un terreno donde circulan “cajas” y “valijas”, una necesaria oposición moral aunque renga de una pata. El reclamo de la sociedad para conjugar en una fórmula efectiva la moral y el gobierno no debe caer pues en saco roto.
Natalio Botana
La Nación, Jueves 6 de Marzo de 2008