miércoles, 26 de mayo de 2010

La recuperación de lo festivo.

Tres dimensiones aparecen en la conmemoración del Bicentenario. Por una parte, se ha recuperado un aspecto algo olvidado de nuestras celebraciones: lo festivo. Casi dos siglos atrás, en 1825, un testigo inglés señalaba que el 25 de Mayo era ocasión para "un festival de tres días". Por entonces, las fiestas patrias consistían en entretenimientos en las plazas, como el juego del palo enjabonado, los circos con payasos, las carreras de chanchos, los conciertos de las bandas o los fuegos artificiales. Había un lugar, por supuesto, para la ceremonia oficial, el Himno, el tedeum y el desfile, y todo estaba bañado por un patriotismo algo genérico pero muy sano, que diferenciaba las Fiestas Mayas de las de Carnaval.Desde entonces, las transfiguraciones de este espíritu festivo fueron muchas. A fines del siglo XIX, el Estado incluyó las celebraciones patrióticas en su vasto proyecto de construcción de la nacionalidad. Las fiestas patrias seasociaron con los actos escolares, por una parte, y con los desfiles militares. La presencia de algún soldado, o un policía en los actos escolares, y un Himno Nacional ejecutado por una fanfarria militar marcaron la convergencia de las dos dimensiones. A medida que avanzó el siglo XX, el ritual patriótico se fue apartando de lo festivo y llegó a ser opresivo, sobre todo cuando se envolvió con un discurso duramente nacionalista, autoritario y belicista.
Luego de 1983, la civilidad democrática se reencontró con sus fiestas. Durante unos años, la celebración patriótica se asoció con la exaltación del pueblo y de la libertad, los rituales se aligeraron y se aceptó que, en democracia, había muchas formas de celebrar a la patria.
Como otras bellas ilusiones de aquellos años, aquel reverdecer celebratorio fue retrocediendo. Si bien los sones marciales no reaparecieron, la militancia ciudadana retrocedió y las fiestas patrias fueron, gradualmente, apenas otro feriado más.
En estos días, la dimensión festiva originaria se ha recuperado. Mucha gente colmó los espacios públicos, disfrutando de los variados espectáculos ofrecidos. Por cierto, en esa presencia festiva no se advierte una inspiración patriótica particularmente marcada, lo que es una pena. Tampoco, afortunadamente, los participantes de las celebraciones se han hecho cargo de la impronta política particular que el Gobierno ha querido darle, con la presencia de sus íconos preferidos. El entusiasmo por los festejos fue lo mejor de la conmemoración, pero nada indica que esto haya de repetirse, por lo menos antes del otro bicentenario, en 2016.
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Una segunda dimensión remite no ya a los doscientos años de la patria sino al clima político del momento.
El Gobierno ha usado también esta ocasión para afirmar su negativa a compartir cualquier espacio social o simbólico con quienes piensan distinto. Le imprimió a la celebración un aire de pelea que encontró eco en algunos en el otro lado. Unos fueron invitados y otros no. Los invitados plantaron a sus frustrados anfitriones. Los espacios se dividieron: unos en el Colón y otros en el Obelisco. Unos en Luján, con su parafernalia partidista, y otros en la Catedral, más recatadamente, aunque escuchando ambos el mismo mensaje por parte de los obispos. En suma, estuvo presente la pequeñez y mezquindad que hoy caracteriza la confrontación política.
Hay una tercera dimensión que brilló por su ausencia. Además de fiesta y ceremonia, las conmemoraciones, personales o colectivas, son una invitación a la reflexión. El ejemplo del primer Centenario es contundente. Entonces las elites dirigentes hicieron un balance profundo, como el de Joaquín V. González. No escatimaron elogios por los logros, pero se concentraron especialmente en los problemas y los conflictos. Además de avizorar las tormentas, pensaron sobre las soluciones, como por ejemplo la ley Sáenz Peña de 1912. Eran reformas que el Estado quería y podía ejecutar.
En este segundo Centenario, la poca reflexión habida ha corrido exclusivamente por cuenta de quienes, en medio del clima de la pelea, se preguntaron por cuestiones que van más allá de 2011: las famosas políticas de Estado, el proyecto nacional, o como quiera llamárselo. El Estado se mantuvo ausente de esa reflexión, limitado por el autismo del grupo gobernante. Quizá también estuvo ausente porque nadie ve que, en su situación actual, este Estado de estructuras licuadas y preso de los grupos depredadores sea capaz de emprender algún proyecto de envergadura. 
Luis Alberto Romero. Historiador.

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