El problema de la creación de un nuevo sentido para la
acción política está en el centro de los desafíos que enfrenta la
oposición. Por creación de un nuevo sentido entiendo la aptitud que
puedan demostrar las dirigencias partidarias para persuadir a su
electorado eventual de que han comprendido qué valores privilegiar y
cómo proceder para restaurar y asegurar la vigencia de la democracia
republicana.
La cuestión de fondo
, en consecuencia, no tiene que ver con la economía. Tiene que ver con
la justicia. Se trata de verificar si se sabe ganar credibilidad social
mediante el compromiso de reconstruir la supremacía de la ley sobre el
poder. Si tal cosa no ocurriera, si no se lograra despertar la confianza
pública en la palabra de esas dirigencias opositoras, la frustración
colectiva sellará con su rechazo la ineptitud para generar un frente
alternativo al oficialista.
En estos nueve años de gobierno, el Frente para la
Victoria ha llevado a cabo una labor incomparable en lo que hace a la
manipulación de la ley. La ha subordinado una y otra vez a sus
necesidades. Ha hecho de lo textual algo pretextual. Se ha burlado de lo
que la ley exige y ha velado con un manto de impunidad hasta ahora
invulnerable a quienes se han beneficiado con semejante caudal de
transgresiones.
En buena medida, la pronunciada pérdida de relieve que
tanto desdibuja a las dirigencias opositoras proviene de su sostenida
ineficacia para desbaratar ese procedimiento perverso. Más aún: de su
incapacidad probada para negar su apoyo a iniciativas mediante las
cuales el Frente para la Victoria enmascara su incansable voluntad
transgresora presentándose en lo formal como un gendarme de la
Constitución. No hubo pues, en quienes deberían haberla tenido, la
intransigencia indispensable. Hubo complicidad.
Hay que reconocer, sin embargo, que, a medida que el
oficialismo se consolidaba en ese ejercicio tan osado como nefasto del
poder, fueron apareciendo algunas figuras, surgidas del colapso opositor
que siguió al derrumbe de principios de siglo. Ellas fueron capaces de
pronunciarse frontal y valientemente acerca de lo que ocurría. Elisa
Carrió supo ser la voz cautivante de esa intransigencia. Pero tras
recorrer un camino de vertiginoso ascenso en la aceptación social,
Carrió fue perdiendo, días tras día, su ascendiente. Finalmente, la
intranscendencia en la predilección de los votantes remató, en 2011, su
caída.
Para explicar esa dramática parábola no bastan los
argumentos económicos. Hay otras causas. No es menor ni mucho menos la
que señala que la propia Carrió alentó su pérdida de protagonismo.
¿Cómo? Dando muestras de una autosuficiencia de intención visionaria que
dañó irreparablemente la potencia combativa de su ética
ejemplar. La admiración inicial que logró despertar y que la llevó a
conquistar un liderazgo tan descollante como esperanzador fue cediendo
ante una desconfianza creciente, promoviendo distanciamientos y
fracturas, convirtiéndose en desencanto. Sembrando, en suma, una
decepción equivalente a la que, en las clases medias y no sólo en ellas,
hoy empaña la figura de la Presidenta allí donde, hasta ayer, la
jactancia que la distingue y la intolerancia autocrática con que ejerce
sus funciones no parecían afectar su popularidad; una popularidad más
relevante que el caudal de problemas y conflictos acarreados al país por
el cúmulo de desaciertos que han ido sumiendo a la Argentina,
progresivamente, en una crisis institucional, financiera, económica y
política. Nadie puede saber qué ocurrirá a partir de aquí. Pero es
evidente que ya no ocurre lo que hasta ahora sucedía.
Cuando Elisa Carrió perdió abrumadoramente las
elecciones presidenciales del año pasado, se enojó con quienes, a su
entender, deberían haberla votado y no lo hicieron. Los acusó de optar
por una oposición débil en lugar de una fuerte. No pudo reflexionar,
autocríticamente, sobre su propia debilidad. Sobre la forma en que ella
misma vulneró la fortaleza de su imagen en el sentimiento y en el
entendimiento de aquellos que la seguían. De haberlo hecho y, sobre
todo, de haberlo hecho a tiempo cuando tantos, entre quienes la
rodeaban, se lo pedían, tal vez, hubiera logrado torcer el curso de los
acontecimientos.
También la Presidenta está enojada. Su indignación no
para de crecer ante la resistencia que le ofrece un amplísimo sector
social harto de sus arbitrariedades, de la violencia verbal de varios de
sus voceros, de su tergiversación de los hechos y de sus graves errores
no reconocidos. Ese enojo no retrocede, sino que redobla su embestida
ante los efectos que provoca un discurso que ofende, por su tono y su
forma, y no sólo por su fondo, la inteligencia y la sensibilidad de sus
oyentes. Ese enojo irrefrenable la ciega y la impulsa a abroquelarse en
una obstinación que ya no disimula la impaciencia y el desprecio que le
inspiran quienes no coinciden con ella.
Pero el hartazgo social que provoca
su incontenible necesidad de avasallar todo límite, toda barrera que
afecte el despliegue de su omnipotencia, no ha encontrado hasta el
momento una voz opositora más poderosa que la del estruendo callejero.
Un estruendo tan auténtico como insuficiente para hacer de la protesta
cívica un proyecto político. Es en este punto donde esa orfandad de
liderazgos invita a preguntarse por el porvenir de las fuerzas
opositoras. Por su posibilidad de aprender de la experiencia. Por la
vitalidad de su imaginación. Por la profundidad de su lectura de los
hechos sociales. Por su capacidad para encauzar hacia un escenario
democráticamente representativo lo que hasta ese momento sólo es, más
allá de su estridente elocuencia, un terreno donde no prospera sino la
democracia directa.
Nos equivocaríamos si creyéramos que los cacerolazos
están dirigidos únicamente contra el Gobierno. Son, igualmente, un
contundente reclamo a la oposición. Se le exige idoneidad para
representar a quienes las hacen sonar. Al pronunciarse ante todo por la
defensa de la Constitución, la gente que protesta pide, implícitamente,
la reconstrucción de los partidos políticos. En ellos ve una condición
necesaria de la supervivencia democrática. Pero reconstrucción no quiere
decir resucitar a los muertos ni dar vida a un golem. Significa algo
más esencial, algo infinitamente más profundo. La reconstrucción de los
partidos políticos implica saber mostrarse como quienes han aprendido
del propio despedazamiento y de la propia derrota. Haber aprendido de la
irrelevancia en la que los propios desaciertos, la propia miopía, la
propia incultura política hicieron zozobrar, en un mar de senilidad,
propuestas que de no haber tenido efectos sociales dramáticos hubieran
sido risibles.
En las elecciones de 2011, no hubo segundos ni terceros
significativos. No hubo nadie, quiero decir, que se situara, en sentido
estricto, detrás de la ganadora. Sí hubo varios millones de ciudadanos
que, no coincidiendo con ella, no supieron coincidir entre sí para
forjar una alternativa fuerte y no un sinnúmero de fragmentos sin
potencia electoral. Esto es, justamente, lo que no debería volver a
ocurrir.
Ese aprendizaje, si pudiera producirse, generaría, ante
las elecciones legislativas del año 13, una oportunidad innovadora.
Daría forma a una convergencia de voluntades nacida de la conciencia de
una necesidad primordial; la necesidad de poner un límite contundente al
desenfreno oficialista. La necesidad de que la ley vuelva a perfilarse
como capaz de acotar el poder. Y junto a esa necesidad, sustentándola,
la posibilidad de que los representantes de la oposición muestren y se
muestren como dirigentes capaces de deponer el narcisismo de las
pequeñas diferencias en favor de un frente dispuesto a rescatar la
república.
Los liderazgos imprescindibles para 2015
nacerán consistentes si provienen de ese primer gesto cívico superior
que reclaman las elecciones legislativas venideras. De no ser así,
volverán a oírse las cacerolas, pero ya no habrá quien las escuche. El
Gobierno no lo hará porque se sabrá sin opositores que lo comprometan.
Los opositores, porque una vez más habrán caído en la ciénaga de su
pequeñez.
Por Santiago Kovadloff, para La Nación
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